Authors: Paolo Bacigalupi
—¿De cuánto tiempo disponemos?
Gibbons se encoge de hombros.
—No estamos hablando de la vida útil del uranio ni de la velocidad de un clíper. Esto no es predecible. Las bestias bien alimentadas aprenden a darse atracones. La enfermedad, cultivada en una ciudad húmeda y densamente poblada, prosperará rápidamente. Decide por ti misma cuánto quieres preocuparte.
Kanya da media vuelta, frustrada, y se encamina hacia la puerta.
—¡Buena suerte! —exclama Gibbons a su espalda—. Siento curiosidad por saber cuál de tus muchos enemigos acaba contigo primero.
Kanya hace oídos sordos a la provocación y sale corriendo al aire libre.
Kip se acerca a ella, secándose el pelo con una toalla.
—¿Ha colaborado el doctor?
—Lo suficiente.
La risa de Kip es un trino melodioso.
—Eso pensaba yo antes. Pero he descubierto que nunca lo revela todo de golpe. Omite detalles. Detalles importantes. Le gusta tener compañía. —Acaricia el brazo de Kanya, que se obliga a no dar un respingo. Pese a haber detectado su reacción, Kip se limita a sonreír delicadamente—. Le gustas. Querrá que vuelvas.
Kanya siente un escalofrío.
—Pues se llevará un chasco.
Kip la observa con sus grandes ojos acuosos.
—Espero que no mueras demasiado pronto. A mí también me gustas.
Mientras abandona el complejo, Kanya divisa a Jaidee, de pie al filo del océano, contemplando las olas. Como si presintiera su mirada, se vuelve y sonríe antes de titilar y desvanecerse. Otro espíritu que no tiene adónde ir. Kanya se pregunta si Jaidee conseguirá reaparecer alguna vez, o si seguirá persiguiéndola. Si el doctor tiene razón, quizá Jaidee esté aguardando a reencarnarse en algo que no tema a las plagas, alguna criatura que todavía no se ha concebido. Quizá la única esperanza de Jaidee sea renacer en el cascarón huero de un neoser.
Kanya silencia ese pensamiento. Es una idea perversa. En vez de eso, reza para que Jaidee se reencarne en un paraíso donde los neoseres y la roya no hayan existido jamás; para que, aunque no alcance nunca el
nibbana
, aunque no termine sus días como monje, aunque no encuentre la senda del budismo, se ahorre al menos la desesperación de ver el mundo que con tanto ahínco defendió, despellejado por la insaciable horda de nuevos éxitos de la naturaleza, estos neoseres que proliferan por todas partes.
Jaidee está muerto. Pero quizá sea eso lo mejor a lo que uno puede aspirar. Quizá Kanya sería más feliz si se metiera una pistola de resortes en la boca y apretase el gatillo. Quizá si no tuviera una casa tan lujosa y su
kamma
no estuviese teñido de traición...
Kanya menea la cabeza. Lo único que sabe a ciencia cierta es que debe cumplir con su deber. Está segura de que su alma será devuelta a este mundo, como un ser humano en el mejor de los casos, como otra cosa en el peor, como un perro o una cucaracha. Sea cual sea el desbarajuste que deje atrás, está segura de que regresará para enfrentarse a él una y otra vez. Así lo garantizan sus traiciones. Deberá librar esta batalla hasta que su
kamma
vuelva a estar limpio. Intentar huir ahora mediante el suicidio significaría enfrentarse a una forma más horrenda en el futuro. Para las personas como ella no hay escapatoria.
A pesar de los toques de queda y de los camisas blancas, Anderson-sama no repara en riesgos con sus atenciones. Es casi como si intentara compensarla por algo. Pero cuando Emiko reitera sus preocupaciones por Raleigh, Anderson-sama se limita a sonreír misteriosamente y a asegurarle que no hace falta que se preocupe por nada. Que todo está en marcha.
—Mi gente llegará pronto —concluye—. Todo será distinto dentro de poco. Se acabaron los camisas blancas.
—Suena estupendo.
—Lo será. Voy a pasar unos días fuera, organizando los preparativos. Cuando vuelva, todo será diferente.
Dicho lo cual desaparece, dejándola con la advertencia de que no debería cambiar su rutina, ni contarle nada a Raleigh. Le da una copia de la llave de su apartamento.
De modo que Emiko despierta por la noche entre sábanas limpias en una habitación fresca, con un ventilador de manivela dando vueltas despacio sobre su cabeza. Le cuesta recordar cuándo fue la última vez que durmió sin sentir miedo ni dolor; la experiencia es desconcertante. La vivienda está en penumbra, iluminada tan solo por el resplandor de las farolas de gas que titilan como luciérnagas en la calle.
Tiene hambre. Mucha. Encuentra la cocina de Anderson-sama y registra las tarteras herméticas en busca de algo que picar: galletas, aperitivos, pasteles, lo que sea. Anderson-sama no tiene verduras frescas, pero sí arroz, y también hay salsa de soja y de pescado. Emiko pone agua a calentar en un quemador, maravillada por la bombona de metano que Anderson-sama ha dejado allí abandonada como si no tuviera el menor valor. Le cuesta creer que alguna vez ella tampoco concediera la menor importancia a ese tipo de detalles. Que Gendo-sama la alojara en unas instalaciones el doble de lujosas, en la planta más alta de un apartamento de Kioto, con vistas al templo Toji y a los lentos movimientos de los ancianos que atendían el altar con sus hábitos negros.
Ese pasado es como un sueño para ella. El cielo otoñal, pintado de un azul tan limpio que quita el aliento. Recuerda el placer de ver a los pequeños neoseres de su guardería dando de comer a los patos, o estudiando la ceremonia del té con una atención tan absoluta como irredimible.
Recuerda su adiestramiento...
Con un escalofrío, ve que la educaron para la excelencia, para el servicio eterno a un solo amo. Recuerda cómo Gendo-sama se la llevó, la colmó de cariño y, por último, se deshizo de ella como si de una simple cáscara de tamarindo se tratara. Ese había sido su destino desde el principio. No fue ningún accidente.
Entorna los párpados mientras observa fijamente la sartén y el agua en ebullición, el arroz que con tanta precisión ha calculado a simple vista, sin necesidad de tacitas, sencillamente a puñados, sabiendo con toda exactitud cuánto necesitaba y extendiéndolo instintivamente a continuación en una capa uniforme, como si estuviera rastrillando un jardín de grava, como si se dispusiera a realizar una meditación
zazen
sentada sobre los granos, como si ese cuenco de arroz contuviera la clave para restaurar el orden en su vida.
Estira el brazo. El cuenco de arroz se hace añicos, los fragmentos vuelan en todas direcciones, igual que el agua, rutilantes gemas abrasadoras.
Emiko se yergue en medio del torbellino, viendo volar las gotas, los granos de arroz suspendidos, todo ello detenido en movimiento, como si el arroz y el agua fueran neoseres, volando sincopadamente igual que debe caminar ella por el mundo,
heechy-keechy
, con gestos extraños y surrealistas a los ojos de las personas normales. A los ojos de las personas a las que tan desesperadamente desea servir.
«Mira lo que has conseguido con tu servilismo.»
La sartén se estrella contra la pared. Los granos de arroz se deslizan por el mármol. El agua lo empapa todo. Esta noche descubrirá la ubicación de la aldea de los neoseres. El lugar donde los suyos viven sin dueño. Donde solo se sirven a sí mismos. Aunque Anderson-sama diga que su gente está a punto de llegar, al final él siempre será un ser natural y ella un neoser, su eterna criada.
Reprime el impulso de recoger el arroz, de dejarlo todo limpio para cuando vuelva Anderson-sama. En vez de eso, se obliga a contemplar el estropicio y a reconocer que ya no es una esclava. Si Anderson-sama quiere ver el suelo limpio, que le pida a otro que haga el trabajo sucio. Ella es otra cosa. Distinta. Óptima, a su manera. Y si alguna vez fue un halcón domesticado, Gendo-sama ha hecho algo por lo que Emiko debe sentirse agradecida. Le ha cortado las correas. Ahora Emiko puede volar con libertad.
Deslizarse entre las sombras resulta casi demasiado sencillo. Emiko flota entre la multitud, brillantes los labios recién pintados, oscuros los párpados, aros de plata relucientes en los lóbulos.
Es un neoser, y camina con tanta agilidad entre el gentío que nadie repara en su presencia. Se ríe de ellos. Se ríe y se desliza entre ellos. Un tictac suicida resuena en su naturaleza mecánica. Se esconde a la vista de todos. No disimula. La suerte la acuna en sus manos protectoras.
Fluye entre la muchedumbre, la gente se aparta sobresaltada de la chica mecánica que acecha en su seno, de esta muestra de diseño transgresor que tiene la desfachatez de mancillar sus aceras, como si su país fuera la mitad de prístino que las islas que han repudiado a Emiko. Arruga la nariz. Ni siquiera las cloacas niponas podrían compararse con esta ruidosa fosa maloliente. No se imaginan cómo les halaga con su presencia. Se ríe para sus adentros, y cuando todos la miran, comprende que lo ha hecho en voz alta.
Camisas blancas al frente. Los atisba entre la maraña de megodontes y carretillas. Emiko se detiene junto a la barandilla de un puente tendido sobre un
khlong
y se asoma a las aguas, esperando a que pase el peligro. Ve su reflejo en el canal, con el fulgor verde de las farolas iluminándola desde atrás. Piensa que tal vez podría fundirse con el agua si se quedara contemplando el resplandor durante el tiempo suficiente. Se convertiría en un ser acuático. ¿Acaso no forma ya parte del mundo sumergido? ¿No merece flotar y hundirse lentamente? Descarta la idea. Esa es la antigua Emiko. La que jamás podría enseñarle a volar.
Un hombre se acerca y se apoya en la barandilla. Sin levantar la cabeza, Emiko observa su reflejo en el agua.
—Me gusta venir aquí cuando los niños hacen carreras de barcos en los canales.
Emiko asiente ligeramente, sin atreverse a hablar.
—¿Ves algo en el agua? Llevas mucho rato mirando.
Emiko niega con la cabeza. El uniforme blanco del desconocido está teñido de verde. Está tan cerca que podría tocarla si estirara el brazo. Se pregunta qué cara pondría si las manos del hombre acariciaran el horno de su piel.
—No tengas miedo de mí. Solo es un uniforme. No has hecho nada malo.
—No —susurra Emiko—. No tengo miedo.
—Eso está bien. Una chica tan bonita como tú no tiene motivos para estar asustada. —El hombre hace una pausa—. Qué acento más raro. Cuando te vi, pensé que a lo mejor eras chaozhou...
Emiko niega con la cabeza levemente. Sincopadamente.
—Lo siento. Japonesa.
—¿De las fábricas?
Emiko encoge los hombros. El hombre la observa con atención. Emiko se obliga a girar la cabeza (despacio, despacio, con suavidad, con suavidad, sin vacilación, sin titubeos) y a mirarle a los ojos, sin desviar la vista. Es mayor de lo que esperaba. Treinta y tantos, seguramente. O no. Quizá sea más joven y su aspecto cansado se deba a los sinsabores de su trabajo. Reprime el impulso de compadecerse de él, la perentoria necesidad genética de agradarle aunque él prefiriera verla descuartizada antes que disfrutar de sus servicios. Lentamente, muy despacio, vuelve a concentrar toda su atención en las aguas.
—¿Cómo te llamas?
Un instante de vacilación.
—Emiko.
—Bonito nombre. ¿Significa algo?
Emiko sacude la cabeza.
—Nada importante.
—Qué mujer tan modesta, para ser tan guapa.
Emiko vuelve a menear la cabeza.
—No. Nada de eso. Soy fea... —Se interrumpe, repara en la mirada fija del hombre, comprende que ha cometido un descuido. Sus movimientos la han traicionado. La sorpresa se refleja en los ojos abiertos del camisa blanca. Emiko retrocede, olvidada ya toda pretensión de humanidad.
La mirada del hombre se endurece.
—
Heechy-keechy
—sisea.
Emiko sonríe con los labios apretados.
—Ha sido un malentendido.
—Enséñame tus permisos de importación.
—Por supuesto. —Sigue sonriendo—. Seguro que los tengo aquí. Por supuesto. —Cada paso hacia atrás que da es una señal luminosa que anuncia las imperfecciones de su ADN a los cuatro vientos. El hombre intenta agarrarla, pero Emiko se escabulle, una finta rápida, gira sobre los talones y emprende la huida, zambulléndose en el tráfico mientras el camisa blanca grita a su espalda:
—¡Detenedla! ¡Alto! ¡Por orden del ministerio! ¡Parad a ese neoser!
Toda la esencia de Emiko ansía detenerse y rendirse, acatar la autoridad. A duras penas logra seguir corriendo, rebelarse contra los azotes que le propinaba Mizumi-sensei cuando osaba desobedecer, el dardo censor de la lengua de Mizumi cuando se atrevía a oponerse a los deseos de otro.
Arde de vergüenza mientras las órdenes del camisa blanca resuenan a su espalda, pero antes de darse cuenta la multitud la engulle, la rodea el arrollador tráfico de megodontes, y el hombre está demasiado lejos para encontrar el callejón en el que Emiko se ha refugiado para recuperar el aliento.
Eludir a los camisas blancas lleva tiempo, pero al mismo tiempo es como un juego. Un juego para el que Emiko ahora está preparada. Si es rápida y precavida, si descansa entre sofoco y sofoco, evadirse no es imposible. Cuando corre se maravilla ante los movimientos de su cuerpo, cuán asombrosamente fluida se vuelve, como si por fin estuviera siendo fiel a su naturaleza. Como si todas las lecciones y los azotes de Mizumi-sensei estuvieran diseñados para mantener enterrada esta revelación.
Una vez en Ploenchit, sube a la torre. Raleigh está esperando en la barra, como siempre, impaciente. La mira de reojo.
—Llegas tarde. Me lo pienso cobrar.
Emiko se obliga a no dejarse dominar por la culpa, ni siquiera mientras se disculpa.
—Lo siento mucho, Raleigh-san.
—Date prisa y cámbiate. Esta noche tienes clientes de lujo. Son muy importantes y se presentarán enseguida.
—Quería preguntarte por la aldea.
—¿Qué aldea?
Emiko no pierde la sonrisa. ¿La engañaría al respecto? ¿Habrá sido siempre una mentira?
—El poblado de los neoseres.
—¿Todavía andas dándole vueltas a eso? —Raleigh sacude la cabeza—. Ya te lo he dicho. Tú consigue el dinero y yo me encargaré de llevarte allí, si eso es lo que quieres. —Hace un gesto en dirección a los camerinos—. Venga, cámbiate ya.
Emiko se muerde la lengua para no insistir y asiente con la cabeza. Más tarde. Cuando esté borracho. Cuando sea más maleable, entonces le sonsacará toda la información.