Authors: Paolo Bacigalupi
Y aquí está Mai ahora, visiblemente nerviosa. ¿Será así como piensan venir a por él? ¿De manera furtiva? ¿Utilizando como señuelo a una chiquilla de aspecto inofensivo? ¿Será este el final de los tarjetas amarillas? ¿Por fin habrá decidido actuar contra él el Señor del Estiércol? Aparentando una despreocupación que dista de sentir, Hock Seng se reclina ligeramente en la silla mientras observa a la pequeña.
—Si tienes algo que decir —murmura—, hazlo ahora. Aquí.
Mai titubea. Salta a la vista que está asustada.
—¿Anda por aquí el
farang
?
Hock Seng consulta de reojo el reloj de la pared. Las seis.
—No creo que llegue hasta dentro de una o dos horas. Rara vez llega temprano.
—Por favor, le agradecería que me acompañara.
Así que la suerte está echada. Hock Seng asiente con la cabeza, sucinto.
—Sí, cómo no.
Se levanta y cruza la habitación hasta ella. Qué niña más guapa. Elegida a conciencia, sin duda. Por su aspecto inocuo. Se rasca la espalda, levantando el dobladillo suelto de la camisa y sacando el cuchillo, que empuña disimuladamente mientras se acerca. Espera hasta el último momento...
Agarra a Mai por el pelo y tira de ella. Aprieta el cuchillo contra su garganta.
—¿Quién te envía? ¿El Señor del Estiércol? ¿Los camisas blancas? ¿Quién?
Mai emite un jadeo, incapaz de liberarse sin cortarse.
—¡Nadie!
—¿Te crees que soy tonto? —Hock Seng presiona, rasgando la piel—. ¿De quién se trata?
—¡De nadie! ¡Lo juro! —Mai tiembla de miedo, pero Hock Seng sigue sin soltarla.
—¿No tienes nada que decir? ¿Algún secreto que te han pedido que guardes? Habla ahora mismo.
La presión de la hoja contra su cuello acelera la respiración de la muchacha.
—¡No! ¡
Khun
! ¡Lo juro! ¡No tengo secretos! Pero... Pero...
—¿Sí?
El cuerpo de Mai se encoge contra él, sin fuerza.
—Los camisas blancas —susurra—. Si los camisas blancas se enteran...
—Yo no soy ningún camisa blanca.
—Se trata de Kit. Kit se ha puesto malo. Y Srimuang. Los dos. Por favor. No sé qué hacer. No quiero perder el trabajo. No sé qué hacer. Por favor, no se lo diga al
farang
. Todos saben que el
farang
cerraría la fábrica. Mi familia necesita... Por favor. Por favor. —Está sollozando, apoyándose en él, implorándole como si de su salvador se tratara, con cuchillo o sin él.
Hock Seng hace una mueca y guarda el arma, sintiéndose viejo de repente. Esto es lo que significa vivir con miedo. Recelar de crías de trece años, pensar que tu propia hija podría estar conspirando contra ti. Se siente enfermo. No es capaz de mirarla a la cara.
—Tendrías que haberlo dicho antes —refunfuña—. Mentecata. Con estas cosas no se juega. —Se levanta la camisa y devuelve el cuchillo a su funda—. Llévame con tus amigos.
Despacio, Mai se enjuga las lágrimas. No le guarda rencor. Es adaptable, como suelen serlo los jóvenes. Una vez superado el mal trago, lo conduce obedientemente fuera del despacho.
Los trabajadores empiezan a congregarse en la planta de producción. Las grandes puertas se abren de par en par con estrépito y el sol entra a raudales en la inmensa estancia. Las motas de estiércol y polvo se arremolinan en los rayos de luz. Mai lo guía por la sala de refinado, pisando entre pálidos montoncitos de virutas, y entra en el cuarto de las fresadoras.
Sobre sus cabezas, las pantallas de algas inundan la habitación con el penetrante olor salobre del proceso de secado. Mai deja atrás las fresadoras y se agacha para pasar por debajo de la cadena. Al otro lado, los tanques de algas se yerguen en silenciosas hileras, repletos de vida y salitre. Más de la mitad de ellos presentan indicios de haber reducido la producción. Las algas apenas si cubren su superficie, a pesar de que el espesor de la espuma debería superar los diez centímetros después de toda una noche sin recogerse.
—Ahí —susurra Mai, señalando con el dedo. Kit y Srimuang están recostados contra una pared. Los dos miran a Hock Seng con ojos vidriosos. Hock Seng se acerca y se arrodilla frente a ellos, sin tocarlos.
—¿Han comido juntos?
—Me parece que no. No son amigos.
—¿No podría tratarse de cibiscosis? ¿O de roya? No. —Menea la cabeza—. La edad me embota los sentidos. No es ninguna de las dos. No tienen manchas de sangre en los labios.
Kit gime e intenta incorporarse. Hock Seng da un respingo y reprime el impulso de limpiarse las manos en la camisa. El otro, Srimuang, ofrece un aspecto todavía más deplorable.
—¿De qué se encargaba este?
Mai titubea.
—Creo que alimentaba los tanques. Vertía sacos de comida para peces para las algas.
Hock Seng siente un cosquilleo por toda la piel. Dos cuerpos. Tendidos junto a los tanques cuya productividad se había encargado él mismo de restaurar al máximo para complacer al señor Anderson, desviviéndose por complacerlo. ¿Casualidad? Se estremece, ve la habitación desde una nueva perspectiva. El contenido que rebosa de los tanques moja el suelo y forma charcos junto a las oxidadas rejillas de desagüe. Brotes de algas decoran la superficie líquida, alimentándose de los restos de nutrientes. Si hay algún problema con los tanques, los vectores serán innumerables.
Por instinto, Hock Seng empieza a secarse las manos, pero se detiene en seco, con la piel hormigueando de nuevo. El polvillo gris de la sala de refinado se adhiere a sus palmas, indicando el lugar donde apartó las cortinas al pasar. Está rodeado de vectores en potencia. Sobre su cabeza, las pantallas de secado cuelgan en suspensión, inundando la penumbra del almacén con sus hileras, una fila tras otra, recubiertas de espuma negruzca. De una de ellas cae una gota de agua. Se rompe en el suelo junto a su pie. Y con ella llega la percepción de otro sonido. No había reparado en él nunca cuando la fábrica estaba llena de personas. Pero ahora, en el silencio de esta mañana, está por todas partes: el tenue golpeteo de la lluvia que se desprende de las pantallas.
Hock Seng se pone en pie de repente, reprimiendo un ataque de pánico.
«No seas tonto. No sabes si se trata de las algas. La muerte tiene muchas caras. Podría ser cualquier tipo de enfermedad.»
La respiración de Kit suena curiosamente entrecortada en el silencio, su pecho es un fuelle estropeado.
—¿Cree usted que es una pandemia? —pregunta Mai.
Hock Seng la fulmina con la mirada.
—¡No pronuncies esas palabras! ¿Es que quieres que los demonios se nos echen encima? ¿Los camisas blancas? Como esto salga de aquí, cerrarán la fábrica. Nos moriremos de hambre como tarjetas amarillas.
—Pero...
Fuera, en la habitación principal, resuenan unas voces.
—Silencio, chiquilla. —Hock Seng le indica que se calle mientras se devana los sesos. Si los camisas blancas abrieran una investigación sería desastroso. El diablo extranjero del señor Lake tendría la excusa perfecta para clausurar la fábrica y para despedir a Hock Seng. Para enviarlo a las torres y dejar que se muriera de hambre. Para que muriera después de haber llegado tan lejos, cuando estaba tan cerca.
La fábrica sigue llenándose de ecos. Un megodonte suelta un gruñido. Las puertas traquetean. Las ruedas de transmisión principales cobran vida con estruendo cuando alguien realiza un ensayo en la cadena.
—¿Qué hacemos? —quiere saber Mai.
De soslayo, Hock Seng examina los tanques y las máquinas. Las habitaciones, vacías aún.
—¿Eres la única que sabe que están enfermos?
Mai asiente con la cabeza.
—Estaban así cuando llegué.
—¿Seguro? ¿No le dijiste a nadie más que ibas a buscarme? ¿No ha entrado nadie más aquí? ¿No había alguien contigo y a lo mejor pensó en tomarse el día libre al ver a estos dos?
Mai niega con la cabeza.
—No. Vine sola. Cerca de la entrada de la ciudad monto con un campesino. Me trae en su lancha, por los
khlongs
. Siempre llego temprano.
Hock Seng agacha la cabeza y mira a los dos hombres enfermos, y después a la niña. Los cuatro en la misma habitación. Cuatro. Se estremece ante la idea. Qué número más funesto, el cuatro.
Sz
. Cuatro.
Sz
. Muerte. Mejor sería tres, o dos...
O uno.
Uno es el número ideal para guardar un secreto. De forma inconsciente, la mano de Hock Seng se acerca al cuchillo, pensando en la chica. Complicado. Pero así y todo, menos complicado que el número cuatro.
La niña lleva la cabellera morena recogida en un moño alto y apretado para evitar que se enrede en las piezas de la cadena. Tiene el cuello desprotegido. Sus ojos no albergan ninguna sospecha. Hock Seng aparta la mirada y vuelve a estudiar los cuerpos, haciendo cábalas, pensando en números poco propicios. Cuatro, cuatro, cuatro. Muerte. Uno sería más deseable. Uno sería lo mejor. Respira hondo y toma una decisión. Estira el brazo hacia Mai.
—Ven aquí.
La niña vacila. Hock Seng frunce el ceño y le indica que se acerque.
—Quieres conservar tu empleo, ¿verdad?
Mai asiente con la cabeza, despacio.
—Pues ven. Estos dos tienen que ir a un hospital, ¿vale? Aquí no podemos ayudarles. Y dos hombres enfermos tirados junto a los tanques de algas no le harán ningún favor a nadie. No si queremos seguir teniendo algo que llevarnos a la boca. Sácalos de aquí y reúnete conmigo en la puerta de al lado. No cruces la sala principal. La de al lado. Pasa por debajo de la cadena con ellos y ve por el acceso de servicio. La puerta de al lado, ¿entendido?
Mai asiente dubitativa. Hock Seng da una palmada para espolearla.
—¡Pues venga! ¡Deprisa! ¡Llévatelos a rastras si hace falta! —Indica los cuerpos—. Pronto llegarán los demás. Una persona lo tiene complicado para guardar un secreto, y aquí estamos nosotros, cuatro. Hagamos que sea al menos un secreto entre dos. Cualquier cosa es preferible al cuatro. —«Muerte.»
Mai jadea, atemorizada, antes de entornar los ojos con gesto decidido. Se pone en cuclillas para bregar con el cuerpo de Kit. Hock Seng se queda observando hasta que la muchacha empieza a alejarse, y sale agachándose.
En la habitación principal, los obreros continúan guardando el almuerzo y riendo. Nadie tiene prisa. Los thais son holgazanes. Si fueran tarjetas amarillas chinos habrían empezado a trabajar ya y todo estaría perdido. Por una vez, Hock Seng se alegra de trabajar con tailandeses. Todavía le queda un poco de tiempo. Vuelve a agacharse para salir por la puerta lateral.
Una vez fuera, el callejón está desierto. Las altas paredes de la fábrica flanquean el angosto camino. Hock Seng trota hacia la calle Phosri y su amasijo de puestos de comida, fideos humeantes y niños harapientos. Una bicicleta con rickshaw cruza por delante de la abertura.
—¡
Wei
! —exclama—. ¡
Samloh! ¡Samloh
! ¡Espera! —Pero está demasiado lejos.
Renquea hasta la intersección, con cuidado de no cargar demasiado peso sobre la rodilla mala, y atisba otro rickshaw. Llama al conductor por señas. El tipo mira atrás de reojo para ver si hay algún competidor cerca y gira hacia Hock Seng pedaleando sin ninguna prisa, dejándose transportar por la ligera pendiente de la calle.
—¡Rápido! —grita Hock Seng—. ¡
Kuai yidian
, follaperros!
El hombre hace oídos sordos a los insultos y deja que la bicicleta ruede hasta detenerse.
—¿Me llamaba usted,
khun
?
Hock Seng monta y hace una seña en dirección a la callejuela.
—Tengo clientes para ti, si te das prisa.
El hombre suelta un gruñido y entra en el estrecho pasadizo. La cadena de la bicicleta repiquetea con parsimonia. Hock Seng rechina los dientes.
—Te pagaré el doble. ¡Deprisa! ¡Deprisa! —apremia al hombre, que se apoya en los pedales con un ápice más de empeño, aunque sigue remoloneando como un megodonte.
Mai aparece delante de ellos. Por un momento Hock Seng teme que haya cometido la estupidez de sacar los cuerpos antes de que llegue el rickshaw, pero no ve a Kit por ninguna parte. La pequeña espera hasta que el rickshaw se acerca para volver a desaparecer adentro y regresar arrastrando al primer trabajador incoherente.
El conductor del rickshaw titubea al ver el cuerpo, pero Hock Seng se inclina sobre su hombro y sisea:
—Te pagaré el triple. —Agarra a Kit y lo aúpa al asiento del rickshaw antes de que el tipo tenga ocasión de protestar. Mai vuelve a perderse de vista en el interior del edificio.
El conductor del rickshaw observa a Kit.
—¿Qué le pasa?
—Se ha emborrachado —responde Hock Seng—. Con un amigo. Como los pille el jefe, los despedirá.
—No parece borracho.
—Lo está.
—No. Parece...
Hock Seng clava la mirada en el hombre.
—Los camisas blancas te echarán el lazo igual que a mí, no lo dudes. Él está en tu vehículo, y tú estás respirando en su presencia.
El conductor del rickshaw pone los ojos como platos. Se aparta. Hock Seng confirma sus sospechas con un cabeceo, sosteniéndole la mirada.
—Ya no tiene sentido quejarse. Te digo que están borrachos. Cuando vuelvas, te pagaré el triple.
Mai reaparece con el segundo trabajador y Hock Seng la ayuda a subirlo al asiento. Le indica a Mai que monte en el rickshaw con los hombres.
—Hospitales —dice. Se arrima—. Pero distintos, ¿de acuerdo?
Mai asiente enérgicamente.
—Bien. Chica lista. —Hock Seng da un paso atrás—. ¡En marcha! ¡Vamos! ¡Deprisa!
El conductor del rickshaw empieza a pedalear, mucho más rápido que antes. Hock Seng se queda viendo cómo se alejan. Las cabezas de los tres pasajeros y el dueño del vehículo oscilan y se mecen al compás de las ruedas que tropiezan con el empedrado. Hock Seng hace una mueca. Otra vez cuatro. Mala cifra, sin duda. Se obliga a contener la paranoia mientras se pregunta si últimamente habrá perdido el sentido de la estrategia. Un anciano asustado de su propia sombra.
¿Sería mejor para él que Mai, Kit y Srimuang fueran pasto de los
plaa
de aletas rojas en las turbias aguas del río Chao Phraya? ¿Estaría más a salvo si no fueran más que una colección de apéndices anónimos flotando entre las chapoteantes carpas voraces?
Cuatro.
Sz
. Muerte.
La proximidad de la enfermedad le pone la piel de gallina. Sin darse cuenta, frota las manos contra los pantalones. Tendrá que bañarse. Restregarse con un cepillo empapado en disolvente de cloro y rezar para que dé resultado. El conductor del rickshaw se pierde de vista con su cargamento de apestados. Hock Seng regresa al interior, a la planta de la fábrica donde traquetean las cadenas mientras dan vueltas de prueba y continúan resonando los saludos.