Las últimas palabras de Abi Amir no pudo escucharlas Hudayr, desde el otro lado del salón se elevaba la voz desconfiada de Qasim ibn Tumlus.
—El motivo de encontrarnos aquí es poner fin a la confabulación que han promovido Yawdar y Faiq, pero discutimos y no nos ponemos de acuerdo. No me es grato mancharme las manos con sangre inocente, menos aún con un príncipe de esta dinastía tan antigua como el Islam. Mi opinión es entronizar a Hisham, verdadero heredero como hijo del califa Al-Hakam II, ahora bien, proclamarle sobre el cadáver de su tío no creo que sea grato a los ojos de Dios —dijo Qasim mientras paseaba por entre los reunidos como un lobo enjaulado. Le hubiera gustado exponer otras razones que estimaba necesarias, mas consideró inoportuno desahogarse en esos momentos donde nadie hablaba con el corazón, sino con la mirada puesta en sus intereses, eso le llenaba de recelo y desconfianza.
—Nadie desea un derramamiento de sangre injustificado e infructuoso y tampoco consentiremos que se nos imponga un califa a la conveniencia de esos intrigantes de palacio. Traicionaríamos nuestro juramento y dejaríamos abiertas las puertas a cualquier oportunista que se considere con derechos sucesorios. ¡Son muchos los príncipes omeyas en tales condiciones! A estas tierras de Occidente, la dinastía Omeya trajo el Islam y se ha caracterizado por la ortodoxia. Nos hemos opuesto a los desviados fatimíes y en defensa de nuestra verdadera tradición hemos regado con sangre el Norte de África. Tu padre fue uno de los mártires en esa campaña. No podemos dudar de nuestro destino, el que se predicó en la Meca y el decidido por los primeros califas, los verdaderos. ¿Queremos corrompernos con los vientos de Oriente como lo hicieron los abbasíes? ¿Que a cada gobernador se le ocurra la idea de independizarse de la tutela de Córdoba? ¿Deseamos eso? Si es así, dejemos las manos libres a los usurpadores. En caso contrario, defendamos con nuestras vidas el orden sucesorio.
Las palabras de Ishaq Ibrahim, encaminadas a incitar al joven Tumlus a tomar la iniciativa recordando la diligencia con que su padre obedecía, no tuvieron el éxito que ansiaban. Las circunstancias eran otras, el Califa, a quien se debía ciega obediencia, había muerto.
—Juramos conscientes la sucesión como forma inequívoca y estamos dispuestos a dejarnos la piel en su defensa. Por mi parte tengo presente la palabra embargada y a Dios por testigo. Cumpliré mi parte como debo y no me apartaré un ápice de las recomendaciones del Profeta y de Dios con su infinita justicia. Nos aconsejaron no matar a un hermano en la fe sin causas que lo justifiquen y estamos discutiendo la muerte de uno de nuestros hermanos en el Islam por un simple hecho al que es ajeno.
Le condenamos porque otros han pensado en él como califa. ¿Quién cargará con su muerte sobre la conciencia? Tus palabras, Ishaq Ibrahim, son claras y llenas del encomiable fervor pero tus manos se conservarán inmaculadas. Tú no cogerás la espada para asestar el golpe definitivo, no llegarán a tus oídos los gritos de piedad, no verás la expresión de terror en los ojos y el alma no se te arrugará ante la sangrienta degollina de Al-Mugira —terminó Qasim y se dirigió a su sitio. Se dejó caer sobre los almohadones pesadamente, como si el esfuerzo del discurso le hubiera agotado.
—No se ha puesto en duda tu fidelidad. En nuestras mentes está la espléndida imagen de tu padre sobre el caballo, al frente de las tropas que partieron a combatir las falsedades y la rebeldía en África. La conservamos como si fuese entonces, pues no le volvimos a ver vivo. Si él estuviera presente entre nosotros, a buen seguro no regatearía esfuerzos para solucionar el conflicto donde estamos inmersos y…
Qasim se levantó de nuevo inesperadamente y arrebató la palabra a Al-Salim.
—Mi intención no es mercadear esfuerzos. Hablo de la ejecución de un inocente joven sin arte ni parte en esta conspiración. Hablo de un asesinato que, según mi opinión, podemos ahorrarnos con desalojarle de su casa y llevárnoslo fuera de la ciudad. Hablo de la palabra de Dios recogida en su Libro Sagrado: «Combatid al que obra injustamente». Según los informes que el Hachib nos ha trasmitido, es injusto exigir la muerte de Al-Mugira. A mis oídos no han llegado inculpaciones donde se declare su participación en la conjura. Le condenamos sin pecado y sin darle la oportunidad de defenderse. Al-Hakam II siempre otorgó el amán a cuantos se desdecían. Prodigó el perdón a sus enemigos con el simple acto de arrepentirse. Fue un hombre movido por la clemencia y la justicia y nosotros perseveramos en el extravío —dijo Qasim con energía, fruto de los años en el ejército. Poseía una hermosa voz potente, ademanes castrenses y se enorgullecía de su oficio. Se arropaba en su elevado concepto del honor. Con su intervención sazonó la atmósfera con nuevas dosis de desconfianza. El Cadí y el Ulema se miraron y comprendieron la importancia de guardar silencio y no entrar en forma alguna en discusiones con Qasim.
—Qasim, el Libro Sagrado que esgrimes también nos dice: «No disputéis porque entonces fracasaréis y se os irá el aliento». En Él encontramos respuestas para todo porque Allah así se lo dijo al Profeta y Él no deja nada por decir. Contempla la vida en este y en el otro mundo de los seres que ha creado y toda la Creación es suya. Nos encareció los deberes para con Él y con su sabio hacer marcó el destino de cada hombre. Qasim, estás aferrado a conjeturas distorsionadas y no distingues con el equilibrio adecuado. Los eunucos han tomado una decisión seguros del éxito y razón. ¿Habrían propuesto a Al-Mugira si no contasen con su aquiescencia? Esta pregunta puede responder a tu desconfiada ignorancia. También dice el Profeta:
«¡Malditos los que siempre están conjurando!» —contestó Al-Mushafi con un tono inusual, una actitud piadosa y humilde, con el intento de reconducir las disputas y llevarlas a su terreno, pero a pesar de las sagradas citas no convenció a nadie para empuñar las armas y salir disparados a terminar con la vida del joven Príncipe. Con sus incomprensibles indecisiones había sembrado la duda y esta fructificaba como el trigo en primavera. El recelo desencadenado por su falta de firmeza roía los corazones y cuando este duende anda suelto encerrarle es difícil.
Quienes debieran empuñar la espada sentían la amenaza de la ley suspendida sobre sus cabezas y quienes la administraban temblaban al pensar en la violencia de las armas. Unos y otros escondían sus miedos y se medían con palabras. Algunos hubieran querido que el Hachib les hubiera ignorado y no encontrase presentes con el manido argumento de que las cosas se resuelven por sí solas. ¿Qué podía ocurrir?
¿Que hubiera más eslavos eunucos en el gobierno? Si la mayoría ocupaba los mejores puestos, ya se había encargado Abd Al-Rahman III de encumbrarlos para no estar sujeto a la aristocracia árabe y su hijo Al-Hakam II había continuado con la misma política. Otros, en cambio, pensaban lo contrario. Acabar con la fuerza de estos oficiales de palacio que se habían arrogado con el poder con sus sibilinas mañas femeninas. Se imponía un drástico giro para eludir en lo sucesivo situaciones que pusiesen en peligro el orden y el gobierno como estaba establecido.
—La unión de nuestro pueblo se encuentra amenazada. Nuestra obligación inexcusable es resolver el problema como musulmanes. A todos nos repugna el crimen, pero cuando es necesario para el Islam y la justicia lo exige, es un castigo.
Apliquemos la pena que la ley nos aconseja, Dios no nos pedirá cuentas por ello, al contrario, con la ley glorificamos a Dios —remachaba Ishaq Ibrahim como el herrero el hierro al rojo en la fragua. La conjura de los eunucos la entendía como una actitud herética, próxima a la apostasía. Los grandes pecados motivo de disensiones, luchas divisorias, males infundidos por el diablo para tentar la ambición de los hombres. El gobierno de Al-Hakam II lo consideraba un regalo divino, un premio a la fidelidad y a la devoción a la tradición, pero los cordobeses se habían relajado con la comodidad y riqueza, en ello veía un peligro de indolencia y molicie. Prueba de ello era esta conjura absurda de dos eunucos acostumbrados a oropeles cortesanos que les impedía vislumbrar el fervor y el respeto a la Suna como se les había educado. El estricto Ulema temía la división y la vuelta a las luchas fratricidas de los primeros años del emirato cuando hijos se levantaron contra padres y hermanos contra hermanos.
—La tradición es el eje del califato y el pueblo cordobés no quiere nuevas veleidades. Le asusta lo desconocido y desconfía de los cambios —la voz de ibn Nasr deshizo el pensamiento de Ishaq Ibrahim y atrajo la atención del resto.
El viejo juez del mercado adivinaba que, tras la confabulación, su vida profesional había llegado a su fin. Tanto si triunfaba la proclamación de Hisham como si los eunucos ponían en el trono a Al-Mugira. Para él las ambiciones terrenales se le habían ido con los años. Dejaba para los demás el desasosiego y la incertidumbre de los lauros y tenía el alma predispuesta para ganar el Paraíso prometido por el Profeta a los limpios de corazón. Sin embargo, como servidor de Al-Hakam II, le sería fiel hasta el último aliento. Bajo su mandato había participado en la construcción de la gran mezquita, se había prosternado bajo la cúpula del Mirad, al lado del Príncipe de los Creyentes, y dado gracias a Dios por permitirle terminar la maravilla de teselas bizantinas, asombro y admiración para los siglos venideros, y junto al nombre de Al-Hakam II, el suyo se perpetuaría en la piedra. Orgulloso, recordaba su participación en las campañas contra el infiel, con el
Satrany
, la bandera de los cuadros del ajedrez, en la mano y el corazón elevado hacia Allah para mayor gloria del Islam. Los años en la corte le habían limado las aristas del carácter y concedido experiencia sobre el conocimiento de los hombres y, como el Califa, opinaba que la violencia desencadenaba violencia. Incorporó la moderación a su bagaje personal y tanto en el tribunal que presidía como en las relaciones con los otros visires, se distinguió por la ecuanimidad y el sentido común. Ahora bien, si la ocasión lo requería y no existía mejor remedio, las actuaciones drásticas no le hacían temblar la mano. Mientras había escuchado a unos y otros y, acogiéndose al conocimiento que tenía de Córdoba y sus habitantes, sintió que una fugaz estrella le avisaba que los hombres rectos no aceptarían de buen grado un califa impuesto por Yawdar y Faiq. Los cordobeses se rebelarían ante un califa advenedizo surgido de una noche de intrigas. En numerosas ocasiones había escuchado comentarios donde los hombres vulgares desnudaban el alma: “Desconfiemos de los cambios propuestos por los gobernantes primerizos.
Nuevos hombres, nuevas leyes, nuevos impuestos. Los exprimidos seremos nosotros, ellos quienes se enriquecen”. Una tarde de viernes, después de la oración, había ido a pasear al cementerio del otro lado del río y, cuando estaba sentado meditando sobre la desgraciada vida que le tocó vivir a su padre, militar que se quedó inválido a los treinta años en una batalla en las riberas del rió Duero, un viejo desilusionado se sentó a su lado. Inclinado hacia adelante, como si tuviera un gran peso sobre los hombros, se lamentó sobre lo que él consideraba las grandes injusticias de la vida.
Ibn Nasr le animó con palabras amables y esperanzadoras. El viejo le miró con escepticismo y le dijo con amargura, resentido con su sino y solidario con los que como él se consideraban los peones anónimos sobre cuyas espaldas se cargaban los trabajos más pesados y desagradables: “A vosotros los visires, jueces, generales, ulemas, alfaquíes, cadíes no os manca la mancera del arado, no escardáis con los riñones doblados desde el amanecer hasta el ocaso, no sufrís los rigores del tiempo a la intemperie, conserváis las manos blancas y delicadas, sin callos que las deformen y no tenéis los pies destrozados por andar descalzos entre los abrojos de los campos.
Guardáis vuestras personas bajo hermosos techos artesonados mientras nosotros tenemos el inmenso cielo por cobijo”. «No me culpes a mí, no soy yo quien rige el destino de los hombres», le respondió ibn Nasr incómodo y el viejo continuó:
“Nosotros perdemos los pulmones en los pozos de los tientes, en las canteras y en las minas, se nos desencajan las articulaciones en las manufacturas, regamos con nuestra sangre los campos de batalla, pues nos arrojáis los primeros a enfrentarnos con el enemigo, andamos media vida por esos caminos de Dios bajo un sol abrasador, la lluvia pertinaz, el frío viento, las gélidas heladas, las congeladoras nieves, con el barro y la humedad deshaciéndonos los huesos. Los que son como yo nos afanamos mientras hay luz en el cielo y con las estrellas como testigos para llevar el mísero pan a la boca de nuestros hijos”. Ibn Nasr a punto estuvo de decirle: “Los designios de Dios son inescrutables y él gobierna el destino de los hombres”, pero pensó que el viejo podía blasfemar y responderle que Dios era injusto y discriminaba a los hombres desde el mismo día de su nacimiento. Por tanto, para aliviar en lo posible la desazón del viejo, contestó: “Dios te recompensará en la otra vida con su justa sabiduría”. Este sentimiento popular lo ignoraban los eunucos que engordaron en la abundancia de palacio, con las despensas abarrotadas donde no existían las sequías que impidiesen las cosechas, ni trabajos donde los riñones y pulmones sufriesen, ni herramientas que encalleciesen las manos. Los eunucos desconocían el padecimiento de las inclemencias del tiempo, las contemplaban al abrigo de los muros de palacio y si rezongaban era por incomodidad más que por sufrirlas en sus cuerpos. La ignorancia de los trabajos y esfuerzos de la gente común para ganarse el sustento les había hecho soberbios y déspotas, despreciaban a los desafortunados que carentes de oportunidades carecían de formación y se dejaban la salud y la vida en los míseros y duros oficios con el único beneficio de unas simples lágrimas de sus familiares más allegados el día que agotados entregaban su alma. Recorrió con la mirada los rostros de sus compañeros y continuó:
—Me atrevo a preguntaros: ¿Qué ocurrirá si mañana, al presentarnos los eunucos a Al-Mugira para jurarle, nos oponemos todos? ¿Qué creéis que harán Yawdar y Faiq? ¿Nos degollarán en el salón de la jura y a cuantos nos sigan? ¿Matarán al príncipe Hisham, a su madre y a la mitad del harén que les odia? ¿Mandarán un ejército exterminador a las provincias para exigir el acatamiento? —terminó el viejo Juez del Mercado y se dijo para sí mismo: «Si al menos con esas interrogantes logro despertar la moderación y el sentido de la clemencia que tanto le gustaban a Al-Hakam II, podremos salvar la vida del infeliz Al-Mugira y darme por satisfecho».