Read La civilización del espectáculo Online
Authors: Mario Vargas Llosa
Las ideas de especialización y progreso, inseparables de la ciencia, son írritas a las letras y a las artes, lo que no quiere decir, desde luego, que la literatura, la pintura y la música no cambien y evolucionen. Pero no se puede decir de ellas, como de la química y la alquimia, que aquél a abole a ésta y la supera. La obra literaria y artística que alcanza cierto grado de excelencia no muere con el paso del tiempo: sigue viviendo y enriqueciendo a las nuevas generaciones y evolucionando con éstas. Por eso, las letras y las artes constituyeron hasta ahora el denominador común de la cultura, el espacio en el que era posible la comunicación entre seres humanos pese a la diferencia de lenguas, tradiciones, creencias y épocas, pues quienes hoy se emocionan con Shakespeare, se ríen con Molière y se deslumbran con Rembrandt y Mozart dialogan con quienes en el pasado los leyeron, oyeron y admiraron.
Ese espacio común, que nunca se especializó, que ha estado siempre al alcance de todos, ha experimentado períodos de extrema complejidad, abstracción y hermetismo, lo que constreñía la comprensión de ciertas obras a una elite. Pero esas obras experimentales o de vanguardia, si de veras expresaban zonas inéditas de la realidad humana y creaban formas de belleza perdurable, terminaban siempre por educar a sus lectores, espectadores y oyentes integrándose de este modo al patrimonio común. La cultura puede y debe ser, también, experimento, desde luego, a condición de que las nuevas técnicas y formas que introduzca la obra amplíen el horizonte de la experiencia de la vida, revelando sus secretos más ocultos, o exponiéndonos a valores estéticos inéditos que revolucionan nuestra sensibilidad y nos dan una visión más sutil y novedosa de ese abismo sin fondo que es la condición humana.
La cultura puede ser experimento y reflexión, pensamiento y sueño, pasión y poesía y una revisión crítica constante y profunda de todas las certidumbres, convicciones, teorías y creencias. Pero ella no puede apartarse de la vida real, de la vida verdadera, de la vida vivida, que no es nunca la de los lugares comunes, la del artificio, el sofisma y el juego, sin riesgo de desintegrarse. Puedo parecer pesimista, pero mi impresión es que, con una irresponsabilidad tan grande como nuestra irreprimible vocación por el juego y la diversión, hemos hecho de la cultura uno de esos vistosos pero frágiles castillos construidos sobre la arena que se deshacen al primer golpe de viento.
Piedra de Toque
Aquella tarde fui al Institute of Contemporary Arts media hora antes de la conferencia que el filósofo francés daba, para echar un vistazo a la librería del ICA, que, aunque pequeñita, siempre me pareció modélica. Pero me llevé una mayúscula sorpresa porque, entre la vez anterior que estuve allí y ésta, el breve recinto había experimentado una revolución clasificatoria. A las anticuadas secciones de antaño —literatura, filosofía, arte, cine, crítica— habían reemplazado las posmodernas de teoría cultural, clase y género, raza y cultura y un estante titulado «el sujeto sexual», que me dio cierta esperanza, pero no tenía nada que ver con el erotismo, sino con la patrología filológica o machismo lingüístico.
La poesía, la novela y el teatro habían sido erradicados; la única forma creativa presente eran algunos guiones cinematográficos. En un puesto de honor figuraba un libro de Deleuze y Guattari sobre
nomadología
y otro, al parecer muy importante, de un grupo de psicoanalistas, juristas y sociólogos sobre la deconstrucción de la justicia. Ni uno solo de los títulos más a la vista (como
El replanteamiento feminista del yo, El maricón material (The Material Queer), Ideología e identidad cultural
o
El ídolo lésbico
) me abrió el apetito, de modo que salí de allí sin comprar nada, algo que rara vez me ocurre en una librería.
Fui a escuchar a Jean Baudrillard porque el sociólogo y filósofo francés, uno de los héroes de la posmodernidad, tiene también su parte de responsabilidad en lo que está ocurriendo en nuestro tiempo con la vida de la cultura (si este apelativo tiene aún razón de ser cotejado con fenómenos como el que vive la librería del ICA londinense). Y porque quería verle la cara, después de tantos años. A fines de los cincuenta y comienzos de los sesenta ambos frecuentamos los cursos del tercer ciclo que dictaban en la Sorbona Lucien Goldmann y Roland Barthes y echamos una mano al FLN argelino, en las redes de apoyo que creó en París el filósofo Francis Jeanson. Todo el mundo sabía ya entonces que Jean Baudrillard haría una brillante carrera intelectual.
Era muy inteligente y de una soberbia desenvoltura expositiva. Entonces, parecía muy serio y no le hubiera ofendido que se lo describiera como un humanista moderno. Recuerdo haberlo oído, en un
bistrot
de Saint-Michel, pulverizar con encarnizamiento y humor la tesis de Foucault sobre la inexistencia del hombre en
Les mots et les choses,
que acababa de aparecer. Tenía muy buen gusto literario y fue uno de los primeros en Francia, en esos años, en señalar el genio de Italo Calvino, en un espléndido ensayo sobre éste que le publicó Sartre en
Les Temps Modernes
. Luego, a fines de los sesenta escribió los dos libros densos, estimulantes, palabreros y sofísticos que consolidarían su prestigio, sobre
El sistema de los objetos
y
La sociedad de consumo.
A partir de entonces, y mientras su influencia se extendía por el mundo y echaba raíces firmes sobre todo en el ámbito anglosajón —la prueba: el auditorio atestado del ICA y las centenares de personas que no consiguieron entrada para oírlo—, su talento, en lo que parece ser la trayectoria fatídica de los mejores pensadores franceses de nuestros días, se fue concentrando cada vez más en una ambiciosa empresa: la demolición de lo existente y su sustitución por una verbosa irrealidad.
Su conferencia —que comenzó citando a
Jurassic Park
— me lo confirmó con creces. Sus compatriotas que lo precedieron en esta tarea de acoso y derribo eran más tímidos que él. Según Foucault el hombre no existe, pero, al menos esa inexistencia está allí, poblando la realidad con su versátil vacío. Roland Barthes sólo confería sustancia real al estilo, inflexión que cada vida animada es capaz de imprimir en el río de palabras donde, como fuego fatuo, aparece y desaparece el ser. Para Derrida la verdadera vida es la de los textos o discursos, universo de formas autosuficientes que se remiten y modifican unas a otras, sin tocar para nada a esa remota y pálida sombra del verbo que es la prescindible experiencia humana.
Los pases mágicos de Jean Baudrillard eran todavía más definitivos. La realidad real ya no existe, ha sido reemplazada por la realidad virtual, la creada por las imágenes de la publicidad y los grandes medios audiovisuales. Hay algo que conocemos con la etiqueta de «información», pero se trata de un material que, en verdad, cumple una función esencialmente opuesta a la de informarnos sobre lo que ocurre a nuestro derredor. Él suplanta y vuelve inútil el mundo real de los hechos y las acciones objetivas: son las versiones clónicas de éstos, que llegan a nosotros a través de las pantallas de la televisión, seleccionadas y adobadas por los comentarios de esos ilusionistas que son los profesionales de los medios de comunicación, las que en nuestra época hacen las veces de lo que antes se conocía como realidad histórica, conocimiento objetivo del desenvolvimiento de la sociedad.
Las ocurrencias del mundo real ya no pueden ser objetivas; nacen socavadas en su verdad y consistencia ontológica por ese virus disolvente que es su proyección en las imágenes manipuladas y falsificadas de la realidad virtual, las únicas admisibles y comprensibles para una humanidad domesticada por la fantasía mediática dentro de la cual nacemos, vivimos y morimos (ni más ni menos que los dinosaurios de Spielberg). Además de abolir la historia, las «noticias» televisivas aniquilan también el tiempo, pues matan toda perspectiva crítica sobre lo que ocurre: ellas son simultáneas con los sucesos sobre los que supuestamente informan, y éstos no duran más que el lapso fugaz en que son enunciados, antes de desaparecer, barridos por otros que, a su vez, aniquilarán a los nuevos, en un vertiginoso proceso de desnaturalización de lo existente que ha desembocado, pura y simplemente, en su evaporación y reemplazo por la verdad de la ficción mediática, la sola realidad real de nuestra era, la era —dice Baudrillard— «de los simulacros».
Que vivimos en una época de grandes representaciones que nos dificultan la comprensión del mundo real, me parece una verdad como un templo. Pero ¿no es acaso evidente que nadie ha contribuido tanto a enturbiar nuestro entendimiento de lo que de veras está pasando en el mundo, ni siquiera las supercherías mediáticas, como ciertas teorías intelectuales que, al igual que los sabios de una de las hermosas fantasías borgianas, pretenden incrustar en la vida el juego especulativo y los sueños de la ficción?
En el ensayo que escribió demostrando que la guerra del Golfo no había sucedido —pues todo aquello que protagonizaron Saddam
Hussein, Kuwait y las fuerzas aliadas no había pasado de ser una mojiganga televisiva—, Jean Baudrillard afirmó: «El escándalo, en nuestros días, no consiste en atentar contra los valores morales, sino contra el principio de realidad». Suscribo esta afirmación con todos sus puntos y comas. Al mismo tiempo, ella me dio la impresión de una involuntaria y feroz autocrítica de quien, desde hace ya buen número de años, invertía su astucia dialéctica y los poderes de su inteligencia en probarnos que el desarrollo de la tecnología audiovisual y la revolución de las comunicaciones en nuestros días habían abolido la facultad humana de discernir entre la verdad y la mentira, la historia y la ficción, y hecho de nosotros, los bípedos de carne y hueso extraviados en el laberinto mediático de nuestro tiempo, meros fantasmas automáticos, piezas de mecano privadas de libertad y de conocimiento, condenados a extinguirnos sin haber siquiera vivido.
Al terminar su conferencia, no me acerqué a saludarlo ni a recordarle los tiempos idos de nuestra juventud, cuando las ideas y los libros nos exaltaban y él aún creía que existíamos.
El País,
Madrid, 24 de agosto de 1997
Hace ya de esto algunos años vi en París, en la televisión francesa, un documental que se me quedó grabado en la memoria y cuyas imágenes, de tanto en tanto, los sucesos cotidianos actualizan con restallante vigencia, sobre todo cuando se habla del problema cultural mayor de nuestro tiempo: la educación.
El documental describía la problemática de un liceo en las afueras de París, uno de esos barrios donde familias francesas empobrecidas se codean con inmigrantes de origen subsahariano, latinoamericano y árabes del Magreb. Este colegio secundario público, cuyos alumnos, de ambos sexos, constituían un arco iris de razas, lenguas, costumbres y religiones, había sido escenario de violencias: golpizas a profesores, violaciones en los baños o corredores, enfrentamientos entre pandillas a navajazos y palazos y, si mal no recuerdo, hasta tiroteos. No sé si de todo ello había resultado algún muerto, pero sí algunos heridos, y en los registros al local la policía había incautado armas, drogas y alcohol.
El documental no quería ser alarmista, sino tranquilizador, mostrar que lo peor había ya pasado y que, con la buena voluntad de autoridades, profesores, padres de familia y alumnos, las aguas se estaban sosegando. Por ejemplo, con inocultable satisfacción, el director señalaba que gracias al detector de metales recién instalado, por el cual debían pasar ahora los estudiantes al ingresar al colegio, se decomisaban las manoplas, cuchillos y otras armas punzo-cortantes. De este modo, los hechos de sangre se habían reducido de manera drástica. Se habían dictado disposiciones para que ni profesores ni alumnos circularan solos, ni siquiera a los baños, siempre al menos en grupos de dos. De este modo se evitaban asaltos y emboscadas. Y, ahora, el colegio tenía dos psicólogos permanentes para dar consejo a los alumnos y alumnas —casi siempre huérfanos, semihuérfanos, y de familias fracturadas por la desocupación, la promiscuidad, la delincuencia y la violencia de género— inadaptables o pendencieros recalcitrantes.
Lo que más me impresionó en el documental fue la entrevista a una profesora que afirmaba, con naturalidad, algo así como:
«Tout va bien, maintenant, mais il faut se débrouiller»
(«Ahora todo anda bien, pero hay que saber arreglárselas»). Explicaba que, a fin de evitar los asaltos y palizas de antaño, ella y un grupo de profesores se habían puesto de acuerdo para encontrarse a una hora justa en la boca del metro más cercano y caminar juntos hasta el colegio. De este modo el riesgo de ser agredidos por los
voyous
(golfos) disminuía. Aquella profesora y sus colegas, que iban diariamente a su trabajo como quien va al infierno, se habían resignado, aprendido a sobrevivir y no parecían imaginar siquiera que ejercer la docencia pudiera ser algo distinto a su vía crucis cotidiano.
En esos días terminaba yo de leer uno de los amenos y sofísticos ensayos de Michel Foucault en el que, con su brillantez habitual, el filósofo francés sostenía que, al igual que la sexualidad, la psiquiatría, la religión, la justicia y el lenguaje, la enseñanza había sido siempre, en el mundo occidental, una de esas «estructuras de poder» erigidas para reprimir y domesticar al cuerpo social, instalando sutiles pero muy eficaces formas de sometimiento y enajenación a fin de garantizar la perpetuación de los privilegios y el control del poder de los grupos sociales dominantes.
Bueno, por lo menos en el campo de la enseñanza, a partir de 1968 la autoridad castradora de los instintos libertarios de los jóvenes había volado en pedazos. Pero, a juzgar por aquel documental, que hubiera podido ser filmado en otros muchos lugares de Francia y de toda Europa, el desplome y desprestigio de la idea misma del docente y la docencia —y, en última instancia, de cualquier forma de autoridad— no parecían haber traído la liberación creativa del espíritu juvenil, sino, más bien, convertido a los colegios así liberados, en el mejor de los casos, en instituciones caóticas, y, en el peor, en pequeñas satrapías de matones y precoces delincuentes.
Es evidente que Mayo del 68 no acabó con la «autoridad», que ya venía sufriendo hacía tiempo un proceso de debilitamiento generalizado en todos los órdenes, desde el político hasta el cultural, sobre todo en el campo de la educación. Pero la revolución de los niños bien, la flor y nata de las clases burguesas y privilegiadas de Francia, quienes fueron los protagonistas de aquel divertido carnaval que proclamó como uno de los lemas del movimiento «¡Prohibido prohibir!», extendió al concepto de autoridad su partida de defunción. Y dio legitimidad y
glamour
a la idea de que toda autoridad es sospechosa, perniciosa y deleznable y que el ideal libertario más noble es desconocerla, negarla y destruirla. El poder no se vio afectado en lo más mínimo con este desplante simbólico de los jóvenes rebeldes que, sin saberlo la inmensa mayoría de ellos, llevaron a las barricadas los ideales iconoclastas de pensadores como Foucault. Baste recordar que en las primeras elecciones celebradas en Francia después de Mayo del 68, la derecha gaullista obtuvo una rotunda victoria.