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Authors: Paolo Bacigalupi

La chica mecánica (39 page)

BOOK: La chica mecánica
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Kanya se imagina a Jaidee llenando esta caja después de haber perdido ya a Chaya, a punto de perder todo lo demás. No es ninguna sorpresa que no se tomara la molestia de ser más ordenado. Revuelve las cosas. Encuentra una fotografía de Jaidee en su época de cadete, de pie junto a Pracha, ambos con aspecto lozano y confiado. La saca, pensativa, y la deja encima de la mesa.

Levanta la cabeza. La anciana ha salido de la habitación, pero Niwat y Surat siguen allí, observándola como una pareja de cuervos. Les ofrece la foto. Al cabo de un momento, Niwat estira el brazo y la coge, se la enseña a su hermano.

Kanya se apresura a inspeccionar el resto de la caja. Todo lo demás parece ser propiedad del ministerio. Se siente mezquinamente aliviada; así pues, no hará falta que vuelva. Le llama la atención una cajita de teca. La abre. Medallas de los campeonatos de
muay thai
de Jaidee, resplandecientes. Kanya se las entrega a los silenciosos muchachos, que se arraciman en torno a la prueba de los triunfos de su padre mientras Kanya termina de revisar los papeles.

—Aquí dentro hay algo —dice Niwat, con un sobre en la mano—. ¿Esto también es para nosotros?

—¿Estaba con las medallas? —Kanya se encoge de hombros y sigue inspeccionando el interior de la caja—. ¿Qué hay dentro?

—Fotos.

Kanya levanta la cabeza, intrigada.

—A ver.

Niwat se las da. Kanya les echa un vistazo. Al parecer se trata de un registro de sospechosos en los que Jaidee estaba interesado. Akkarat figura en varias de ellas.
Farang
. Muchas fotos de
farang
. Imágenes de hombres y mujeres sonrientes que rodean al ministro como fantasmas, deseando chuparle la sangre. Akkarat, ignorante, sonríe con ellos, encantado de encontrarse en su compañía. Kanya baraja más fotografías. Caras desconocidas. Comerciantes
farang
, seguramente. Aquí hay uno gordo, atiborrado de calorías en el extranjero, quizá un representante de PurCal o AgriGen de visita desde Koh Angrit, con la esperanza de cultivar favores en un reino que acaba de reabrir sus puertas, donde Comercio está en auge. Aquí otro, el tal Carlyle que había perdido un dirigible. Kanya sonríe ligeramente. Cómo debió de escocerle eso. Pasa la foto y se queda sin aliento, asombrada.

—¿Qué pasa? —pregunta Niwat—. ¿Qué ocurre?

—Nada —se obliga a responder Kanya—. No es nada.

En la fotografía sale ella, bebiendo con Akkarat en su barco de placer. La lente está lejos, la calidad de la imagen es mala, pero se trata de ella, sin la menor duda.

«Jaidee lo sabía.»

Kanya se queda mirando fijamente la imagen durante mucho tiempo, obligándose a respirar. Contemplando la foto. Meditando sobre el
kamma
y el deber mientras los hijos de Jaidee la observan solemnes. Meditando sobre su jefe, quien jamás le había mencionado esta foto. Meditando sobre las cosas que sabe alguien de la talla de Jaidee, las cosas que no revela, y el precio de sus secretos. Estudia la fotografía, debatiendo consigo misma. Al cabo, la separa del resto y la guarda en un bolsillo. Devuelve las demás al interior del sobre.

—¿Era una pista?

Kanya asiente solemnemente con la cabeza. Los muchachos imitan su gesto. No hacen más preguntas. Son buenos chicos.

Inspecciona el resto de la habitación con esmero, buscando más pruebas que se le podrían haber pasado por alto, pero no encuentra nada. Cuando termina, se agacha para levantar la caja que contiene los archivos y el equipo. Es pesada, pero no tanto como la fotografía que acecha ahora como una cobra enroscada en el bolsillo de su pechera.

En la calle, al aire libre, se obliga a llenarse los pulmones de aire. El hedor de la vergüenza le congestiona la nariz. No es capaz de volver la vista atrás para despedirse de los niños que aguardan en el umbral. Los huérfanos que deben pagar el precio del inquebrantable valor de su padre, que sufren porque su padre eligió un oponente digno de él. En vez de amedrentar a los vendedores de fideos en el mercado nocturno, escogió una némesis real, implacable y despiadada. Kanya cierra los ojos.

«Intenté avisarte. No deberías haber ido. Lo intenté.»

Engancha la caja a la cesta de su bicicleta y cruza el complejo pedaleando. Para cuando llega al edificio principal de administración, ya ha recuperado la compostura.

El general Pracha se encuentra de pie a la sombra de un bananero, fumando un Gold Leaf. A Kanya le sorprende ser capaz de mirarle a la cara. Se acerca y hace un
wai
.

El general asiente con la cabeza, aceptando el saludo de Kanya.

—¿Tienes sus pertenencias?

Kanya asiente en silencio.

—¿Y has visto a sus hijos?

Kanya vuelve a asentir.

Pracha arruga la frente.

—Se mean en nuestra casa. Nos dejan su cuerpo en nuestra propia puerta. Debería ser imposible, y sin embargo aquí, dentro de nuestro propio ministerio, nos desafían. —Aplasta el cigarrillo—. Capitana Kanya, tú quedas al mando. Los hombres de Jaidee son tuyos. Es hora de combatir como siempre quiso Jaidee. Haz que el Ministerio de Comercio sangre, capitana. Salva nuestro orgullo.

21

Al filo del precipicio de la torre en ruinas, Emiko mira fijamente hacia el norte.

Lo hace todos los días desde que Raleigh confirmó la existencia del refugio de los neoseres. Desde que Anderson-sama sugirió la posibilidad. No puede evitarlo. Incluso cuando yace en los brazos de Anderson-sama, incluso cuando la invita a quedarse con él, pagando las multas del bar durante días seguidos, no puede evitar soñar con ese lugar donde no existen los amos.

El norte.

Respira hondo, aspirando el olor del mar, del estiércol quemado y de las orquídeas en flor. A sus pies, el amplio delta del Chao Phraya acaricia las compuertas y los diques de Bangkok. En la orilla lejana, Thonburi flota como puede sobre balsas de bambú y casas elevadas. El
prang
del Templo del Amanecer sobresale de las aguas, rodeado por los cascotes de la ciudad sumergida.

El norte.

Unas voces procedentes de abajo ponen fin a sus ensoñaciones. Su cerebro tarda unos instantes en traducir el ruido que se filtra hasta ella, pero su mente cambia del japonés al tailandés y los sonidos se transforman en palabras. Palabras que se convierten en gritos.

—¡Silencio!

—¡
Mai ao
! ¡No! ¡No nonono!

—¡Túmbate! ¡
Map lohng dieow nee
! ¡Boca abajo!

—¡Por favor porfavorporfavor!

—¡Que te tumbes!

Emiko ladea la cabeza, escuchando el altercado. Tiene buen oído, otra cosa que le dieron los científicos, junto con la piel tersa y el instinto canino de obedecer. Escucha. Más gritos. El golpeteo de pisadas y algo que se rompe. Se le eriza el vello de la nuca. Lo único que lleva puesto es un tanga y un sujetador con tirantes. El resto de su atuendo está abajo, esperando el momento de ponerse la ropa de calle.

Continúan filtrándose los gritos. Un alarido de dolor. Un dolor animal, primigenio.

Camisas blancas. Una redada. Un torrente de adrenalina recorre todo su ser. Tiene que escapar del tejado antes de que lleguen. Emiko se vuelve y encamina sus pasos hacia la puerta, pero se detiene en seco al llegar al hueco de la escalera, donde resuenan pasos.

—Escuadrón Tres. ¡Despejado!

—¿Y el ala?

—¡Despejada!

Emiko cierra la puerta de un empujón y apoya la espalda en ella, atrapada. Ya han empezado a obstruir la escalera. Mira alrededor del tejado, buscando otra vía de escape.

—¡Registrad la azotea!

Emiko corre hacia la cornisa de la torre. El primer balcón se extiende diez metros más abajo, adosado a un ático que recuerda la época de mayor esplendor del edificio. Contempla fijamente el diminuto balcón, mareada. Más abajo no hay nada salvo la caída hasta la calle y las personas que la pueblan como termitas negras.

Las rachas de viento tiran de ella hacia el borde. Emiko se tambalea y recupera el equilibrio a duras penas. Es como si los espíritus del aire estuvieran intentando matarla. Vuelve a fijar la mirada en el balcón. No. Es imposible.

Se da la vuelta y regresa corriendo a la puerta, buscando algo con lo que atrancarla. La azotea está sembrada de fragmentos de ladrillos y tejas, además de la ropa colgada en los tendales, pero nada... Encuentra los restos de una escoba vieja. Se apresura a agarrarla y la afianza contra el marco de la puerta.

Los goznes están tan oxidados que la presión ejercida basta para combar la hoja. Empuja el palo de la escoba con más fuerza, haciendo una mueca. El WeatherAll de la escoba es más robusto que el metal de la puerta.

Emiko mira a su alrededor en busca de otra solución. Ya ha empezado a recalentarse de tanto correr de un lado para otro como una rata asustada. El sol es una gran pelota roja que se hunde en el horizonte. Sombras alargadas se estiran sobre la deteriorada superficie del tejado del edificio. Gira hasta trazar un círculo completo, aterrada. Su mirada se posa en la colada y en los tendales. Tal vez podría utilizar las cuerdas para descender. Corre hasta una de ellas e intenta arrancarla, pero es recia y está bien sujeta. No quiere soltarse. Tira de nuevo.

La puerta se estremece a su espalda. Una voz maldice al otro lado.

—¡Abran! —La puerta salta en el marco cuando alguien la embiste, intentando derribar el improvisado puntal de Emiko.

Inexplicablemente, oye la voz de Gendo-sama dentro de su cabeza, diciéndole que es perfecta. Óptima. Sublime. Hace una mueca ante las palabras del viejo malnacido mientras propina otro tirón a la cuerda, aborreciéndolo, aborreciendo a la vieja serpiente que la amaba y se deshizo de ella. La cuerda le corta las manos pero se niega a rendirse. Gendo-sama. Menudo traidor. Emiko morirá porque es óptima, pero no lo suficiente para obtener un billete de vuelta.

«Me estoy abrasando.»

Óptima.

Otro porrazo a su espalda. La puerta se astilla. Renuncia a la cuerda. Vuelve a girar sobre los talones, desesperada por encontrar una solución. A su alrededor solo hay cascotes y el cielo abierto. Lo mismo podría estar a mil kilómetros de altura. Una altura óptima.

Una bisagra salta de su sitio, proyectando en todas direcciones una lluvia de fragmentos metálicos. La puerta se comba. Tras echar un último vistazo atrás por encima del hombro, Emiko sale disparada hacia el borde del edificio, esperando aún que se produzca un milagro. Que haya una manera de descender.

Se detiene al llegar a la cornisa, haciendo molinetes con los brazos. El precipicio abre las fauces a sus pies. El viento tira de ella. No hay nada. Ningún asidero. Ninguna forma de bajar. Vuelve a mirar atrás, a los tendales. Si pudiera...

La puerta se libera de sus goznes. Una pareja de camisas blancas cruzan el umbral atropelladamente, a trompicones, pistolas de resortes en mano. Al verla, aprovechan el impulso para correr hacia ella.

—¡Alto! ¡Ven aquí!

Emiko se asoma al filo de la cornisa. Los peatones son meros puntitos a sus pies; el balcón tiene el tamaño de un sello postal.

—¡Alto! ¡
Yoot dieow nee
! ¡Detente!

Los camisas blancas corren tan deprisa como pueden, y sin embargo, por extraño que parezca, de repente parecen muy lentos. Tan lentos como la miel en un día frío.

Emiko los observa asombrada. Ya han cubierto la mitad del tejado, pero avanzan muy, muy despacio. Es como si corrieran entre gachas de arroz. Todos sus movimientos se ralentizan. Qué lentos. Tan lentos como el hombre que la persiguió por los callejones e intentó apuñalarla. Tan lentos...

Emiko sonríe. Óptima. Se yergue sobre la cornisa de la azotea.

Los camisas blancas abren la boca para gritar algo más. Sus pistolas de resortes se levantan, buscándola. Emiko ve que las bocas rasgadas de los cañones convergen sobre ella. Distraída, se pregunta si no será ella la lenta. O la gravedad misma.

El viento sopla a su alrededor, llamándola. Los espíritus del aire tiran de ella, agitan frente a sus ojos una red negra trenzada con sus propios cabellos. La aparta. Dedica una sonrisa serena a los camisas blancas que corren todavía, que siguen apuntando sus pistolas de resortes, y da un paso atrás hacia el vacío. Los ojos de los camisas blancas se abren desmesuradamente. Sus armas escupen fogonazos carmesíes, escupiendo discos en dirección a ella. Una, dos, tres... las cuenta al vuelo... cuatro, cinco...

La gravedad se apodera de ella. Los hombres y sus proyectiles se pierden de vista. Se estrella contra el balcón. Se pega con las rodillas en la barbilla. Se tuerce un tobillo, que emite un chirrido metálico. Rueda hasta chocar con la barandilla del balcón, que se hace añicos y se desintegra. Emiko se precipita en caída libre. Mientras desciende, estira el brazo hacia una desvencijada balaustrada de cobre. Se detiene en seco y se queda colgando sobre el abismo.

A su alrededor solo se abren las fauces del vacío, invitándola a seguir cayendo. Las ráfagas de aire caliente tiran de ella. Jadeando, Emiko se encarama al balcón inclinado. Tiembla de pies a cabeza, siente todo el cuerpo dolorido, y no obstante todavía le responden los brazos. No se ha roto ni un solo hueso en la caída. «Óptima.» Logra afianzar una pierna en el balcón y trepa hasta una posición segura. El metal protesta. El balcón se comba bajo su peso, los viejos pernos comienzan a soltarse. Está ardiendo. Le gustaría desmayarse. Deslizarse de su precario asidero y caer libremente...

Gritos procedentes de arriba.

Emiko alza la mirada. Los camisas blancas se asoman al borde y la apuntan con sus armas de resortes. Una lluvia plateada de discos cae sobre ella. Los proyectiles rebotan, le laceran la piel, arrancan chispas del metal. El miedo le da fuerzas. Se impulsa buscando el santuario de las puertas de cristal del balcón. «Óptima.» Las puertas se hacen añicos. Se corta las palmas de las manos con los fragmentos de cristal. Una nube de esquirlas rutilantes la envuelve antes de cruzar el umbral e irrumpir en el apartamento corriendo a una velocidad cegadora. Los ocupantes de la vivienda se quedan mirándola boquiabiertos, asombrados, imposiblemente lentos...

Paralizados.

Emiko derriba otra puerta y sale al pasillo. Se encuentra rodeada de camisas blancas. Embiste contra ellos. Sus gritos de sorpresa suenan ralentizados mientras los deja atrás como una exhalación, escaleras abajo. Abajo, abajo, escaleras abajo, dejando a los camisas blancas muy lejos. Más gritos desde las alturas.

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