Authors: Paolo Bacigalupi
Hock Seng y sus hombres salen del laberinto de pasadizos y llegan a la calle. No se mueve nada. Incluso los conductores de rickshaws independientes se han puesto a cubierto. Un grupo de tenderos se arracima en torno a una radio de manivela. Hock Seng indica a sus hombres que esperen y se acerca a los oyentes.
—¿Qué noticias hay?
Una mujer levanta la cabeza.
—Radio Nacional dice que el protector...
—Sí, ya lo sé. ¿Qué más?
—El ministro Akkarat ha denunciado al general Pracha.
Está ocurriendo más deprisa de lo que esperaba. Hock Seng se incorpora y llama a Chan el Risueño y a los otros.
—En marcha. Se nos agotará el tiempo como no nos apresuremos.
Mientras se dirige a ellos, un camión enorme dobla la esquina con el motor revolucionado. El estruendo es increíble. Escupe nubes de gases de escape como una caldera de estiércol ilegal. Docenas de soldados de rasgos inexpresivos contemplan la calle desde la parte posterior mientras el vehículo prosigue su camino con un rugido. Hock Seng y sus hombres regresan al interior del callejón, tosiendo. Chan el Risueño vuelve a asomarse, sigue la trayectoria del camión.
—Funciona con diésel de carbón —musita extrañado—. Es el ejército.
Hock Seng se pregunta si se trata de partidarios del doce de diciembre, algún componente de los generales del nordeste que acude en ayuda del general Pracha para recapturar la Torre de Radio Nacional. O quizá sean aliados de Akkarat, apresurándose a asegurar las esclusas, los muelles o los amarraderos. O simples oportunistas que pretenden sacar partido del caos inminente. Hock Seng ve cómo desaparecen tras un recodo de la avenida. Heraldos de la tormenta, en cualquier caso.
Los últimos peatones buscan el refugio de sus hogares. Los tenderos están tapando sus escaparates desde dentro. El repicar y entrechocar de los candados se propaga por toda la calle. La ciudad sabe lo que está a punto de pasar.
Los recuerdos se agitan y se amontonan en la cabeza de Hock Seng. Callejones inundados de sangre. El olor del bambú verde en llamas, humeante. Busca la tranquilidad de la pistola de resortes y el machete. Es posible que la ciudad sea una jungla infestada de tigres, pero esta vez él no es ningún cervatillo indefenso huyendo de Malasia. Por fin ha aprendido la lección. Es posible prepararse para el caos.
Hace una seña a sus hombres.
—En marcha. Ha llegado el momento.
—¡No ha sido Pracha! ¡Él no tiene nada que ver con esto! —grita Kanya al teléfono de manivela, aunque daría lo mismo que estuviera desgañitándose tras los barrotes de una celda. No parece que Narong esté escuchándola. La línea crepita con voces entremezcladas y un zumbido de maquinaria, y Narong, aparentemente, está hablando con alguien que está a su lado, ininteligibles sus palabras.
La voz de Narong resuena con fuerza de repente, imponiéndose al ruido de fondo.
—Lo siento, tenemos nuestras fuentes.
Con la frente arrugada, Kanya contempla las circulares diseminadas encima de la mesa, las mismas que trajo Pai con una sonrisa torva. Algunas hablan del difunto somdet chaopraya, otras del general Pracha. Todas hablan de la chica mecánica asesina. La ciudad ya empieza a inundarse de ejemplares especiales de ¡
Sawatdee Krung Thep
! Kanya pasea la mirada sobre las palabras. Está repleta de incendiarias protestas contra los camisas blancas que cerraban muelles y amarraderos pero no pudieron proteger al somdet chaopraya de una sola invasora.
—Entonces, ¿estas circulares son vuestras?
El silencio de Narong es toda la respuesta que necesita.
—¿Por qué me pediste que investigara? —No logra ocultar la amargura que tiñe su voz—. Ya habíais empezado a actuar.
La voz glacial de Narong crepita en la línea.
—No estás en condiciones de hacer preguntas.
Su tono deja helada a Kanya.
—¿Ha sido Akkarat? —susurra atemorizada—. ¿Es él el responsable? Pracha asegura que Akkarat estaba implicado de alguna manera. ¿Ha sido él?
Otra pausa. ¿Reflexiva? Es imposible saberlo.
—No —responde Narong, al cabo—. Nosotros no somos los artífices.
—¿Y por eso deduces que tuvo que ser Pracha? —Baraja las licencias y los permisos que cubren su mesa—. ¡Te digo que no ha sido él! Tengo aquí todos los documentos del neoser. Pracha en persona me pidió que investigara. Que siguiera su pista. Tengo los documentos que fechan su llegada con la gente de Mishimoto. Tengo las órdenes de eliminación. Los visados. Todo.
—¿Quién firmó las órdenes de eliminación?
Kanya exhala un suspiro cargado de frustración.
—No puedo leer la firma. Necesito más tiempo para contrastar quién estaba de guardia en aquel momento.
—Y cuando termines, estarán inevitablemente muertos.
—Entonces, ¿por qué me encomendó Pracha la tarea de averiguar esta información? ¡No tiene sentido! He hablado con los agentes que aceptaron sobornos del bar. No son más que unos mocosos estúpidos que querían sacarse un dinero extra.
—Eso significa que es listo. Ha borrado sus huellas.
—¿Por qué odias tanto a Pracha?
—¿Por qué le quieres tú tanto? ¿No ordenó que incendiaran tu aldea?
—No por malicia.
—¿No? ¿No vendió los permisos de cría a otro poblado a la siguiente estación? ¿No los vendió y se forró los bolsillos con las ganancias?
Kanya enmudece. Narong modera el tono de su voz.
—Lo siento, Kanya. No podemos hacer nada. Estamos convencidos de su crimen. El palacio nos ha autorizado a resolver esto.
—¿Con disturbios? —Barre las circulares de encima de la mesa—. ¿Incendiando la ciudad? Por favor. Puede poner fin a todo esto. No es necesario. Puedo encontrar las pruebas que necesitamos. Puedo demostrar que el neoser no es de Pracha. Puedo demostrarlo.
—Estás demasiado implicada. Tus lealtades están divididas.
—Soy leal a la reina. Dame una oportunidad para detener esta locura.
Otra pausa.
—Puedo concederte tres horas. Si no tienes nada al anochecer, se acabó.
—¿Pero esperarás hasta entonces?
Kanya casi puede oír la sonrisa al otro lado de la línea.
—Lo haré.
Se corta la conexión. Kanya se queda sola en su despacho.
Jaidee se sienta encima de la mesa.
—Me pica la curiosidad. ¿Cómo piensas demostrar la inocencia de Pracha? Es evidente que fue él quien la plantó.
—¿Por qué no puedes dejarme en paz? —pregunta Kanya.
Jaidee sonríe.
—Porque es
sanuk
. Me hace gracia ver cómo corres de un lado para otro, intentando complacer a dos amos. —Hace una pausa, estudiándola—. ¿Qué más te da lo que le pase al general Pracha? No es tu verdadero jefe.
Kanya le lanza una mirada cargada de odio. Con un gesto, abarca los papeles diseminados por todo el despacho.
—Es exactamente igual que hace cinco años.
—Con Pracha y el primer ministro Surawong. Con las reuniones del doce de diciembre. —Jaidee contempla las circulares cargadas de rumores—. Solo que esta vez es Akkarat el que actúa contra nosotros. Así que no es exactamente igual.
Un megodonte brama al otro lado de la ventana del despacho. Jaidee sonríe.
—¿Oyes eso? Nos estamos armando. No podrás evitar de ninguna manera que estos dos toros viejos se embistan. Ni siquiera entiendo por qué querrías impedirlo. Pracha y Akkarat llevan años amenazándose con bufidos y resoplidos. Va siendo hora de que veamos un duelo decente.
—Esto no es
muay thai
, Jaidee.
—No. En eso llevas toda la razón. —Su sonrisa se tambalea por un momento.
Kanya mira fijamente las circulares, la colección de documentos relacionados con la importación del neoser. Este se encuentra en paradero desconocido. Pero aun así, lo trajeron los japoneses. Kanya estudia las notas: llegó a bordo de un dirigible procedente de Japón. Secretaria de dirección...
—Y asesina —tercia Jaidee.
—Cierra el pico. Estoy pensando.
Un neoser japonés. Un resto abandonado de la nación insular. Kanya se pone en pie de improviso, agarra la pistola de resortes y la hunde en su funda mientras recoge los papeles.
—¿Adónde vas? —pregunta Jaidee.
Kanya le dirige una sonrisita maliciosa.
—Si te lo dijera, perdería todo el
sanuk
.
El
phii
de Jaidee sonríe de oreja a oreja.
—Ahora empiezas a captar el espíritu de las cosas.
El gentío que rodea a Emiko no deja de crecer. La multitud la zarandea. No hay escapatoria. Está al descubierto, esperando a que la descubran.
Su impulso inicial es abrirse paso con uñas y dientes, luchar por su supervivencia, aunque no tenga la menor oportunidad de escapar de la masa de gente sin recalentarse. «No pienso morir como un animal. Les plantaré cara. Sangrarán.»
Reprime la oleada de pánico que amenaza con devorarla. Intenta recapacitar. Cada vez son más las personas que se apretujan contra ella, esforzándose por ver el letrero más de cerca. Está encajonada entre ellas, pero nadie se ha fijado todavía en Emiko. Mientras no se mueva...
La presión de la multitud es casi una ventaja. Apenas si puede temblar, mucho menos exhibir los movimientos sincopados que la delatarían.
«Despacio. Con cuidado.»
Emiko se apoya en los cuerpos que la rodean, empuja lentamente entre ellos, con la cabeza agachada, fingiendo que está sollozando, estremecida de dolor por el atentado contra el palacio. Mantiene la vista fija en los pies mientras atraviesa la multitud, abriéndose paso poco a poco hasta llegar a la periferia. La gente está apiñada en corrillos, llorando, sentada en el suelo, con la mirada perdida, conmocionada. Emiko se compadece de ellos. Se acuerda de Gendo-sama, montando en su dirigible después de decirle que le había hecho un favor al abandonarla en las calles de Krung Thep.
«Concéntrate», se dice, enfadada. Tiene que alejarse. Tiene que llegar al callejón, donde la gente no se fijará en ella. Esperar a que anochezca.
«Tu descripción está por todas partes: en los postes de las farolas de metano, en la calle, pisoteada por la muchedumbre. No tienes adónde ir.» Descarta esa idea. El callejón será suficiente. El callejón, lo primero. Después, un nuevo plan. No aparta la mirada del suelo. Se abraza a sí misma y llora lágrimas de cocodrilo. Arrastra los pies en dirección al callejón. Despacio. Despacio.
—¡Tú! ¡Ven aquí!
Emiko se queda paralizada. Se obliga a levantar lentamente la cabeza. Un hombre le hace señas, airado. Emiko abre la boca para decir algo, para protestar, pero alguien se le adelanta a su espalda.
—¿Tienes algún problema conmigo,
heeya
?
Un joven con un pañuelo amarillo en la cabeza, cargado con un puñado de octavillas, aparta a Emiko de un empujón.
—¿Qué es eso que llevas ahí, mocoso?
La discusión empieza a atraer a los curiosos. Los dos en discordia comienzan a gritar y a adoptar actitudes amenazadoras en un intento por determinar quién lleva la voz cantante. La gente empieza a elegir bando. A animar a uno o a otro. Envalentonado, el mayor abofetea al más joven e intenta quitarle el pañuelo amarillo.
—No apoyas a la reina. ¡Eres un traidor! —Arrebata las octavillas de manos del muchacho y las tira al suelo. Las pisotea—. ¡Largo de aquí! Y llévate las mentiras del
heeya
de Pracha contigo.
Mientras las hojas revolotean en medio de la multitud, Emiko atisba el rostro de Akkarat, caricaturizado, sonriendo mientras intenta engullir el Palacio Real.
El joven gatea detrás de las octavillas.
—¡No son mentiras! Akkarat quiere derrocar a la reina. ¡Es evidente!
Algunos integrantes de la multitud lo abuchean, pero otros celebran sus palabras con voces de ánimo. El muchacho le da la espalda al hombre y se dirige a los curiosos:
—Akkarat está sediento de poder. Siempre ha querido...
El hombre le da una patada en el culo. El joven gira sobre los talones, furioso, y embiste. Emiko contiene el aliento. El muchacho es un luchador.
Muay thai
, sin duda. Su codo se estrella contra la cabeza del hombre, que se desploma. El joven se yergue sobre él, gritando invectivas, pero el clamor de la muchedumbre ahoga su voz al tiempo que lo envuelve un enjambre de puños. Sus alaridos inundan la calle.
Emiko se da la vuelta y se aleja de la reyerta sin molestarse en seguir disimulando sus movimientos. La gente que corre en auxilio o en defensa de alguno de los dos bandos la zarandea, obligándola a abrirse paso a empujones tan deprisa como le es posible. En este momento, no es nada para ninguna de estas personas. Tambaleándose, escapa del tumulto y se adentra en las sombras del callejón.
La pelea está propagándose por toda la calle. Emiko busca basura tras la que ponerse a cubierto. Cristales rotos a su espalda. Alguien chilla. Se acurruca junto a una caja de WeatherAll y empieza a cubrirse de desperdicios, cáscaras de durio, el cáñamo destrozado de una cesta, pieles de plátano, cualquier cosa. Inmóvil, permanece agachada mientras los alborotadores cruzan el callejón a la carrera, vociferando. Allí donde mira, lo único que ve son caras deformadas por la rabia.
Las instalaciones principales de Mishimoto & Co. se encuentran al otro lado del agua, en Thonburi. La barca se adentra en un
khlong
, con la mano de Kanya atenta al timón. Incluso aquí, lejos de la ciudad de Bangkok propiamente dicha, las circulares critican a Pracha y a la asesina mecánica.
—¿Crees que habrá sido buena idea venir sola? —pregunta Jaidee.
—Te tengo a ti. No podría pedir mejor compañía.
—En mi estado el
muay thai
no se me da tan bien como antes.
—Lástima.
Las puertas de hierro y los embarcaderos de la empresa señorean sobre las olas. El sol del atardecer cae a plomo sobre ellos. Un comerciante fluvial se acerca remando, pero aunque Kanya tiene hambre, no se atreve a perder ni un momento. El sol parece a punto de desplomarse del cielo. La lancha choca contra el embarcadero y la capitana rodea un listón con el cabo.
—Creo que no van a dejarte entrar —dice Jaidee.
Kanya no se molesta en contestar. Resulta extraño que la haya acompañado durante toda la travesía. Al principio su
phii
se interesaba en ella tan solo durante breves espacios de tiempo, antes de ir a ocuparse de otros asuntos y otras personas. Quizá visitaba a sus hijos. Se disculpaba con la madre de Chaya. Pero ahora está con ella todo el rato.