Authors: Paolo Bacigalupi
—En tal caso, tendría que ofrecer algo único.
La mirada vacía del hombre vuelve a posarse en Anderson.
—Imposible.
—En absoluto —dice Anderson—. Puedo darte algo que no has visto nunca. Podría hacerlo esta misma noche, incluso. Algo exquisito. No apto para cardíacos, pero algo extraordinario y exclusivo. ¿Impediría eso que me arrojaras a las carpas del río?
El somdet chaopraya compone un gesto de irritación.
—No puedes enseñarme nada que no haya visto ya antes.
—¿Estarías dispuesto a apostar?
—¿Todavía jugando,
farang
? —El somdet chaopraya suelta una carcajada—. ¿No has arriesgado bastante por una noche?
—De ninguna manera. Tan solo intento garantizar que mis extremidades sigan pegadas al cuerpo. No me parece que el riesgo sea para tanto, dado lo que podría perder de lo contrario. —Mira al somdet chaopraya a la cara—. Pero estoy dispuesto a apostar. ¿Y tú?
El somdet chaopraya le observa atentamente.
—¡A nuestro fabricante de calorías le gusta apostar! —anuncia a sus hombres—. Dice que puede enseñarme algo que no he visto nunca. ¿Qué opináis de eso?
Todos se ríen.
—Las probabilidades están en tu contra —advierte el somdet chaopraya.
—A pesar de todo, creo que la apuesta merece la pena. Y estoy dispuesto a jugarme mucho dinero.
—¿Dinero? —El somdet chaopraya arruga la frente—. Creía que estábamos hablando de tu vida.
—En tal caso, ¿qué hay de los planos de mi fábrica de muelles percutores?
—Podría conseguirlos cuando quisiera. —El somdet chaopraya chasquea los dedos, irritado—. Un simple gesto, y serían míos.
—De acuerdo. —Anderson tuerce el rictus. «Todo o nada»—. ¿Y si os ofreciera al reino y a ti la próxima variedad de arroz U-Tex de mi empresa? ¿Serviría eso para avalar la apuesta? Y no solo el arroz, sino la semilla antes de ser esterilizada. Tu pueblo podría plantarla una y otra vez mientras sea viable contra la roya. Mi vida no puede tener más valor que eso.
Se hace el silencio en la habitación. El somdet chaopraya estudia a Anderson.
—¿Y para compensar el riesgo? ¿Qué es lo que quieres si ganas?
—Quiero que el proyecto político del que hablábamos antes salga adelante. Con las mismas condiciones ya propuestas. Condiciones que ambos sabemos que son enteramente favorables al reino y a ti.
El somdet chaopraya entorna los párpados.
—Eres obstinado, ¿verdad? ¿Y qué te impide quedarte con el U-Tex prometido si pierdes?
Anderson sonríe y hace un gesto en dirección a Carlyle.
—Deduzco que ordenarás que los megodontes nos descuartices a mí y al señor Carlyle aquí presente si incumplimos nuestra palabra. ¿Sería esa compensación suficiente?
La risa de Carlyle está teñida de histeria.
—¿Qué clase de apuesta es esa?
Anderson no aparta la mirada del somdet chaopraya.
—La única que importa. Confío plenamente en que su excelencia será honrado si consigo sorprenderle. Y para demostrar esa confianza, dejamos nuestras vidas en sus manos. Es una apuesta perfectamente razonable. Los dos somos hombres de honor.
El somdet chaopraya sonríe.
—Acepto la apuesta. —Entre carcajadas, da una palmada en la espalda de Anderson—. Me sorprendes,
farang
. Buena suerte. Será un placer verte pisoteado.
Forman un curioso grupo mientras cruzan la ciudad. El séquito del somdet chaopraya les garantiza el acceso en todos los puestos de control, y los gritos de sorpresa de los camisas blancas resuenan en la oscuridad cuando se dan cuenta de a quién han intentado dar el alto.
Carlyle se enjuga la frente con un pañuelo.
—Dios, chiflado malnacido. No tendría que haber accedido a presentarte.
Ahora que la apuesta está hecha y el riesgo definido, Anderson se siente inclinado a mostrarse de acuerdo. Ofrecer el arroz U-Tex ha sido un paso arriesgado. Aunque sus proveedores respalden la apuesta, los de finanzas se opondrán. Un fabricante de calorías es infinitamente más prescindible que un banco de semillas tan importante. Si los thais empiezan a exportar el arroz, los ingresos de AgriGen se resentirán durante años.
—No pasa nada —murmura—. Confía en mí.
—¿Que confíe en ti? —A Carlyle le tiemblan las manos—. ¿Para que me pongan debajo de un megodonte? —Mira a su alrededor—. Debería intentar escapar ahora mismo.
—No te molestes. El somdet chaopraya ha dado instrucciones a sus guardias. Si nos entran dudas ahora... —Inclina la cabeza hacia los hombres que viajan en el rickshaw que los sigue—. Te matarán en cuanto des el primer paso.
Unas torres características se elevan ante ellos minutos más tarde.
—¿Ploenchit? —pregunta Carlyle—. Jesús y Noé, ¿en serio piensas llevar allí al somdet chaopraya?
—Tranquilízate. Fuiste tú el que me sugirió la idea.
Anderson se apea del rickshaw. El somdet chaopraya y su séquito se arremolinan ante la entrada.
—¿Esto es lo mejor que se te ocurre? —El somdet chaopraya mira a Anderson con expresión lastimera—. ¿Chicas? ¿Sexo? —Sacude la cabeza.
—No saques conclusiones precipitadas. —Por señas, Anderson les indica a todos que entren—. Por favor. Siento que tengamos que subir escaleras. Las instalaciones son indignas de tu posición, pero te aseguro que la experiencia vale la pena.
El somdet chaopraya se encoge de hombros y deja que Anderson tome la delantera. Sus guardias cierran filas, nerviosos en los lóbregos confines. Todos los yonquis y las putas que pueblan la escalera ven al somdet chaopraya y se desploman aterrados, deshaciéndose en
khrabs
. La noticia de su llegada corre como la pólvora escaleras arriba. Los guardias del chaopraya se adelantan corriendo, inspeccionando las sombras.
Se abren las puertas de Soil. Las chicas se apresuran a arrodillarse. El somdet chaopraya pasea la mirada por el local sin disimular el desagrado que siente.
—¿Se trata de un sitio que frecuentéis a menudo los
farang
?
—Como ya he dicho antes, no es el colmo de la elegancia. Lo siento mucho. —Anderson le hace una seña—. Por aquí. —Cruza la estancia y aparta una cortina para revelar el escenario del interior.
Emiko yace sobre las tablas con Kannika de rodillas encima de ella. Los espectadores se agolpan mientras Kannika provoca los movimientos delatores del diseño de la chica mecánica. Su cuerpo tiembla y se estremece sincopadamente a la luz de las luciérnagas. El somdet chaopraya se detiene en seco y se queda mirando fijamente.
—Creía que eran exclusivos de los japoneses —murmura.
—Hemos encontrado otro.
Kanya se sobresalta. Se trata de Pai, que está de pie en el umbral. Kanya se frota la cara. Estaba sentada en su mesa, intentando redactar otro informe, aguardando noticias de Ratana. Y ahora tiene hilillos de saliva en el dorso de la mano y manchas de tinta por todas partes. Dormida. Y soñando con Jaidee, sentado junto a ella y riéndose de todas sus justificaciones.
—¿Estabas durmiendo? —pregunta Pai.
Kanya se restriega los ojos.
—¿Qué hora es?
—La segunda de la mañana. El sol lleva un rato en el cielo. —Pai, un hombre con la cara picada que debería ser su superior pero ha sido adelantado por Kanya, espera pacientemente a que esta termine de despabilarse. Pertenece a la vieja escuela. Adoraba a Jaidee y su forma de actuar, y recuerda cuando el Ministerio de Medio Ambiente era respetado en vez de ridiculizado. Un buen hombre. Un hombre cuyos sobornos Kanya conoce perfectamente. Aunque Pai sea un agente corrupto, Kanya sabe quién posee qué, y por eso confía en él.
—Hemos encontrado otro —repite.
Kanya endereza la espalda.
—¿Quién más lo sabe?
Pai menea la cabeza.
—¿Se lo has llevado a Ratana?
Pai asiente.
—El fallecimiento no se había calificado de sospechoso. Nos costó descubrirlo. Es como buscar un pececillo plateado en un arrozal.
—¿A nadie le pareció extraño? —Kanya respira hondo y deja escapar el aliento en un siseo irritado—. Hatajo de incompetentes. Nadie recuerda cómo llega siempre. Qué rápido se olvida todo.
Pai escucha la perorata de la capitana asintiendo ligeramente con la cabeza. Las cicatrices y los cráteres de su rostro miran fijamente a Kanya. Otra enfermedad insidiosa. Kanya no recuerda si fue un gorgojo pirata o alguna variedad de la bacteria
phii
.
—Entonces, ¿con este ya van dos?
—Tres. —Kanya se queda pensativa—. ¿Nombre? ¿Tenía nombre la víctima?
Pai niega con la cabeza.
—Fueron meticulosos.
Kanya asiente contrariada.
—Quiero que recorras los distritos y mires a ver si alguien ha denunciado la desaparición de algún pariente. Tres personas. Pide que les hagan fotos.
Pai se encoge de hombros.
—¿Se te ocurre alguna idea mejor?
—A lo mejor la autopsia desvela algún rasgo en común —sugiere Pai.
—Sí, vale. Eso también. ¿Dónde está Ratana?
—Ha mandado el cuerpo a las fosas. Dice que te reúnas con ella.
Kanya hace una mueca.
—Cómo no. —Ordena los papeles y deja a Pai enfrascado en sus fútiles pesquisas.
Mientras sale del edificio de administración se pregunta qué haría Jaidee en su lugar. A él nunca le faltaba la inspiración. Jaidee podía pararse de repente en mitad de la calle, asaltado de pronto por un golpe de genio, y acto seguido estaban cruzando la ciudad a toda velocidad, buscando el origen de la infección, e invariablemente, siempre acertaba. A Kanya le revuelve el estómago pensar que ahora el reino depende de ella.
«Soy una vendida. Me han comprado. Soy una vendida», piensa.
Cuando llegó al Ministerio de Medio Ambiente en calidad de topo de Akkarat, le sorprendió descubrir que los contados privilegios del ministerio siempre eran suficientes. El tributo semanal de los puestos callejeros para quemar algo que no fuera el costoso metano legal. La satisfacción de una noche de patrulla pasada en la cama. Era una existencia cómoda. Incluso a las órdenes de Jaidee. Y ahora el destino ha querido que tenga que esforzarse por hacer bien su trabajo, y que este sea importante, y que lleve tanto tiempo sirviendo a dos amos que ya no logra recordar a quién debería darle prioridad.
«Tendría que haberte reemplazado otro, Jaidee. Alguien digno. El reino se tambalea porque no somos fuertes. No somos virtuosos, no seguimos la senda de las ocho bifurcaciones y la enfermedad se ha desatado otra vez.»
Y es ella la que debe hacerle frente, como Phra Seub, pero sin su fortaleza ni su sentido de la integridad.
Kanya cruza los patios saludando a los demás agentes con la cabeza, ceñuda. «Jaidee, ¿por qué quiso tu
kamma
que yo fuera tu segunda al mando? ¿Que tu vida estuviera en mis manos? ¿A qué bromista se le ocurrió algo así? ¿Fue obra de Phii Oun, el espíritu cheshire, encantado de esparcir más sangre y carroña por el mundo? ¿De ver cómo crecen las montañas de cadáveres?»
Frente a ella, unos hombres con la cara cubierta con máscaras de gas se ponen firmes cuando la ven abriendo las puertas del crematorio. Pide que le entreguen una mascarilla, pero la deja colgando del cuello. Un oficial no debería mostrar miedo, y sabe que la máscara no la salvaría. Un amuleto de Phra Seub le inspiraría más confianza.
La explanada de tierra de las fosas se extiende ante ella, enormes agujeros practicados en el suelo rojo, revestidos para evitar las filtraciones de una capa freática poco profunda. La tierra está empapada, y sin embargo la superficie se cuece al calor. La estación seca no tiene fin. ¿Llegará alguna vez el monzón este año? ¿Será su salvación o los ahogará? Hay personas que no juegan a otra cosa, las apuestas cambian a diario. Pero con el clima tan alterado, ni siquiera los simuladores informáticos del Ministerio de Medio Ambiente son capaces de precisar la llegada del monzón de un año para otro.
Ratana está de pie al filo de una de las fosas. De los cuerpos calcinados a sus pies se elevan viscosas columnas de humo. Los buitres y los cuervos vuelan en círculos sobre su cabeza. Un perro que se ha colado en el complejo se pasea furtivo contra las paredes, en busca de restos.
—¿Cómo ha entrado? —pregunta Kanya.
Ratana levanta la cabeza y observa al perro.
—La naturaleza siempre encuentra un resquicio por el que abrirse camino —comenta lacónica—. Si dejamos comida abandonada, irá a por ella.
—¿Habéis encontrado otro cadáver?
—Los mismos síntomas.
Ratana tiene el cuerpo encorvado, los hombros hundidos. El fuego crepita a sus pies. Uno de los buitres desciende. Un agente uniformado dispara un cañón y la explosión envía al buitre chillando de regreso a las alturas. Reanuda sus círculos. Ratana cierra los ojos brevemente. Las lágrimas amenazan con desbordar las comisuras de sus ojos. Sacude la cabeza como si quisiera armarse de valor. Kanya la contempla entristecida, preguntándose si alguna de las dos seguirá con vida al final de esta nueva plaga.
—Deberíamos avisar a todo el mundo. Informar al general Pracha. Y al palacio —añade Ratana.
—¿Ya estás segura?
Ratana exhala un suspiro.
—Fue en otro hospital. En la otra punta de la ciudad. Una clínica callejera. Asumieron que se trataba de una sobredosis de
yaba
. Pai los encontró por casualidad. Una conversación anodina camino del Bangkok Mercy en busca de pruebas.
—Por casualidad. —Kanya sacude la cabeza—. No me había dicho nada. ¿Cuántos podría haber ahí fuera? ¿Cientos ya? ¿Miles?
—No lo sé. Lo único positivo es que no hemos detectado ningún indicio de que sean contagiosos de por sí.
—Todavía.
—Tienes que pedirle consejo a Gi Bu Sen. Es el único que sabe a qué clase de monstruo nos enfrentamos. Estos son sus hijos, que vienen para atormentarnos. Los reconocerá. He ordenado que preparen las muestras. Entre las tres, lo sabrá.
—¿No hay otra manera?
—Nuestra única alternativa sería declarar la cuarentena en toda la ciudad, y entonces empezarían los disturbios y no nos quedaría nada que salvar.
Los arrozales se extienden en todas direcciones, verde esmeralda, radiantes como luces de neón al sol tropical. Kanya lleva tanto tiempo encerrada en el pozo de Krung Thep que ver esta faceta del mundo resulta un alivio. Hace que se imagine que aún hay esperanza. Que los tallos de arroz no enrojecerán y se marchitarán agostados por la última variedad de la roya. Que no habrá ninguna espora que llegue flotando desde Birmania para echar aquí sus raíces. Que los campos inundados se mantendrán fértiles, que los diques resistirán, y que las bombas de Su Majestad el rey Rama XII seguirán achicando el agua.