Authors: Paolo Bacigalupi
El sonido de unas risas se extiende sobre las charcas. Una familia, reunida en la calidez de su choza. Incluso ahora, pese a todas las penurias, la gente sigue encontrando motivos para reír. Kanya no. Algo en su interior debe de estar defectuoso.
Jaidee siempre había insistido en que el reino era una nación alegre, la vieja leyenda del País de las Sonrisas. Pero a Kanya no se le ocurre una época en la que haya visto sonrisas más amplias que las de las fotos de los museos de antes de la Contracción. A veces se pregunta si los retratados estarían actuando, si la Galería Nacional tal vez se proponía deprimirla, o si es realmente cierto que alguna vez hubo personas capaces de sonreír con tanto abandono, sin el menor temor.
Kanya se cubre el rostro con la máscara.
—Que avancen.
Pai hace una señal a los hombres y las tropas desbordan el terraplén, caen sobre la aldea y la rodean como ocurre siempre antes de que empiecen los incendios.
Cuando atacaron el poblado de Kanya, los camisas blancas aparecieron entre dos cabañas en cuestión de segundos, empuñando bengalas que siseaban y escupían chispas. Esta vez es distinto. No atruena ningún megáfono. Ningún agente corre con el agua por los tobillos, arrastrando a personas aterrorizadas fuera de sus casas de bambú mientras el WeatherAll estalla en llamaradas anaranjadas.
El general Pracha quiere discreción.
—Jaidee habría convertido esto en una emergencia —dijo mientras firmaba las órdenes de cuarentena—, pero no tenemos recursos para remover el nido de cobras con Comercio y ocuparnos de esto al mismo tiempo. Podrían utilizarlo en nuestra contra. Llévalo con discreción.
—Desde luego. Con discreción.
El perro empieza a ladrar como un poseso. Se le unen otros cuando los agentes se acercan. Un puñado de aldeanos salen a los porches, escudriñando la oscuridad. Atisban las sombras blancas en la noche. Avisan a gritos a sus familias mientras las tropas de Kanya aceleran el paso.
Jaidee observa la acción arrodillado junto a ella.
—Pracha habla de mí como si fuera un megodonte al que le gusta pisotear tallos de arroz —dice.
Kanya intenta no hacerle caso, pero Jaidee continúa:
—Tendrías que haberlo visto cuando éramos cadetes. Cada vez que salíamos al campo se meaba en los pantalones.
Kanya mira a Jaidee de reojo.
—Basta. Que estés muerto no te da derecho a faltarle al respeto.
Las linternas táctiles de sus hombres iluminan la aldea con un fulgor despiadado. Las familias corren en desbandada como gallinas asustadas, intentando ocultar alimentos y animales. Alguien trata de burlar el cordón a la carrera, chapoteando en el agua, zambulléndose en una charca y braceando hasta la otra orilla... donde se levanta otra de las redes de Kanya. El hombre bate los pies en el centro del fangoso criadero de gambas, atrapado.
—¿Cómo puedes llamarle líder cuando ambos sabemos a quién eres leal en realidad? —pregunta Jaidee.
—Cállate.
—¿Es difícil ser una yegua montada por dos jinetes a la vez? Montada como si...
—¡Que te calles!
Pai da un respingo.
—¿Qué ocurre?
—Lo siento. —Kanya sacude la cabeza—. Culpa mía. Estaba pensando.
Pai asiente con la cabeza en dirección a los aldeanos.
—Parece que te están esperando.
Kanya se pone en pie y desciende en compañía de Pai y Jaidee, que sonríe con cara de satisfacción a pesar de que nadie le haya invitado a estar aquí. La capitana lleva encima una foto del difunto, una imagen en blanco y negro revelada en el laboratorio con temblorosos dedos oscuros. Se la enseña a los campesinos bajo el haz de su linterna táctil, que apunta de la fotografía a sus ojos, intentando descubrir en ellos un destello de reconocimiento.
Con algunas personas, el uniforme blanco puede abrir puertas, pero con los piscicultores siempre supone un problema. Ella los conoce bien, sabe interpretar los callos de sus manos, huele sus éxitos y sus fracasos en la penetrante fragancia de las charcas. Se ve a través de sus ojos, y sabe que daría lo mismo que fuera una agente de seguridad a sueldo de cualquier fábrica de calorías, tras la pista de un gorgojo. A pesar de todo la farsa continúa, todos ellos niegan con la cabeza, Kanya les apunta a los ojos con la linterna. Uno a uno, todos apartan la mirada.
—¿Sabes quién es? —pregunta más tarde, agitando la foto delante de un hombre—. Su familia debe de estar buscándolo.
El hombre contempla primero el retrato, y después el uniforme de Kanya.
—No tiene familia.
Kanya da un respingo, sorprendida.
—¿Lo conoces? ¿Cómo se llamaba?
—¿Eso es que está muerto?
—¿No lo parece?
Los dos se quedan mirando fijamente la imagen exangüe, el rostro demacrado.
—Le dije que había cosas mejores que trabajar en una fábrica. No me hizo caso.
—Según eso, trabajaba en la ciudad.
—Correcto.
—¿Sabes dónde?
El hombre niega con la cabeza.
—¿Dónde vivía?
El hombre indica la negra silueta de una casa elevada. Kanya hace una señal a sus hombres.
—Quiero esa choza en cuarentena.
Se ajusta la máscara y entra, barriendo el interior con la linterna. El lugar es tétrico. Está lleno de cosas rotas y extrañas, y al mismo tiempo vacío. El polvo se arremolina en el rayo de luz. Saber que su propietario ya está muerto le produce aprensión. Su espíritu podría morar aquí. Un fantasma voraz al acecho, furioso por estar atrapado en este mundo, por haber sucumbido a la enfermedad. Por haber sido asesinado. Pasa los dedos por las contadas pertenencias del hombre y deambula por la vivienda. Nada. Regresa al exterior. La ciudad se yergue a lo lejos, envuelta en un halo verde, el lugar al que corrió el hombre cuando la cría de peces se volvió insostenible. Vuelve a dirigirse al campesino que lo conocía.
—¿Seguro que no recuerdas ningún detalle sobre el lugar donde trabajaba?
El hombre niega con la cabeza.
—¿Nada? ¿Ni un nombre? Lo que sea.
Kanya se esfuerza por disimular su desesperación. El hombre vuelve a negar con la cabeza. La capitana se da la vuelta, frustrada, e inspecciona la oscuridad de la aldea. Oye el canto de los grillos. El incesante chirriar de los cerambicidos. Están en el lugar adecuado. Muy cerca. ¿Dónde está esa fábrica? Gi Bu Sen tenía razón. Debería reducir a cenizas todo el polígono industrial y acabar de una vez. Antes, cuando los camisas blancas eran más poderosos, habría resultado sencillo.
—¿Ahora quieres incendiar edificios? —se burla Jaidee, a su lado—. ¿Ahora me das la razón?
Kanya desoye sus pullas. No muy lejos, una niña la observa con atención. Aparta la mirada cuando Kanya se fija en ella. Kanya toca a Pai en el hombro.
—Esa de ahí.
—¿La chiquilla? —Pai se sorprende.
Kanya ya ha empezado a caminar, acercándose a ella. Da la impresión de que la niña quiere salir corriendo. Aún a mucha distancia, Kanya se pone de rodillas. Le indica que se aproxime.
—Tú. ¿Cómo te llamas?
Es evidente que la pequeña se debate ante la disyuntiva. Le gustaría huir, pero la autoridad de Kanya es irresistible.
—Acércate. Dime cómo te llamas. —Le hace más señas, y esta vez la niña se deja persuadir.
—Mai —susurra.
Kanya le enseña la foto.
—Sabes dónde trabajaba este hombre, ¿verdad?
Mai indica que no, pero Kanya sabe que miente. Los niños no saben mentir. Kanya nunca supo hacerlo. Cuando los camisas blancas le preguntaron dónde escondía su familia el criadero de carpas, los mandó al sur y ellos fueron al norte, sonriendo con picardía.
Sostiene la fotografía ante la pequeña.
—Entiendes lo peligroso que es esto, ¿verdad?
La niña titubea.
—¿Vais a incendiar la aldea?
Kanya se esfuerza por contener la sangre que afluye a sus mejillas.
—Por supuesto que no. —Sonríe otra vez e insiste, conciliadora—: No te preocupes, Mai. Sé lo que es tener miedo. Me crié en un poblado como este. Sé lo difícil que es. Pero debes ayudarme a encontrar el origen de esta enfermedad, o morirán más personas.
—Me han pedido que no diga nada.
—Y haces bien en respetar a quienes te pagan. —Kanya hace una pausa—. Pero todos debemos fidelidad a Su Majestad la Reina Niña, y ella quiere que todos estemos a salvo. A la reina le gustaría que nos ayudaras.
Mai vacila, y luego replica:
—Otros tres trabajaban en la fábrica.
Kanya se inclina hacia delante, intentando reprimir la emoción.
—¿En cuál?
Mai titubea. Kanya se arrima más a ella.
—¿Cuántos
phii
te echarán la culpa si consientes que perezcan antes de que su
kamma
les franquee el paso?
Mai sigue sin decidirse.
—Si le rompemos los dedos —interviene Pai—, nos lo contará todo.
La niña se asusta, pero Kanya le tiende una mano, conciliadora.
—No temas. No te hará nada. Es un tigre, pero yo empuño la correa. Por favor. Ayúdanos a salvar la ciudad. Puedes ayudarnos a salvar Krung Thep.
La pequeña desvía la mirada y la dirige hacia las aguas, hacia el difuso resplandor de Bangkok.
—La fábrica ya está cerrada. La habéis cerrado vosotros.
—Eso está muy bien. Pero tenemos que asegurarnos de que la infección no se propague. ¿Cómo se llama esa fábrica?
—SpringLife —responde a regañadientes la chiquilla.
Kanya frunce el ceño, intenta recordar el nombre.
—¿Una fábrica de muelles percutores? ¿De uno de los chaozhou?
Mai niega con la cabeza.
—De un
farang
. Un
farang
muy rico.
Kanya se sienta a su lado.
—Cuéntame más.
Anderson encuentra a Emiko aovillada al pie de su puerta, y de golpe y porrazo, lo que venía siendo una noche prometedora se transforma en otra preñada de interrogantes.
Lleva muchas jornadas trabajando sin descanso para preparar la invasión, entorpecido por el hecho de que no esperaba verse incomunicado de su propia fábrica. Su deplorable falta de previsión le ha obligado a perder varios días trazando una ruta segura hasta las instalaciones de SpringLife sin que lo descubra la plétora de patrullas de camisas blancas que acordonan todo el distrito industrial. De no ser por el hallazgo de la vía de escape de Hock Seng, probablemente estaría aún merodeando por los callejones, rezando para encontrar un acceso.
Así las cosas, Anderson se coló entre los postigos de las oficinas de SpringLife con la cara pintada de negro y un garfio colgado al hombro mientras daba gracias a un viejo chiflado que apenas unos días antes había robado la nómina entera de la fábrica.
La factoría apestaba. Todos los tanques de algas se habían podrido, pero en la penumbra, por suerte, no se movía nada. Si los camisas blancas hubieran apostado guardias en el interior... Anderson se tapó la boca con la mano mientras cruzaba el pasillo principal y seguía las cadenas de producción. El hedor a descomposición y estiércol de megodonte era cada vez más sofocante.
A la sombra de las hileras de algas y las fresadoras, examinó el suelo. Tan cerca de los tanques, el hedor era insoportable, como si en algún lugar se hubiera muerto una vaca y estuviese pudriéndose. La pestilente mortaja del optimista plan de Yates para crear un nuevo futuro energético.
Anderson se arrodilló y apartó las algas disecadas que rodeaban uno de los desagües. Tanteó los bordes, buscando asidero. Tiró. La rejilla de hierro se levantó con un chirrido. Tan sigilosamente como le era posible, Anderson empujó la pesada rueda de barrotes a un lado y la depositó en el cemento con un golpazo metálico. Se tumbó en el suelo, rezó para no tropezarse con ninguna serpiente ni con un escorpión, e introdujo el brazo en el agujero. Sus dedos arañaron la oscuridad, sondeando. Hundiéndose en la viscosa negrura.
Por un momento temió que se hubiera soltado, que se hubiera alejado flotando por el desagüe, devorado por las bombas subterráneas del rey Rama, pero instantes después sus dedos tocaron la tela impermeable. Arrancó el envoltorio de la pared del túnel y lo sacó, sonriendo. Un libro de claves. Para contingencias que en realidad jamás había creído que pudieran llegar a producirse.
En la oscuridad del despacho, marcó números de teléfono y puso en alerta a operadores de Birmania y la India. Envió secretarias corriendo en busca de series de códigos en desuso desde lo de Finlandia.
Dos días después llegó a la isla flotante de Koh Angrit para ultimar detalles con los líderes de los equipos de asalto en las instalaciones de AgriGen. Recibirían el arsenal en cuestión de días, los equipos de invasión ya habían empezado a reunirse. Y el dinero ya había sido enviado a su destino, el oro y el jade que ayudaría a los generales a replantearse su fidelidad y volverse en contra de su viejo amigo el general Pracha.
Pero ahora, con todos los preparativos resueltos, vuelve a la ciudad para encontrarse con Emiko tirada en el felpudo, llorosa y cubierta de sangre. En cuanto lo ve, se arroja a sus brazos, sollozando.
—¿Qué haces aquí? —susurra Anderson. Abrazándola con fuerza, abre la puerta y se apresura a meterla en el piso. Tiene la piel ardiendo. Hay sangre por todas partes. Presenta cortes en la cara y cicatrices en los brazos. Cierra la puerta inmediatamente—. ¿Qué te ha pasado? —La aparta, intenta inspeccionarla. Es una caldera ensangrentada, pero las heridas del rostro y de los brazos no explican la capa viscosa que la recubre—. ¿De quién es esta sangre?
Emiko sacude la cabeza. Empieza a sollozar de nuevo.
—Deja que te lave.
La conduce al cuarto de baño, abre el grifo de agua fría de la ducha y la coloca debajo del chorro. Ahora Emiko está tiritando y mira a su alrededor con un brillo febril y aterrado en los ojos. Parece que se haya vuelto medio loca. Anderson intenta quitarle la chaquetilla, librarse de la ropa empapada de sangre, pero las facciones de Emiko se crispan de rabia.
—¡No! —Dispara una mano y Anderson retrocede de golpe, frotándose la mejilla.
—¡¿Qué diablos?! —Se queda mirándola fijamente, consternado. Dios, qué rápida. Duele. Retira la mano, está manchada de sangre—. ¿Qué narices te pasa?
El brillo de animal asustado se apaga en los ojos de Emiko, que lo mira desconcertada un momento antes de dominarse y recuperar una expresión más humana.