Authors: Paolo Bacigalupi
Su sangre es un reguero de fuego. La escalera está en llamas. Tropieza. Se apoya en una pared. Incluso el calor del cemento es preferible al de su piel. Empieza a marearse, pero se obliga a reanudar la marcha. Sobre su cabeza, los hombres vociferan, persiguiéndola. Sus botas resuenan atronadoras en los escalones.
Una vuelta, y otra más, siempre hacia abajo. Se abre paso a empujones entre los grupos de personas que encuentra en su camino, se sumerge en la masa de vecinos desalojados por la redada. El horno que arde en su interior le produce alucinaciones.
Diminutas cuentas de sudor perlan su piel, poniendo a prueba los absurdos límites de sus poros de diseño, pero el calor y la humedad conspiran para impedir que eso la refresque. Es la primera vez que siente esas gotas en la piel. Siempre está seca...
Golpea de refilón a un hombre y este se aparta de un salto, sorprendido por la incandescencia de su piel. Está ardiendo. No puede confundirse entre estas personas. Sus piernas se mueven como las páginas secuenciadas de un libro de animación infantil, deprisa, deprisa, deprisa, pero sincopadamente. Todas las miradas están puestas en ella.
Da la espalda al hueco de la escalera y cruza una puerta, recorre un pasillo dando bandazos, se apoya en una pared, sin aliento. Le cuesta mantener los ojos abiertos con el fuego que arde en su interior.
«He saltado», piensa.
«He saltado.»
Adrenalina y conmoción. Un cóctel terrorífico, un vertiginoso colocón de anfetaminas. Está tiritando. Temblores de neoser. Está hirviendo. Se siente desfallecer. Se aplasta contra la pared, intentando absorber su frescor.
«Necesito agua. Hielo.»
Emiko intenta acompasar la respiración, escuchar, discernir por dónde pueden llegar los exterminadores, pero está mareada y aturdida. ¿Cuánto ha bajado? ¿Cuántos pisos?
«No dejes de moverte. No dejes de moverte.»
En vez de eso, se desploma.
El suelo está frío. El aliento entra y sale de sus pulmones como una sierra. Se le ha roto el sujetador. Tiene sangre en los brazos y en las manos, allí donde atravesaron el cristal. Se estira cuan larga es, extendiendo los dedos, presionando las palmas contra las baldosas, intentando absorber el frío del suelo. Se le cierran los ojos.
«¡Levántate!»
Pero no puede. Intenta controlar su corazón desbocado y aguzar el oído por si sus perseguidores estuvieran cerca, pero casi no puede respirar. Está ardiendo, y el suelo está frío.
Unas manos se cierran en torno a ella. Exclamaciones. La sueltan. Vuelven a agarrarla. A continuación está rodeada de camisas blancas que la arrastran escaleras abajo, y se alegra, agradece que por fin vayan a sacarla al delicioso aire nocturno, aunque la cubran de insultos y manotazos.
Sus palabras no significan nada para ella. No logra entender nada. Son solo sonidos que resuenan en medio de la oscuridad y el calor mareante. No hablan japonés, ni siquiera son seres civilizados. Ninguno de ellos es óptimo...
Salpicaduras de agua. Se atraganta, se asfixia. Otra inundación, en su boca, en su nariz, ahogándola.
La zarandean. Le gritan a la cara. La abofetean. Le hacen preguntas. Exigen respuestas.
Le agarran el pelo y le hunden la cara en un cubo de agua, intentando ahogarla, castigarla, matarla, y ella solo es capaz de pensar «gracias gracias gracias gracias» porque un científico la diseñó óptima, y este despojo de chica mecánica que ahora debe soportar sus insultos y sus bofetadas pronto se habrá enfriado.
Hay camisas blancas por todas partes: inspeccionando permisos, registrando puestos de comida, confiscando metano. Hock Seng ha tardado horas en cruzar la ciudad. Circulan rumores de que todos los chinos malayos han sido internados en las torres de los tarjetas amarillas. De que están a punto de ser embarcados al sur, de regreso al otro lado de la frontera, donde estarán a merced de los pañuelos verdes. Hock Seng presta atención a todos los susurros mientras recorre furtivamente los callejones en dirección a su dinero en efectivo y sus gemas, enviando a la nativa Mai por delante de él, aprovechando su acento local para sondear el terreno.
Cuando anochece, se encuentran aún lejos de su destino. El dinero robado de SpringLife pesa como una losa. A veces le asalta el temor de que Mai se vuelva en su contra de repente y lo denuncie a los camisas blancas a cambio de una parte del botín que lleva encima. Otras, la confunde con una boca que alimentar, y desearía ser capaz de protegerla de todo lo que se avecina.
«Me estoy volviendo loco. Confundir a una estúpida mocosa tailandesa con una de mis hijas», piensa.
Y sin embargo sigue confiando en la delgaducha muchacha, hija de pescadores, quien antes demostró ser tan obediente cuando a él aún le quedaba un ápice de autoridad, y por quien reza para que no se vuelva contra él ahora que es un blanco humano.
La oscuridad es absoluta.
—¿Por qué tienes tanto miedo? —pregunta Mai.
Hock Seng se encoge de hombros. La niña no comprende, no puede comprender, los matices que les rodean. Para ella se trata de un juego. Aterrador, sí, pero un juego al fin y al cabo.
—Cuando los morenos se rebelaron contra los amarillos en Malasia, fue igual que ahora. En un abrir y cerrar de ojos, todo había cambiado. Los fanáticos religiosos se presentaron con sus pañuelos verdes en la cabeza y sus machetes... —Se encoge de hombros—. Cuanto más precavidos seamos, mejor.
Se asoma a la calle desde su escondrijo y vuelve a agachar la cabeza. Un camisa blanca está encolando otro retrato del Tigre de Bangkok, enmarcado en caracteres negros que rezan: Jaidee Rojjanasukchai. Qué rápido ha pasado de caer en desgracia a levantar el vuelo como un pájaro hacia la santidad. Hock Seng hace una mueca. Un ejemplo de cómo funciona la política.
El camisa blanca sigue su camino. Hock Seng vuelve a inspeccionar la calle. La gente empieza a salir, animada por el relativo frescor de la noche. Caminan envueltos en la penumbra cargada de humedad, haciendo recados, comprando alimentos, buscando su carro de
som tam
predilecto. Los uniformes blancos se tiñen de verde con el resplandor del metano legal. Las patrullas husmean como chacales en busca de animales heridos. Delante de los escaparates y los hogares se han erigido pequeños altares en honor a Jaidee. Su rostro aparece rodeado de velas titilantes y margaritas en señal de solidaridad, implorando su protección frente a la ira de los camisas blancas.
Las ondas de Radio Nacional están cargadas de acusaciones. El general Pracha habla de la necesidad de defender al reino de aquellas personas, precavidamente anónimas, que conspiran para destruirlo. Su voz llega al pueblo entrecortada, metalizada por las radios de manivela. Tenderos y amas de casa. Mendigos y niños. El verde de las lámparas de metano vuelve la piel lustrosa, un carnaval. Pero en medio del bullicio de sarongs y
pha sin
, de los tratantes de megodontes rojos y dorados, siempre hay algún camisa blanca de mirada cruel en busca de la menor excusa para dar rienda suelta a su rabia.
—Vamos. —Hock Seng da un empujoncito a Mai para que se adelante—. A ver si es seguro.
Mai regresa instantes después, haciéndole señas, y reanudan la marcha, abriéndose paso entre el gentío. Las bolsas de silencio les advierten de la proximidad de los camisas blancas, el temor trunca las risas de los amantes, las carreras de los chiquillos. Las cabezas se agachan al paso de los camisas blancas. Hock Seng y Mai dejan atrás un mercado nocturno. Sus ojos se posan en las velas, los fideos fritos, los destellos de los cheshires.
Surgen gritos frente a ellos. Mai se adelanta corriendo para explorar. Vuelve enseguida y tira a Hock Seng de la mano.
—
Khun
. Deprisa. Están distraídos. —Pasan junto a un enjambre de camisas blancas y el objeto de sus atenciones.
Una mujer mayor está tendida junto a su carro, con su hija a su lado, agarrándose una rodilla lastimada. Una nube de curiosos asiste a los esfuerzos de la hija por poner en pie a su madre.
A su alrededor hay cristales rotos, los restos destrozados de los recipientes que contenían sus ingredientes. Las esquirlas rutilan bañadas en salsa de pimientos, entre vainas de judías, encima de rodajas de lima, como diamantes bajo la luz verde del metano. Los camisas blancas rastrillan los ingredientes de la anciana con sus porras.
—Venga, tía, debe de haber más dinero por aquí. Creías que podías sobornar a los camisas blancas, pero no te llega ni de lejos para quemar combustible ilegal.
—¿A qué viene esto? —exclama la hija—. ¿Qué hemos hecho nosotras?
El camisa blanca la mira fríamente.
—Subestimarnos. —Su porra vuelve a caer sobre la rodilla de la madre. La mujer profiere un alarido y la hija se acobarda.
El camisa blanca llama a sus hombres.
—Dejad la bombona de metano con las demás. Todavía nos faltan tres calles. —Se vuelve hacia la multitud que observa en silencio. Hock Seng se queda paralizado cuando la mirada del agente se posa en él.
«No corras. No sucumbas al pánico. Podrás pasar inadvertido mientras mantengas la boca cerrada.»
El camisa blanca sonríe a los curiosos.
—Contadles a vuestros amigos lo que acabáis de presenciar. No somos perros a los que podéis alimentar con despojos. Somos tigres. Temednos. —Dicho esto, enarbola la porra y la multitud se dispersa; Hock Seng y Mai los primeros.
A una manzana de distancia, Hock Seng se apoya en una pared, jadeando a causa del esfuerzo de su huida. La ciudad se ha convertido en un monstruo. Todas las calles contienen alguna amenaza.
Al final del callejón, una radio de manivela emite más noticias cargadas de estática. Se han cerrado los muelles y las fábricas. Únicamente quienes dispongan de los permisos oportunos podrán acceder al rompeolas.
Hock Seng contiene un escalofrío. La historia se repite. Los muros empiezan a levantarse y él está encerrado en la ciudad, como una rata en su trampa. Reprime un ataque de pánico. Lo había previsto. Cuenta con planes de emergencia. Pero antes debe llegar a casa.
«Bangkok no es Malaca. Esta vez estás preparado.»
Al cabo, las chozas y los olores característicos del poblado de Yaowarat empiezan a rodearlos. Se deslizan por pasadizos angostos. Se cruzan con personas que no le conocen. Contiene otra punzada de temor. Como los camisas blancas hayan hablado con los padrinos del suburbio, podría correr peligro. Se obliga a descartar esa idea, abre la puerta de su chabola y conduce a Mai al interior.
—Te has portado bien. —Mete la mano en la bolsa y saca un puñado de dinero robado—. Si quieres más, ven a verme mañana.
La niña se queda mirando fijamente la fortuna que con tanta indiferencia acaba de regalarle.
Lo más prudente sería estrangularla y eliminar así la posibilidad de que lo traicione para conseguir el resto de sus ahorros. Aparta esa idea de su mente. Mai ha sido leal. Tiene que confiar en alguien. Y es tailandesa, algo muy útil cuando los tarjetas amarillas se vuelven de repente tan prescindibles como los cheshires.
Mai coge el dinero y se lo guarda en un bolsillo.
—¿Sabrás salir de aquí?
La niña sonríe.
—No soy tarjeta amarilla. No tengo nada que temer.
Hock Seng se obliga a sonreír a su vez, pensando que la pequeña no sabe cuán poco le importa a nadie separar el grano de la paja cuando lo único que se pretende es incendiar todo el campo.
—¡Me cago en el general Pracha y en todos los camisas blancas!
Carlyle aporrea la barandilla del apartamento. Está sin afeitar y sin bañar. Hace una semana que no pisa el Victoria, gracias al bloqueo del distrito
farang
. Su atuendo empieza a acusar los estragos del trópico.
—Han cerrado los amarraderos y las esclusas. Han prohibido el acceso a los muelles. —Se vuelve y regresa adentro. Se sirve un trago—. Putos camisas blancas.
Anderson no puede evitar sonreír ante la indignación de Carlyle.
—Te advertí sobre las consecuencias de meterse con las cobras.
Carlyle frunce el ceño.
—No fui yo. A alguien de Comercio se le ocurrió una idea genial y se pasó de listo. Puto Jaidee —masculla—. Tendría que haber sabido lo que podía pasar.
—¿Se trata de Akkarat?
—No es tan imbécil.
—En fin, supongo que da igual. —Anderson brinda con su whisky caliente—. Una semana de encierro, y parece que los camisas blancas no han hecho más que empezar.
Carlyle echa chispas por los ojos.
—No pongas esa cara de satisfacción. Sé que tú también lo estás pasando mal.
Anderson bebe un sorbo.
—Sinceramente, no puedo decir que me importe. La fábrica era útil. Ahora ha dejado de serlo. —Se inclina hacia delante—. Lo que me interesa saber es si Akkarat ha hecho los deberes como aseguras. —Ladea la cabeza en dirección a la ciudad—. Porque me da la impresión de que no da abasto.
—¿Y eso te parece gracioso?
—Lo que me parece es que, si está solo, necesitará amigos. Quiero que vuelvas a ponerte en contacto con él. Ofrécele nuestro apoyo incondicional para superar esta crisis.
—¿Tienes una oferta mejor que la que le llevó a amenazar con echarte a los megodontes?
—El precio es el mismo. El regalo es el mismo. —Anderson toma otro trago—. Pero puede que ahora Akkarat se muestre más dispuesto a escuchar.
Carlyle contempla fijamente el resplandor de las lámparas de metano. Arruga la frente.
—Cada día que pasa me cuesta dinero.
—Creía que lo tenías todo previsto con tus bombas.
—Deja de regodearte. —Carlyle frunce el ceño—. Ni siquiera puedes amenazar a esos cabrones. No reciben a ningún mensajero.
Anderson esboza una leve sonrisa.
—En fin, no me apetece esperar a los monzones para que los camisas blancas entren en razón. Organiza una reunión con Akkarat. Podemos ofrecerle toda la ayuda que necesite.
—¿Qué pretendes, llegar a nado a Koh Angrit y volver encabezando una revolución? ¿Con qué? ¿Con un par de burócratas y capitanes de puerto? ¿Con algún viajante imberbe de los que se pasan el día bebiendo y esperando a que el reino se muera de hambre y levante los embargos? Menuda amenaza.
Anderson sonríe.
—Si venimos, lo haremos desde Birmania. Y nadie se dará cuenta hasta que ya sea demasiado tarde. —Sostiene la mirada de Carlyle hasta que este gira la cabeza.