Read La civilización del espectáculo Online
Authors: Mario Vargas Llosa
Dos asuntos han l evado a la actualidad en los últimos años el tema de la religión y provocado agrias polémicas en las democracias avanzadas. El primero, si en los colegios públicos, que administra el Estado y financian todos los contribuyentes, se debe excluir toda forma de enseñanza religiosa y dejar que ésta se confine de manera exclusiva en el ámbito privado. Y, el segundo, si se debe prohibir en las escuelas por parte de las niñas y jóvenes el uso del velo, el burka y el
hiyab
.
Abolir enteramente toda forma de enseñanza religiosa en los colegios públicos sería formar a las nuevas generaciones con una cultura deficiente y privarlas de un conocimiento básico para entender su historia, su tradición y disfrutar del arte, la literatura y el pensamiento de Occidente. La cultura occidental está embebida de ideas, creencias, imágenes, festividades y costumbres religiosas. Mutilar este riquísimo patrimonio de la educación de las nuevas generaciones equivaldría a entregarlas atadas de pies y manos a la civilización del espectáculo, es decir, a la frivolidad, la superficialidad, la ignorancia, la chismografía y el mal gusto. Una enseñanza religiosa no sectaria, objetiva y responsable, en la que se explique el papel hegemónico que ha cumplido el cristianismo en la creación y evolución de la cultura de Occidente, con todas sus divisiones y secesiones, sus guerras, sus incidencias históricas, sus logros, sus excesos, sus santos, sus místicos, sus mártires y martirizados, y la manera como todo ello ha influido, para bien y para mal, en la historia, la filosofía, la arquitectura, el arte y la literatura, es indispensable si se quiere que la cultura no degenere al ritmo que lo viene haciendo y que el mundo del futuro no esté dividido entre analfabetos funcionales y especialistas ignaros e insensibles.
El uso del velo o las túnicas que cubren parcial o enteramente el cuerpo de la mujer no debería ser objeto de debate en una sociedad democrática. ¿No existe en ella acaso la libertad? ¿Qué clase de libertad es esa que impediría a una niña o joven vestirse de acuerdo a las prescripciones de su religión o a su capricho? Sin embargo, no es nada seguro que llevar un velo o un burka sea una decisión libremente tomada por la niña, joven o mujer que los usa. Es muy probable que los lleve no por gusto ni acto libre personal sino como símbolo de la condición que la religión islámica impone a la mujer, es decir, de absoluta servidumbre a su padre o marido. En estas condiciones, el velo y la túnica dejan de ser sólo prendas de vestir y se convierten en emblemas de la discriminación que rodea a la mujer todavía en buena parte de las sociedades musulmanas. ¿Debe tolerar un país democrático, en nombre del respeto a las creencias y culturas, que en su seno sigan existiendo instituciones y costumbres (prejuicios y estigmas, más bien) que la democracia abolió hace siglos a costa de grandes luchas y sacrificios? La libertad es tolerante, pero no puede serlo para quienes con su conducta la niegan, hacen escarnio de ella y, a fin de cuentas, quisieran destruirla. En muchos casos, el empleo de símbolos religiosos como el burka y el
hiyab
que llevan las niñas musulmanas a los colegios son meros desafíos a esa libertad de la mujer alcanzada en Occidente, a la que quisieran recortar, obteniendo concesiones y constituyendo enclaves soberanos en el seno de una sociedad abierta. Es decir, detrás del aparentemente benigno atuendo se embosca una ofensiva que pretende obtener un derecho de ciudad para prácticas y comportamientos reñidos con la cultura de la libertad.
La inmigración es indispensable para los países desarrollados que quieren seguirlo siendo y, también por esa razón práctica, deben favorecerla y acoger a trabajadores de lenguas y creencias distintas. Desde luego que un gobierno democrático debe facilitar a esas familias inmigrantes la preservación de su religión y sus costumbres. Pero, a condición que ellas no vulneren los principios y las leyes del Estado de derecho. Éste no admite la discriminación ni el sometimiento de la mujer a una servidumbre que hace tabla rasa de sus derechos humanos. Una familia musulmana en una sociedad democrática tiene la misma obligación que las familias oriundas a ajustar su conducta a las leyes vigentes aun cuando éstas contradigan costumbres y comportamientos inveterados de sus lugares de origen.
Ése es el contexto en el que hay que situar siempre el debate sobre el velo, el burka y el
hiyab.
Así se entendería mejor la decisión de Francia —justa y democrática en mi opinión— de prohibir de manera categórica el uso del velo o cualquier otra forma de uniforme religioso para las niñas en las escuelas públicas.
Piedra de Toque
Nadie dio mucha importancia en Alemania a aquella pareja de discípulos del humanista Rudolf Steiner, que, desde una aldea perdida de Baviera, interpuso hace algún tiempo una acción ante el Tribunal Constitucional de la República, en Karlsruhe, alegando que sus tres
pequeños hijos habían quedado «traumatizados» por la imagen del Cristo crucificado que estaban obligados a ver, a diario, ornando las paredes de la escuela pública en la que estudiaban.
Pero hasta la última familia del país supo —y buen número de ellas quedaron desmandibuladas de estupefacción al saberlo— que el alto Tribunal encargado de velar por la recta aplicación de los principios constitucionales en la vida política, económica y administrativa de la Alemania federal, cuyas decisiones son inapelables, había acogido la querella. Por boca de su presidente, una eminencia jurídica, Johann Friedrich Henschel, los ocho magistrados que lo integraban fallaron que la oferta de aquella escuela bávara de reemplazar los crucifijos de sus paredes por escuetas cruces —a ver si esta simplificación «destraumatizaba» a los infantes del pleito— era insuficiente y ordenaron al estado de Baviera que retirase cruces y crucifijos de todas las aulas pues «en materia religiosa el Estado debe ser neutral». El Tribunal matizó esta sentencia estipulando que sólo en caso de que hubiera unanimidad absoluta entre padres de familia, profesores y alumnos podría una escuela conservar en sus aulas el símbolo cristiano. Los trémolos del escándalo han llegado hasta este apacible lago de los bosques austríacos donde he venido a refugiarme huyendo del calor y la sequía londinenses.
El estado de Baviera no es sólo el paraíso del colesterol y los triglicéridos pues allí se bebe la mejor cerveza y se comen los mejores embutidos del mundo; es también un baluarte del conservadurismo político y la Iglesia católica tiene allí una sólida implantación (no sugiero una relación de causa-efecto entre ambas cosas): más del noventa por ciento de los 850.000 escolares bávaros pertenecen a familias católicas practicantes. La Unión Social Cristiana, versión local y aliada del partido Unión Demócrata Cristiana del canciller Kohl, ejerce un dominio político indisputado en la región y su líder, Theo Waigel, ha sido el primero en protestar contra el fallo del Tribunal Constitucional, en un artículo en el órgano partidario, el
Bayernkurier
. «Debido al ostentoso empeño del Tribunal de proteger a las minorías y relegar cada día más a un segundo plano las necesidades de la mayoría, los valores establecidos y el patriotismo constitucional se hallan en peligro», afirmó.
Mesurada reacción, si la cotejamos con la de Su Ilustrísima, el arzobispo de Múnich, cardenal Friedrich Wetter, a quien el asunto ha llevado a las orillas de la apoplejía y —aún más grave desde el punto de vista democrático— el amotinamiento cívico. «Ni siquiera los nazis
arrancaron las cruces de nuestras escuelas», exclamó el purpurado. «¿Vamos a permitir que lo que no pudo perpetrar una dictadura lo realice un Estado democrático, regido por la ley?» ¡Por supuesto que no! El cardenal ha incitado a la desobediencia civil —ninguna escuela debe acatar la sentencia del Tribunal— y convocado una misa al aire libre, el 23 de septiembre, que atraerá seguramente muchedumbres papales.
El acto se celebrará bajo la euritmia beligerante de un eslogan acuñado por el mismísimo príncipe de la Iglesia: «¡Aquí está la cruz y aquí se queda!».
Si los encuestadores de las agencias de opinión han hecho bien su trabajo, una robusta mayoría de alemanes respalda al sublevado cardenal Wetter: cincuenta y ocho por ciento condena la sentencia del Tribunal Constitucional y sólo el treinta y siete por ciento la aprueba. El oportuno canciller Helmut Kohl se ha apresurado a reconvenir a los magistrados por una decisión que le parece «contraria a nuestra tradición
cristiana» e «incomprensible desde el punto de vista del contenido y de las consecuencias que puede acarrear».
Pero, acaso más grave todavía para la causa que defiende el Tribunal Constitucional, sea que los únicos políticos que hasta ahora hayan salido en su defensa son ese puñado de parlamentarios desarrapados y vegetarianos amantes de la clorofila y el ayuno —los Verdes— a los que, en este país de formidables comedores de butifarras y churrascos, nadie toma muy en serio. Su líder parlamentario, Werner Schulz, ha
defendido en Bonn la necesidad de que el Estado mantenga una rigurosa neutralidad en asuntos religiosos «precisamente ahora que existe una amenaza contra la libertad de cultos por obra de los fundamentalistas musulmanes y otras sectas». Y ha pedido que el Estado deje de colectar el impuesto que subsidia a la Iglesia y que reemplace los cursos de cristianismo que se imparten en las escuelas públicas por una enseñanza de ética y creencias en general, sin privilegiar a una religión específica.
Desde las tonificantes aguas frías del lago de Fuschl yo quisiera también añadir mi acatarrada voz en apoyo del Tribunal Constitucional de Alemania y aplaudir a sus lúcidos jueces, por un fallo que, en mi opinión, fortalece el firme proceso democratizador que este país ha seguido desde el final de la Segunda Guerra Mundial, lo más importante que le ha ocurrido a Europa occidental cara al futuro. No porque tenga el menor reparo estético contra crucifijos y cruces o porque albergue la más mínima animadversión contra cristianos o católicos. Todo lo contrario. Aunque no soy creyente, estoy convencido de que una sociedad no puede alcanzar una elevada cultura democrática —es decir, no puede disfrutar cabalmente de la libertad y la legalidad— si no está profundamente impregnada de esa vida espiritual y moral que, para la inmensa mayoría de los seres humanos, es indisociable de la religión. Así lo recuerda Paul Johnson, desde hace por lo menos veinte años, documentando en sus prolijos estudios el papel primordial que la fe y las prácticas religiosas cristianas desempeñaron en la aparición de una cultura democrática en el seno de las tinieblas de la arbitrariedad y el despotismo en que daba tumbos el género humano.
Pero, a diferencia de Paul Johnson, estoy también convencido de que si el Estado no preserva su carácter secular y laico, y, cediendo a la consideración cuantitativa que ahora esgrimen los adversarios del Tribunal Constitucional alemán —¿por qué no sería cristiano el Estado si la gran mayoría de los ciudadanos lo es?—, se identifica con una Iglesia, la democracia está perdida, a corto o a mediano plazo. Por una
razón muy simple: ninguna iglesia es democrática. Todas ellas postulan una verdad, que tiene la abrumadora coartada de la trascendencia y el padrinazgo abracadabrante de un ser divino, contra los que se estrellan y pulverizan todos los argumentos de la razón, y se negarían a sí mismas —se suicidarían— si fueran tolerantes y retráctiles y estuvieran dispuestas a aceptar los principios elementales de la vida democrática como son el pluralismo, el relativismo, la coexistencia de verdades contradictorias, las constantes concesiones recíprocas para la formación de consensos sociales. ¿Cómo sobreviviría el catolicismo si se pusiera al voto de los fieles, digamos, el dogma de la Inmaculada Concepción?
La naturaleza dogmática e intransigente de la religión se hace evidente en el caso del islamismo porque las sociedades donde éste ha echado raíces no han experimentado el proceso de secularización que, en Occidente, separó a la religión del Estado y la privatizó, convirtiéndola en un derecho individual en vez de un deber público, y obligándola a adaptarse a las nuevas circunstancias, es decir a confinarse en una actividad cada vez más privada y menos pública. Pero de allí a concluir que si la Iglesia recuperara el poder temporal que en las sociedades democráticas modernas perdió, éstas seguirían siendo tan libres y abiertas como lo son ahora, es una soberana ingenuidad. Invito a los optimistas que así lo creen, como Paul Johnson, a echar una ojeada a aquellas sociedades tercermundistas donde la Iglesia católica tiene todavía en sus manos cómo influir de manera decisiva en la dación de las leyes y el gobierno de la sociedad, y averiguar sólo qué ocurre allí con la censura cinematográfica, el divorcio y el control de la natalidad —no hablemos de la despenalización del aborto—, para que comprueben que, cuando está en condiciones de hacerlo, el catolicismo no vacila un segundo en imponer sus verdades a como dé lugar y no sólo a sus fieles, también a todos los infieles que se le pongan a su alcance.
Por eso, una sociedad democrática, si quiere seguir siéndolo, a la vez que garantiza la libertad de cultos y alienta en su seno una intensa vida religiosa, debe velar por que la Iglesia —cualquier iglesia— no desborde la esfera que le corresponde, que es la de lo privado, e impedir que se infiltre en el Estado y comience a imponer sus particulares convicciones al conjunto de la sociedad, algo que sólo puede hacer
atropellando la libertad de los no creyentes. La presencia de una cruz o un crucifijo en una escuela pública es tan abusiva para quienes no son cristianos como lo sería la imposición del velo islámico en una clase donde haya niñas cristianas y budistas además de musulmanas, o la
kippah
judía en un seminario mormón. Como no hay manera, en este tema, de respetar las creencias de todos a la vez, la política estatal no puede ser otra que la neutralidad. Los jueces del Tribunal Constitucional de Karlsruhe han hecho lo que debían hacer y su fallo los honra.
El País,
Madrid, 27 de agosto de 1995
Piedra de Toque
En 1983 asistí en Cartagena, Colombia, a un congreso sobre medios de comunicación presidido por dos intelectuales prestigiosos (Germán Arciniegas y Jacques Soustelle), en el que, además de periodistas venidos de medio mundo, había unos jóvenes incansables, dotados de esas miradas fijas y ardientes que adornan a los poseedores de la verdad. En un momento dado, hizo su aparición en el certamen, con gran revuelo de aquellos jóvenes, el reverendo Moon, jefe de la Iglesia de la Unificación, que, a través de un organismo de fachada, patrocinaba aquel congreso. Poco después, advertí que la mafia progresista añadía, a mi prontuario de iniquidades, la de haberme vendido a una siniestra secta, la de los
Moonies
.