—El Cadí es un hombre muy especial y por fidelidad al Califa se dejaría matar.
Los visires le estiman, los cordobeses le quieren y desempeña su función con rectitud. Es verdad que carece del sentido del humor de su antecesor, el padre de Al-Malik, pero no ha defraudado a nadie —Abi Amir y Al-Salim habían sellado una recíproca amistad desde los primeros momentos, desapercibida para la mayoría, hasta el extremo que muchos consideraban que se soportaban cortésmente cuando no les quedaba otro remedio.
—La amistad en esta corte es un insólito milagro. Nos juntamos para despellejar a otros, como lobos en una correría nocturna, y después nos matamos entre nosotros para disputarnos el botín sin la menor consideración. Fíjate en los reunidos. ¿Es la amistad quien nos ha reunido o la desconfianza y el rencor quien nos une? —se lamentó Hudayr.
—Somos humanos y en cada cual se mezclan virtudes y defectos en las promociones que el Creador ha dispuesto. La amistad, como el amor, se da en contadas ocasiones.
—Pensaba en Al-Salim. He visto la mirada que te dedicaba y he recordado tiempos pasados. Él, como yo, confía en ti. En tu discurso ha adivinado que serás tú quien acabe con esta situación. Cree en la firmeza de tu carácter. En varias ocasiones le he escuchado al referirse a ti decir que estás llamado a emprender grandes acciones.
—Hudayr, tu confianza en mí es inmerecida y dices tonterías. Somos muchos para llegar a un acuerdo. Aunque por lo escuchado parezca que estamos atados como mulas a una noria imparable, todos sin excepción estamos decididos a terminar con el proyecto de los eunucos. El problema radica en que cada cual piensa en otro para ensuciarse las manos de sangre. Si pusiéramos en una balanza a Al-Mugira y en el otro extremo a cualquiera de nosotros, comprobarías que la desventaja es para Al-Mugira. Ninguno de los presentes haremos nada por salvar la vida del desafortunado Príncipe si el peligro a perder cuanto tenemos lo consideramos inmediato y estamos llegando a esa desgraciada realidad.
Hudayr guardó silencio ante la cruda respuesta de Abi Amir. La sentencia estaba dictada, faltaba encontrar el verdugo. ¿Quién sería el encargado de tan repulsivo cometido? A Hudayr le horripilaba ser él el elegido. Carecía de valor para enfrentarse al joven Omeya y decapitarle o estrangularle con la frialdad de un asesino. Temblaba solo con pensar en la posibilidad de verse al frente de la ejecución.
—Tranquilízate, Hudayr. Hay muchas maneras de ser útil al Islam —contemporizó Abi Amir, adivinando las atribuladas inquietudes de su amigo.
Habían compartido desde los años de estudiantes aventuras plagadas de vicisitudes y para Abi Amir, el alma de Hudayr carecía de recovecos donde no pudiera entrar y adivinar sus inquietudes. Desde los inicios de la amistad, Hudayr se sintió atraído por la fuerte personalidad de su amigo y no le importó aceptar su liderazgo. Se encontraba seguro a su lado y, como en infinidad de ocasiones, esta noche intuía que las decisiones que se tomasen las encabezaría él.
Mientras Abi Amir observaba los rostros de los presentes, Hudayr recordó uno de los momentos de mayor peligro en la vida de su intrépido compañero y la suya al mismo tiempo. Ocurrió cuando Abi Amir se estaba construyendo el Palacio de Al-Rushafa. A instancias de Al-Salim y con el apoyo de Subh, el Califa le nombró director de la ceca y jefe de las acuñaciones de moneda de oro del califato. Este puesto, añadido a los que ocupaba, causó cierto malestar en los visires que aspiraban a colocar a sus hijos y entre los eunucos que estaban lanzados a acaparar cuantos cargos palatinos estuvieran a su alcance. Por aquel entonces se acercaba la fiesta de los Sacrificios y Abi Amir encargó a Durri, el eunuco al frente de los talleres de orfebrería y tesorero del Califa, la realización de un hermoso palacio de plata maciza.
La joya no tuvo parangón. Abi Amir, con motivo de la festividad, se presentó en el gran salón del trono en Medina Al-Zahra con el palacio y se lo regaló a Subh.
Aquello causó un verdadero terremoto. Las mujeres del harén se despellejaron las lenguas en comentarios; los visires, admirados, sonrieron y alabaron el gesto de Abi Amir, pero en su interior abrigaron sospechas de adulterio que en privado quien más y quien menos se encargó de insinuar. Al-Hakam II, en cambio, se enorgulleció del administrador de los bienes de su hijo y de la Princesa Madre. Sin poder reprimir la alegría comentó en la reunión semanal de visires: “No se por qué medios se las ingenia ese chico para que mis mujeres aprecien sus regalos por encima de los míos.
O es un mago excelente o está adornado con la gracia de los elegidos”.
Quienes escucharon al Califa sintieron hervir dentro de sus pechos los pucheros de la envidia. A partir de aquí, los ataques contra Abi Amir no se hicieron esperar.
Desde todos los frentes le llovieron dardos envenenados. Al oído del Califa llegaron insidiosas insinuaciones sobre apropiaciones de oro, cobro de cantidades de dudosa índole, hechos consumados de prevaricación y cohecho que apuntaban a la persona de Abi Amir. Los rumores como la mollizna terminan por calar y Al-Hakam II, muy a su pesar, mandó a Al-Mushafi realizar una inspección en la Casa de la Moneda. El Hachib en persona se propuso cumplir el encargo. Exigió la comparecencia de Abi Amir en el consejo de visires en el Palacio Dar Al-Uzara o Casa de los Ministros en Medina Al-Zahra y le solicitó de inmediato los libros de contabilidad. Este, con el mejor de los semblantes, aceptó de buen grado la intervención y prometió entregar las cuentas actualizadas en un plazo razonable. Pero Al-Mushafi, apuntando cierto temor a que los libros fuesen amañados, ofreció enviar a la Casa de la Moneda hombres de su confianza y de este modo acelerar el trabajo. Con la mejor de las sonrisas, Abi Amir le invitó a hacerlo pero le previno de los retrasos que pudieran ocasionar amanuenses inexpertos en esos menesteres.
El Califa dio la razón a Abi Amir y le concedió una semana de plazo para presentarse en el consejo de visires con los balances terminados. La actividad en la ceca fue agotadora. Los secretarios y amanuenses se entregaron en alma y cuerpo en la confección de los libros. Una noche, cuando la mayoría de los empleados se hubo marchado, el primer secretario, un hombre fiel a Abi Amir, le dijo: “No puedo cuadrar una de las partidas. La entrada de oro procedente del Sudán del mes pasado no aparece y no encuentro el modo de ocultarla. Con esto el Hachib te puede acusar de malversación”. Abi Amir recordó que unos días antes había enviado una gran cantidad de dinares recién acuñados a Hudayr y sin pérdida de tiempo se fue a su casa. Hudayr se los entregó. Fueron suficientes. La situación se resolvió ante el asombro de todos y la admiración del Califa. Al-Mushafi fue el primero en felicitar al Jefe de la Casa de la Moneda. Al-Hakam II le nombró
Sabih Al-Majzun,
jefe del tesoro real, y Abi Amir exigió para Hudayr el puesto de jefe de la Casa de la Moneda. De este modo acabó la inspección. En los días sucesivos, Abi Amir centró su actividad en averiguar quién había sido el mentor de la sospechosa intervención. Preguntó a Al-Salim y el Cadí no supo decirle desde dónde había partido la maledicencia. Se conformó con recomendarle moderación en sus gestos. “Abandona el boato y ostentación que haces gala desde que te sientes protegido por tu estrella”. Abi Amir sonrió a su viejo protector y amigo y le contestó: “Aún no he llegado al cenit de mi vida y el Altísimo no hace las cosas a medias”. Convencido de la protección de su adorada estrella, se encaminó al Palacio de la Puerta Al-Sudda en la áulica ciudad, residencia del gobernador, por aquel entonces Muhammad ibn Aflah, el hermano mayor de Ziyad ibn Aflah, y lo encontró en su despacho asomado a los grandes ventanales mirando hacia los jardines que separan ese edificio con el Palacio de la Casa de los Ministros. Muhammad fue uno de los amigos incondicionales de Abi Amir. El Gobernador, con motivo del matrimonio de su hija a quien quiso dotarla por empeño de su mujer como a la hija de un príncipe, se presentó una mañana en la Casa de la Moneda a pedir un préstamo para el festejo de la boda y depositó como garantía un bocado de plata maciza y bridas de cuero repujado con filigranas doradas. Abi Amir lo mandó pesar y valoró el conjunto como si hubiera sido de oro.
“¿Qué haces? ¡No podré devolverte jamás esa cantidad!”, dijo alarmado el Gobernador. “Como soy uno de los invitados, es mi regalo de bodas”, respondió Abi Amir. Esa amistad solamente se quebró el día de la muerte de Muhammad. “¿Quién crees que puede estar detrás de la inspección?”, preguntó Abi Amir. “No puedo acusar a nadie. No lo sé”, contestó el Gobernador con verdadero sentimiento.
“¿Habrás observado reacciones o escuchado algún comentario”, insistió Abi Amir que pensaba en los eslavos eunucos como los inspiradores. “He oído muchas cosas, pero ninguna en concreto me dice de dónde pudo partir la acusación que estás buscando. “¿A quién proteges o a quién tienes miedo?”, siguió Abi Amir, tozudo. “Si te refieres a Durri o Yawdar, estás equivocado. No han sido ellos. Pero sí te puedo decir que una vez que saltaron los rumores, se unieron a ellos. El Califa solamente hace confidencias íntimas con su querida Chafar”. “¿Te refieres a Subh, la Princesa Madre?”, preguntó intrigado Abi Amir. “Ella es la única que pude sonsacar al Califa”, contestó Muhammad y sonrió al ver el rostro de Abi Amir iluminado. De este modo averiguó Abi Amir quién había soplado al oído del Al-Hakam II. Al-Mushafi. Este, intrigado y envidioso por el regalo del palacio de plata de Abi Amir a Subh, se dirigió a Durri, pues otro orfebre no tenía ni los medios ni los conocimientos para realizar una joya de esas características, y el pequeño tesorero, lleno de vanidad, se confesó el artífice y para resaltar el valor de su obra dijo que Abi Amir había pagado un precio disparatado. Esto le dio pie al Hachib para pensar en malversación y sin dudarlo acusó al Jefe de la ceca. Con eso creyó resolver las dos cuestiones que tenía pendientes: quitarle el puesto de administrador del patrimonio del Príncipe y de su madre y el de jefe de la ceca para entregárselos a sus hijos. Abi Amir no participó a nadie de sus averiguaciones, pero jamás olvidó la artera personalidad del Hachib.
—Deja de rumiar pensamientos y estate atento a lo que ocurre —dijo Abi Amir a su amigo, que se había abstraído con sus recuerdos.
Como Abi Amir había previsto, su firme intervención produjo efectos intensos y sorprendentes. Las conciencias se estremecieron. Unos consideraron sus posturas tibias, otros, en cambio, creyeron haberse expresado con ferviente oposición a los deseos del Hachib y ahora veían el peligro en que se encontraban. Abi Amir había tomado abiertamente partido y, conocedores de la tenacidad con que acometía los proyectos, se alarmaron, máxime cuando las empresas que había emprendido el joven de Torrox las había coronado con espectacular éxito.
Al-Malik ibn Mundir, irritado y animado por el nuevo resplandor de las lámparas, el chisporroteo de los braseros y las cálidas columnas de humo que perfumaban el ambiente, se levantó de los cojines donde estaba sentado. Imaginó el liderazgo que se perfilaba en Abi Amir y sintió un irrefrenable deseo de arrebatárselo. Paseó desafiante por delante de los reunidos y cuando apreció que todos los ojos estuvieron pendientes de él, comenzó su peroración.
—Al-Mushafi nos ha comunicado con alarmantes y sobrecogedoras frases la existencia de una conjura criminal para entronizar un califa fuera de la línea sucesoria. ¡Nos ha sumido en el desconcierto más atroz! En vez de presentarnos el modo de atajarla y resolver la situación con la ejecución de los participantes en el complot, nos ha metido en un callejón sin salida. Nos ha forzado a discusiones y enfrentamientos para dilucidar sobre la muerte de un hombre, presumiblemente inocente, como satisfactoria solución…
Hizo un alto, y afectado continuó:
—Unos meses atrás, cuando Al-Hakam II comprendió que las fuerzas le abandonaban y vio próximo el transito, designó a su hijo Hisham heredero y como tal le juramos fidelidad en el salón del trono. Aquel día lo hicieron también los habitantes de Córdoba. En las semanas sucesivas, el juramento se repitió en las provincias, dentro de los palacios de los gobernadores y en las alcazabas. Ante el sagrado Corán y con Dios como testigo, prometimos cumplir el compromiso de la jura, elevar al príncipe Hisham por encima de los mortales y elegirle nuestro próximo califa. ¡El verdadero Imán de los Creyentes! Estuvimos y estamos dispuestos a cumplir nuestra palabra empeñada entregando la vida si fuera preciso.
De improviso nos encontramos con una nefasta conspiración que nos obstaculiza la proclamación del autentico Príncipe de los Creyentes y en vez de aunar nuestros esfuerzos para destruirla, nos enzarzamos en infructuosas discusiones. ¡Se nos exige matar a un inocente como solución! ¡Castiguemos a los culpables e impongámosles las penas descritas por la ley! ¡Ahorquemos o crucifiquemos a quienes encabezan la confabulación y a cuantos participan en ella! ¡Expongamos sus cuerpos en la Puerta Al-Sudda! ¡Dejemos sus cadáveres pudrirse al sol como alimento de cuervos y ejemplo para el pueblo! Allah lo aprobará como un acto justo. Arrebatar la vida a un candoroso joven es un vil asesinato. Derramar sangre ajena a la delictiva causa es inútil y, por tanto, inicuo. ¡Atraeremos la cólera del Altísimo! ¡Ensalzado sea su nombre!
Al-Malik se detuvo en la mitad del salón y elevó los ojos al techo con las manos extendidas en muda súplica. Ninguno osó romper el silencio que entendieron como una deliberada pausa.
—En los primeros momentos de esta aciaga noche pensé y quise convencerme de la culpabilidad de Al-Mugira. Llegué a considerarle la cabeza oculta, el instigador, el mentor y único beneficiario. Visto de este modo, su muerte hubiera sido un merecido y justo castigo, pero a medida que escuchaba los discursos y valoraba los razonamientos expuestos, mi opinión sobre su participación perdía la firmeza primera y mi convencimiento terminó desvaneciéndose. A lo largo de mi vida he observado disparatados modos de resolver situaciones extremas pero nunca se me presentó una forma tan singular como esta, ejecutando a un inocente, a un pobre desgraciado ajeno a la conjura que tratamos, incluso ignorante de ella. La demencia ha entrado en este hermoso salón y nos ha deformado el raciocinio. ¡Que Dios se apiade de Al-Mugira! Su infortunio se fraguó desde su nacimiento. Su padre, Abd Al-Rahman III, le relegó a la vida fácil de los príncipes sin responsabilidades, su hermano Al-Hakam II le mantuvo como un ornamento en las recepciones de la corte y ahora le condenamos creyendo en las palabras de unos seres perjuros y maledicentes que aspiran a arrogarse con el poder. Unos blasfemos que han dicho al Hachib: «Le proclamaremos califa». ¡Mi perplejidad es inmensa, como las arenas del desierto o las gotas de agua que forman los mares y los océanos! Se nos han comunicado solamente los nombres de dos de los confabulados, carecemos de información sobre las fuerzas que les respaldan y con este bagaje de conocimientos, a ciegas, decidimos acabar con un levantamiento contra el Estado degollando a un joven de veintisiete años sin otra culpa reconocida que haber sido nombrado por dos infectos emasculados. ¡Dos sacos de avaricia y ambición! ¿Qué clase de justicia pensamos aplicar? ¿En qué escuela jurídica se recoge un hecho semejante para condenar a Al-Mugira? ¡La perversidad se ha adueñado de nuestros pétreos corazones! ¿Cómo nos presentaremos el gran Día del Juicio?