Read La civilización del espectáculo Online
Authors: Mario Vargas Llosa
Otra de las razones por las que los seres humanos se aferran a la idea de un dios todopoderoso y una vida ultraterrena es que, unos más y otros menos, casi todos sospechan que si aquella idea desapareciera y se instalara como una verdad científica inequívoca que Dios no existe y la religión no es más que un embeleco desprovisto de sustancia y realidad, sobrevendría, a la corta o a la larga, una barbarización generalizada de la vida social, una regresión selvática a la ley del más fuerte y la conquista del espacio social por las tendencias más destructivas y crueles que anidan en el hombre y a las que, en última instancia, frenan y atenúan no las leyes humanas ni la moral entronizada por la racionalidad de los gobernantes, sino la religión. Dicho de otro modo, si hay algo que todavía pueda llamarse una moral, un cuerpo de normas de conducta que propicien el bien, la coexistencia en la diversidad, la generosidad, el altruismo, la compasión, el respeto al prójimo, y rechacen la violencia, el abuso, el robo, la explotación, es la religión, la ley divina y no las leyes humanas. Desaparecido este antídoto, la vida se iría tornando poco a poco un aquelarre de salvajismo, prepotencia y exceso, donde los dueños de cualquier forma de poder —político, económico, militar, etcétera— se sentirían libres de cometer todos los latrocinios concebibles, dando rienda suelta a sus instintos y apetitos más destructivos. Si esta vida es la única que tenemos y no hay nada después de ella y vamos a extinguirnos para siempre jamás, ¿por qué no trataríamos de aprovecharla de la máxima manera posible, aun si ello significara precipitar nuestra propia ruina y sembrar nuestro alrededor con las víctimas de nuestros instintos desatados? Los hombres se empeñan en creer en Dios porque no confían en sí mismos. Y la historia nos demuestra que no les falta razón pues hasta ahora no hemos demostrado ser confiables.
Esto no quiere decir, desde luego, que la vigencia de la religión garantice el triunfo del bien sobre el mal en este mundo y la eficacia de una moral que ataje la violencia y la crueldad en las relaciones humanas. Sólo quiere decir que, por mal que ande el mundo, un oscuro instinto hace pensar a gran parte de la humanidad que andaría todavía peor si los ateos y laicos a ultranza lograran su objetivo de erradicar a Dios y a la religión de nuestras vidas. Ésta sólo puede ser una intuición o una creencia (otro acto de fe): no hay estadística capaz de probar que es así o lo contrario.
Finalmente, hay una última razón, filosófica o, más propiamente, metafísica, para el tan prolongado arraigo de Dios y la religión en la conciencia humana. Contrariamente a lo que creían los librepensadores, ni el conocimiento científico ni la cultura en general —menos aún una cultura devastada por la frivolidad— bastan para liberar al hombre de la soledad en que lo sume el presentimiento de la inexistencia de un trasmundo, de una vida ultraterrena. No se trata del miedo a la muerte, del espanto ante la perspectiva de la extinción total. Sino de esa sensación de desamparo y extravío en esta vida, aquí y ahora, que asoma en el ser humano ante la sola sospecha de la inexistencia de otra vida, de un más allá desde el cual un ser o unos seres más poderosos y sabios que los humanos conozcan y determinen el sentido de la vida, del orden temporal e histórico, es decir, del misterio dentro del que nacemos, vivimos y morimos, y a cuya sabiduría podamos acercarnos lo suficiente como para entender nuestra propia existencia de un modo que le dé sustento y justificación. Con todos los avances que ha hecho, la ciencia no ha logrado desvelar este misterio y es dudoso que lo logre alguna vez. Muy pocos seres humanos son capaces de aceptar la idea del «absurdo existencialista», de que estamos «arrojados» aquí en el mundo por obra de un azar incomprensible, de un accidente estelar, que nuestras vidas son meras casualidades desprovistas de orden ni concierto, y que todo lo que con ellas ocurra o deje de ocurrir depende exclusivamente de nuestra conducta y voluntad y de la situación social e histórica en que nos hallamos insertos. Esta sola idea, que Albert Camus describió en
El mito de Sísifo
con lucidez y serenidad y de la que extrajo hermosas conclusiones sobre la belleza, la libertad y el placer, al común de los mortales lo sume en la anomia, la parálisis y la desesperación.
En el ensayo inicial de
El hombre y lo divino,
«Del nacimiento de los dioses», María Zambrano se pregunta: «¿Cómo han nacido los dioses y por qué?». La respuesta que encuentra es todavía anterior y más profunda que la mera toma de conciencia del hombre primitivo de su desamparo, soledad y vulnerabilidad. En verdad, dice, es algo constitutivo, una «necesidad abismal, definitoria de la condición humana», sentir ante el mundo aquella «extrañeza» que provoca en el ser humano un «delirio de persecución» que sólo cesa, o al menos se aplaca, cuando reconoce y se siente rodeado de aquellos dioses cuya existencia presentía y lo hacían vivir en la zozobra y el frenesí antes de reconocerlos e incorporarlos a su existencia. María Zambrano investiga el caso específico de los dioses griegos, pero sus conclusiones valen para todas las civilizaciones y culturas. Si no fuera así, se pregunta ella misma, «¿Por qué ha habido siempre dioses, de diverso tipo, ciertamente, pero, al fin, dioses?». La respuesta a esta interrogación la da en otro de los ensayos del libro, «La huella del paraíso», y no puede ser más convincente: «Y en los dos puntos extremos que marcan el horizonte humano, el pasado perdido y el futuro a crear, resplandece la sed y el ansia de una vida divina sin dejar de ser humana, una vida divina que el hombre parece haber tenido siempre como modelo previo, que se ha ido diseñando a través de la confusión en abigarradas imágenes, como un rayo de luz pura que se colorease al atravesar la turbia atmósfera de las pasiones, de la necesidad y del sufrimiento».
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En los años sesenta yo viví, en Londres, una época en la que una nueva cultura irrumpió con fuerza y se extendió de al í por buena parte del mundo occidental, la de los
hippies
o los
flower children
. Lo más novedoso y llamativo de ella fueron la revolución musical que trajo consigo, la de los Beatles y los Rolling Stones, una nueva estética en el atuendo, la reivindicación de la marihuana y otras drogas, la libertad sexual, pero, también, el rebrote de una religiosidad que, apartándose de las grandes religiones tradicionales de Occidente, se volcaba hacia el Oriente, el budismo y el hinduismo principalmente, y todos los cultos relacionados con el os, así como a innumerables sectas y prácticas religiosas primitivas, muchas de dudoso origen y, a veces, fabricadas por gurús de pacotilla y aprovechadores pintorescos. Pero, no importa cuánto hubiera de ingenuidad, moda y monería en esta tendencia, lo cierto es que detrás de esa proliferación de iglesias y creencias exóticas, genuinas o farsantes, lo evidente es que los mil ares de jóvenes de todo el mundo que se volcaron en ellas y les dieron vida, o peregrinaron a Katmandú como antaño sus abuelos a los Santos Lugares o los musulmanes a La Meca, mostraron de manera palpable esa necesidad de vida espiritual y trascendencia de la que sólo pequeñas minorías a lo largo de la historia se han librado. No deja de ser instructivo al respecto que tantos inconformes y rebeldes contra la primacía del cristianismo sucumbieran luego al hechizo y las prédicas religioso-psicodélicas de personajes como el padre del LSD, Timothy Leary, el Maharishi Mahesh Yogi, el santón y gurú favorito de los Beatles, o el profeta coreano de los
Moonies
y la Iglesia de la Unificación, el reverendo Sun Myung Moon.
Muchos han tomado muy poco en serio este rebrote de religiosidad superficial, teñido de pintoresquismo, candidez, parafernalia cinematográfica y proliferación de cultos e iglesias promovidos por una publicidad chillona y de mal gusto como productos comerciales de consumo doméstico. Que sean recientes, a veces grotescamente embusteras, que se aprovechen de la incultura, ingenuidad y frivolidad de sus adeptos, no es obstáculo para que a éstos les presten un servicio espiritual y les ayuden a llenar un vacío en sus vidas, tal como a millones de otros seres humanos les ocurre con las iglesias tradicionales. No de otra manera se explica que algunas de estas iglesias de reciente aparición, como la Cienciología fundada por L. Ron Hubbard, y favorecida por algunas luminarias de Hollywood, entre ellos Tom Cruise y John Travolta, hayan resistido el acoso a que han sido sometidas en países como Alemania, donde aquél a fue acusada de lavado de cerebros y explotación de menores, y constituido un verdadero imperio económico internacional. No tiene nada de sorprendente que en la civilización de la pantomima la religión se acerque al circo y a veces se confunda con él.
Para hacer un balance de la función que han cumplido las religiones en el curso de la historia humana es imprescindible separar los efectos que ellas han tenido en el ámbito privado e individual y en el público y social. No se debe confundirlos pues se perderían matices y hechos fundamentales. Al creyente y practicante su religión —sea ésta profunda, antigua y popular, o contemporánea, superficial y minúscula— desde luego que le sirve. Le permite explicarse quién es y qué hace en este mundo, le proporciona un orden, una moral para organizar su vida y su conducta, una esperanza de perennidad luego de su muerte, un consuelo para el infortunio, y el alivio y la seguridad que se derivan de sentirse parte de una comunidad que comparte creencias, ritos y formas de vida. Sobre todo para quienes sufren y son víctimas de abusos, explotación, pobreza, frustración, desgracia, la religión es una tabla de salvación a la que asirse para no sucumbir a la desesperación, que anula la capacidad de reacción y resistencia al infortunio, y empuja al suicidio.
Desde el punto de vista social hay también muchas derivaciones positivas de la religión. En el caso del cristianismo, por ejemplo, fue una verdadera revolución para su tiempo la prédica extendida del perdón que incluía a los enemigos, a los que Cristo enseñaba que había que amar al igual que a los amigos, y la conversión de la pobreza en un valor moral que Dios premiaría en la otra vida («los últimos serán los primeros»), así como la condena de la riqueza y del rico que hace Jesús en el Evangelio según San Mateo (19:24): «Es más fácil pasar un camello por el ojo de una aguja, que un rico entrar en el reino de los cielos». El cristianismo propuso una fraternidad universal, combatiendo los prejuicios y la discriminación entre las razas, las culturas y las etnias y sosteniendo que todas ellas sin excepción eran hijas de Dios y bienvenidas en la casa del Señor. Aunque estas ideas y prédicas tardaron en abrirse paso y traducirse en formas de conducta por parte de Estados y gobiernos, ellas contribuyeron a aliviar las formas más brutales de la explotación, la discriminación y las violencias, a humanizar la vida en el mundo antiguo y sentaron las bases de lo que, con el correr del tiempo, sería el reconocimiento de los derechos humanos, la abolición de la esclavitud, la condena del genocidio y la tortura. En otras palabras, el cristianismo dio un impulso determinante al nacimiento de la cultura democrática.
Sin embargo, a la vez que por una parte servía a esta causa con la filosofía implícita en su doctrina, por otra el cristianismo sería, sobre todo en sociedades que no habían experimentado un proceso de secularización, uno de los mayores obstáculos para que la democracia se expandiera y arraigara. En esto no ha sido diferente de ninguna otra religión. Las religiones sólo admiten y proclaman verdades absolutas y cada cual rechaza las de las demás de manera categórica. Todas ellas aspiran no sólo a conquistar las almas y el corazón de los seres humanos, también su conducta. Mientras fue una religión de catacumbas, marginal, perseguida, de gentes pobres y desvalidas, el cristianismo representó una forma de civilización que contrastaba con la barbarie de los paganos, sus violencias enloquecidas, sus prejuicios y supersticiones, los excesos de sus vidas y su inhumanidad en el trato con el otro. Pero cuando prendió y fue incorporando a sus filas a las clases dirigentes y pasó a cogobernar o gobernar directamente a la sociedad, el cristianismo perdió el semblante de mansedumbre que tenía. En el poder se volvió intolerante, dogmático, exclusivista y fanático. La defensa de la ortodoxia lo llevó a validar y ejercer él mismo tantas o peores violencias que las que habían sufrido los primeros cristianos de parte de los paganos y a encabezar y legitimar guerras y crueldades inicuas contra sus adversarios. Su identificación o cercanía con el poder lo indujo muchas veces a hacer concesiones vergonzosas a los reyes, príncipes, caudillos y, en general, a los poderosos. Si en ciertas épocas, como el Renacimiento, la Iglesia favoreció el desarrollo de las artes y las letras —ni Dante ni Piero della Francesca ni Miguel Ángel hubieran sido posibles sin ella—, luego se convertiría, en el dominio del pensamiento, tan brutalmente represiva como lo fue desde el principio en el dominio de la investigación científica, censurando y castigando incluso con la tortura y la muerte a los pensadores, científicos y artistas sospechosos de heterodoxia. Las Cruzadas, la Inquisición, el
Index
son otros tantos símbolos de la intransigencia, el dogmatismo y la ferocidad con que la Iglesia combatió la libertad intelectual, científica y artística, así como las duras batallas que debieron librar contra ella los grandes luchadores de la libertad en los países católicos. En los países protestantes hubo menos intolerancia para con la ciencia y una censura menos estricta para con la literatura y las artes, pero no fue menor que en las sociedades católicas la rigidez en lo concerniente a la familia, el sexo y el amor. En ambos casos, la discriminación de la mujer tuvo siempre a la Iglesia como adalid, y en ambos, también, la Iglesia alentó o toleró el antisemitismo.
Sólo con la secularización la Iglesia iría aceptando (resignándose a el o, más bien) que era preciso dar al César lo que correspondía al César y a Dios lo que es de Dios. Es decir, admitir una división estricta entre lo espiritual y lo temporal, que su soberanía se ejerciera en lo primero y que en lo segundo respetara lo que decidieran todos los ciudadanos, cristianos o no. Sin ese proceso de secularización que apartó a la Iglesia del gobierno temporal no habría habido democracia, un sistema que significa coexistencia en la diversidad, pluralismo cívico y también religioso, y leyes que pueden no sólo no coincidir con la filosofía y la moral cristianas sino disentir de ellas radicalmente. La secularización de la sociedad fue entendida, durante la Revolución Francesa, en los sectores anarquistas y comunistas durante la Segunda República Española o en un período importante de la Revolución Mexicana y en las Revoluciones de Rusia y de China, como una lucha frontal contra la religión hasta extirparla de la sociedad. Se quemaron conventos e iglesias, se asesinó a religiosos y creyentes, se prohibieron las prácticas litúrgicas, se erradicó de la educación toda forma de enseñanza cristiana y se promovió intensamente el ateísmo y el materialismo. Todo ello no sólo fue cruel e injusto, sino, sobre todo, inútil. Las persecuciones tuvieron el efecto de una poda pues, luego de un tiempo, hicieron renacer con más brío las creencias y las prácticas religiosas. Francia, Rusia y México son en la actualidad el mejor ejemplo de ello.