La chica mecánica (47 page)

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Authors: Paolo Bacigalupi

BOOK: La chica mecánica
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Unos granjeros cubiertos de tatuajes saludan a Kanya con
wais
de respeto al paso de su bicicleta. A juzgar por los sellos de sus brazos, la mayoría de ellos han realizado ya los trabajos de corvea del año. Unos pocos están marcados para el comienzo de la estación de lluvias, cuando se les pedirá que acudan a la ciudad y preparen los diques para resistir el diluvio. Kanya luce sus propios tatuajes, recuerdo de sus días en el campo, antes de que los agentes de Akkarat le encomendaran la tarea de enterrarse en el corazón mismo del Ministerio de Medio Ambiente.

Tras una hora de pedalear infatigablemente por pasarelas elevadas, el complejo se materializa ante sus ojos. Primero las vallas de tela metálica. Después los guardias con sus perros. A continuación los muros rematados con trozos de vidrio, alambre de espino y largas estacas de bambú. Kanya se atiene a la carretera para evitar las minas. Técnicamente, se trata tan solo del hogar de un hombre adinerado, emplazado en lo alto de una colina de cemento y cascotes de las torres de la Expansión.

Después de tantas vidas perdidas a lo largo del último siglo, cuando las presas necesitan tantas reparaciones, cuando hay tantos campos que cultivar y tantas guerras que librar, no deja de resultar impresionante que se haya dedicado tanta mano de obra a algo tan insignificante como la construcción de una montaña artificial. El refugio de un millonario. En su origen perteneció a Rama XII, y oficialmente sigue siendo propiedad del palacio. Desde un dirigible que lo sobrevolara no sería nada. Otro complejo más. La extravagancia de algún miembro de la realeza. Y sin embargo, un muro siempre es un muro, un foso lleno de tigres siempre es un foso lleno de tigres, y los hombres que pasean con sus perros miran en todas direcciones.

Kanya enseña sus documentos a los guardias mientras los mastines gruñen y tensan sus cadenas. Las bestias son más grandes que cualquier perro natural. Neoseres. Voraces, letales y perfectamente diseñados para realizar su trabajo. Pesan el doble que ella, todo músculos y dientes. El horror nacido en la imaginación de Gi Bu Sen, y encarnado.

Los guardias resuelven encriptaciones con sus descodificadores de manivela. Lucen el uniforme negro de la reina, y su seriedad y su eficiencia infunden respeto. Al cabo, le indican que pase junto a las aterradoras fauces de los perros. Kanya pedalea hacia la puerta con el vello erizado, sabiendo que jamás podría correr más deprisa que esos animales.

Una vez en la puerta, otra pareja de guardias vuelve a confirmar sus salvoconductos antes de conducirla al interior de una terraza de baldosas donde una piscina emite destellos azulados como una gema.

Un trío de
ladyboys
se ríen tontamente, tendidos a la sombra de un platanero. Kanya sonríe a su vez. Son guapos. Pero también idiotas, si están enamorados de un
farang
.

—Me llamo Kip —dice uno de ellos—. El doctor se está dando su masaje. —Inclina la cabeza hacia el agua azul—. Puedes esperarlo en la piscina.

La fragancia del océano es penetrante. Kanya se acerca al borde de la terraza. A sus pies, las olas salpican y se rizan, bañando de espuma las playas de arena. Una brisa limpia y refrescante la envuelve, asombrosamente optimista después del hedor claustrofóbico de Bangkok tras sus gigantescos rompeolas.

Respira hondo, disfrutando del salitre y del viento. Una mariposa revolotea hasta posarse en la barandilla de la terraza. Cierra las alas enjoyadas. Vuelve a abrirlas con delicadeza. Repite la misma acción una y otra vez, resplandeciente, oro y negro cobalto.

Kanya la observa fijamente, conmovida por su hermosura, la prueba en tecnicolor de que existe un mundo más allá del suyo. Se pregunta qué apetitos la habrán impulsado a aterrizar en esta mansión extranjera, con su extravagante prisionero
farang
. De todas las verdades de la belleza, he aquí una innegable. La naturaleza se ha vuelto loca.

Kanya se agacha para mirarla más de cerca, posada en la balaustrada. Una mano despistada podría aplastarla y reducirla a polvo sin percatarse siquiera de la destrucción.

Estira un dedo, con cuidado. La mariposa se sobresalta, y luego permite que la recoja en su palma ahuecada. Ha viajado mucho. Debe de estar cansada. Tanto como Kanya. Ha cruzado continentes enteros. Ha recorrido altiplanos y selvas esmeraldas hasta aterrizar aquí, entre hibiscos y losas, para que Kanya pueda tomarla en su mano y admirar su belleza. Ha llegado muy lejos.

Kanya cierra el puño sobre sus aleteos. Abre la mano y deja caer el polvillo encima de las baldosas. Fragmentos de alas y pulpa carnosa. Un polinizador artificial, fabricado seguramente en cualquiera de los laboratorios de PurCal.

Los neoseres no tienen alma. Pero son bonitos.

Le llama la atención un chapoteo a su espalda. Kip se ha puesto un traje de baño. Su silueta ondula bajo el agua, se eleva, se aparta la larga cabellera morena de la cara y sonríe antes de dar media vuelta y comenzar otro largo. Kanya ve cómo nada, la grácil combinación de tela azul y piel bronceada. Resulta guapa como muchacha. Una criatura agradable a la vista.

Por fin, el demonio se acerca al borde de la piscina en su silla de ruedas. Está mucho peor que la última vez que lo vio. Las cicatrices de
fa’gan
que le cubren la garganta se extienden hasta sus orejas. Una infección oportunista que superó pese a todos los pronósticos médicos. Un sirviente empuja la silla. Se tapa las piernas enflaquecidas con una fina manta.

De modo que es cierto que su enfermedad sigue avanzando. Durante mucho tiempo pensó que se trataba de una simple leyenda, pero ahora puede comprobarlo con sus propios ojos. El tipo es horrendo. Su enfermedad y su intensidad abrasadora son espantosas. Kanya se estremece. Se alegrará cuando este demonio pase por fin a su próxima vida. Cuando se convierta en un cadáver que puedan poner en cuarentena e incinerar. Hasta entonces, espera que las medicinas sigan conteniendo el contagio. Es un hombre malhumorado y piloso de cejas pobladas, con la nariz carnosa y unos labios gruesos y correosos en los que se dibuja la sonrisa de una hiena cuando ve a Kanya.

—Ah. Mi carcelera.

—Lo que faltaba.

Gibbons mira de reojo a Kip, que continúa nadando.

—Que me procuréis chicas guapas de boca bonita no significa que no esté encerrado. —Levanta la cabeza—. Bueno, Kanya, hacía tiempo que no te veía. ¿Dónde está tu santo amo y señor, mi carcelero predilecto? ¿Dónde está nuestro combativo capitán Jaidee? No trato con subordinados... —Se interrumpe, contemplando los galones del cuello de Kanya. Entrecierra los ojos—. Ah. Ya veo. —Se inclina hacia atrás, observando a Kanya—. Solo era cuestión de tiempo que alguien se librara de él. Felicidades por el ascenso, capitana.

Kanya se obliga a permanecer impasible. En anteriores visitas fue Jaidee el encargado de tratar con el demonio. Se encerraban en un despacho y dejaban a Kanya esperando junto a la piscina en compañía de la última criatura que el doctor hubiera elegido para su placer. Cuando Jaidee regresaba, lo hacía siempre en silencio y con los labios apretados.

En cierta ocasión, mientras salían del complejo, Jaidee había estado a punto de decir algo, de poner voz a lo que le rondaba por la cabeza. Abrió la boca y musitó: «Pero...», una protesta que se quedó a medias, muerta antes de terminar de salir de sus labios.

A Kanya le dio la impresión de que Jaidee todavía estaba manteniendo una conversación, un duelo verbal en el que los contendientes se turnaban como en un partido de
takraw
. Un combate donde las palabras volaban y rebotaban en todas direcciones, con la cabeza de Jaidee como campo de batalla. En otra ocasión, Jaidee se había limitado a abandonar el complejo con el ceño fruncido, mascullando: «Es demasiado peligroso para mantenerlo con vida». A lo que Kanya había respondido, desconcertada: «Pero si ya no trabaja para AgriGen», y Jaidee la había mirado sorprendido, comprendiendo solo entonces que había hablado en voz alta.

El doctor era una leyenda. Un demonio con el que se atemorizaba a los niños. Cuando Kanya lo vio por primera vez, esperaba encontrarlo cargado de cadenas, no sentado tranquilamente mientras extraía a cucharadas la carne de una papaya de Koh Angrit, satisfecho y risueño, con la barbilla surcada de hilillos de zumo.

Kanya no sabía si era la culpa u otro extraño impulso lo que había llevado al doctor al reino. Si se trataba de la tentación de los
ladyboys
y de la amenaza de muerte que se cernía sobre él, o si la explicación radicaba en la rivalidad con sus colegas. El doctor no parecía arrepentirse de nada. No lamentaba el daño que había infligido al mundo. Hablaba en tono jocoso de cómo había desbaratado los planes de Ravaita y Domingo. Cómo había frustrado diez años de investigación del doctor Michael Ping.

Un cheshire cruza el patio sigilosamente, interrumpiendo las cavilaciones de Kanya. Se encarama de un salto al regazo del doctor. Kanya da un paso atrás, asqueada, mientras el hombre rasca al cheshire detrás de las orejas. El animal parpadea, sus patas y su cuerpo cambian de color y adoptan los de la manta de cuadros del anciano.

Gibbons sonríe.

—No te aferres tanto a lo natural, capitana. Mira, fíjate. —Se agacha, haciendo gorgoritos. El cheshire parpadeante estira el cuello hacia su rostro con un ronroneo. Su pelaje pardo reluce. Le da un tímido lametón en la barbilla—. Esta criaturita siempre tiene hambre. Eso está bien. Si tiene suficiente hambre, nos devorará a todos, a menos que diseñemos un depredador mejor. Algo que, a su vez, tenga hambre de él.

—Ya hemos realizado ese análisis —replica Kanya—. La cadena alimentaria solo se enredaría más aún. El daño que ya está hecho no se arreglará con otro superdepredador.

Gibbons suelta un bufido.

—El ecosistema se enredó la primera vez que el hombre se echó a la mar. Cuando se encendieron las primeras fogatas en la sabana africana. Nosotros nos hemos limitado a acelerar el proceso. La cadena alimentaria de la que hablas es pura nostalgia, nada más. Naturaleza. —Compone un gesto de repugnancia—. Nosotros somos la naturaleza. Todas nuestras intromisiones forman parte de ella, nuestros avances biológicos. Somos lo que somos, y el mundo nos pertenece. Somos sus dioses. El único problema es la reticencia de algunos a desatar todo su potencial sobre él.

—¿Como AgriGen? ¿Como U Texas? ¿Como RedStar HiGro? —Kanya sacude la cabeza—. ¿Cuántos de los nuestros han muerto por culpa de ese potencial desatado? Vuestros fabricantes de calorías nos enseñaron lo que puede pasar. La gente muere.

—Todo el mundo muere. —El doctor hace un ademán desdeñoso—. Pero ahora morimos por aferrarnos al pasado. Todos deberíamos ser neoseres a estas alturas. Es más fácil diseñar una persona inmune a la roya que proteger a un modelo anterior de la criatura humana. Dentro de una generación, podríamos estar perfectamente adaptados a nuestro nuevo entorno. Tus hijos se beneficiarían de ello. Pero tu pueblo se niega a evolucionar. Os aferráis a un ideal de la humanidad evolucionada en consonancia con el entorno a lo largo de milenios, una evolución a la que ahora, inexplicablemente, os empeñáis en poner freno.

»La roya forma parte de nuestro entorno. La cibiscosis. El gorgojo modificado. Los cheshires. Ellos han sabido adaptarse. Especula cuanto quieras sobre si lo hicieron de forma natural o no. Nuestro entorno ha cambiado. Si queremos seguir en lo alto de la cadena alimentaria, tendremos que evolucionar. O podemos negarnos y correr la misma suerte que los dinosaurios y el
Felis domesticus
. Evolucionar o morir. Ese ha sido siempre el principio fundamental de la naturaleza, y sin embargo los camisas blancas os obstináis en poner trabas a lo inevitable. —Gibbons se inclina hacia delante—. A veces me dan ganas de sacudiros para que abráis los ojos. Si me dejarais, sería vuestro Dios y os prepararía para el edén que nos aguarda.

—Soy budista.

—Y todos sabemos que los neoseres carecen de alma. —Gibbons sonríe—. Nada de reencarnación para ellos. Tendrán que buscarse otros dioses que les protejan. Dioses a los que rezar por sus muertos. —Su sonrisa se ensancha—. Puede que ese dios sea yo, y que los hijos de vuestros neoseres me rueguen que los salve. —Un destello le ilumina los ojos—. Reconozco que no me importaría tener unos cuantos adoradores más. Jaidee era igual que tú. Siempre tan incrédulo. No tanto como los grahamitas, pero aun así, poco satisfactorio para una deidad.

Kanya hace una mueca.

—Cuando mueras, te incineraremos, cubriremos tus cenizas con cloro y sosa cáustica, y nadie se acordará de ti.

El doctor se encoge de hombros, despreocupado.

—Todos los dioses deben sufrir. —Se reclina en la silla, sonriendo cínicamente—. En fin, ¿quieres quemarme ahora en la hoguera? ¿O prefieres postrarte ante mí y adorar mi inteligencia una vez más?

Kanya disimula la repugnancia que le inspira este hombre. Saca un fajo de papeles y se los ofrece. El doctor los coge, pero no hace nada más. No los abre. Ni siquiera les echa un vistazo.

—¿Sí?

—Ahí está todo.

—Todavía no te has puesto de rodillas. A tu padre le muestras más respeto, seguro. Y a la columna de la ciudad, sin duda.

—Mi padre está muerto.

—Y Bangkok quedará sumergida. Eso no significa que debas ser irrespetuosa.

Kanya reprime el impulso de desenfundar la porra y darle una paliza.

Gibbons sonríe ante su resistencia.

—¿Será que te apetece charlar un poco primero? A Jaidee siempre le gusta hablar. ¿No? Veo en tu expresión que me desprecias. ¿Crees que soy un monstruo, tal vez? ¿Un asesino de niños? ¿No quieres fumar la pipa de la paz conmigo?

—Es que eres un monstruo.

—Tu monstruo. Tu herramienta. ¿En qué te convierte eso a ti? —La observa, divertido. Kanya siente como si el hombre estuviera usando los ojos para diseccionarla minuciosamente, levantando y examinando sus órganos uno por uno: los pulmones, el estómago, el hígado, el corazón...

Gibbons esboza una leve sonrisa.

—Quieres verme muerto. —Una sonrisa de oreja a oreja divide sus pálidas facciones moteadas. En sus ojos brilla la luz intensa de la locura—. Deberías pegarme un tiro si tanto me odias. —Kanya no responde, y Gibbons levanta las manos, exasperado—. ¡Me cago en la puta, qué tímidos sois todos! Kip es el único de vosotros que vale la pena. —Su mirada se desliza hasta el
ladyboy
, que sigue nadando; se queda observándolo un momento, hipnotizado—. Adelante, mátame. Morir sería un placer para mí. Solo sigo con vida porque vosotros me obligáis.

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