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Authors: Juan Kresdez

Tags: #Histórico, Intriga

La conjura de Córdoba (25 page)

BOOK: La conjura de Córdoba
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Subh despidió a los esclavos. No los necesitaría hasta la mañana siguiente. Se acercó a la ventana y de espaldas a Nasrur estalló en una insólita carcajada.

—Es la noche de los despropósitos. Abi Amir no recibirá mi llamada y por tanto no vendrá. Faiq ha planteado una conjura pueril que con las luces del día se desvanecerá como las sombras de la noche y Al-Mushafi tiene los días contados —Subh se dio la vuelta y con el rostro levantado y la mirada en un punto fijo que solo ella veía exclamó:

—¡Gobernaré el Al-Andalus a través de mi hijo y con la ayuda de Abi Amir!

LA EJECUCIÓN

—La ilaha illa Allah wa Muhammadum rasul Allah
. Solo hay un Dios y Mahoma su enviado. —Al-Mugira prosternado hacia Oriente, donde debería encontrase la Meca, rezaba y el fervor se le empañaba mientras por su mente desfilaban en desorden escenas de su vida. Buscaba anonadado una causa que justificase la incomprensible sentencia de muerte.

Hasam, al frente de los beréberes, con la espada desenvainada y apoyada sobre el brazo izquierdo, contemplaba al infeliz Al-Mugira con expresión pétrea. Los rostros curtidos por el sol de África y las gélidas noches del desierto parecían tallados en obsidiana.

Abi Amir había salido al exterior. No quería escuchar los lamentos del Príncipe ni entablar una disputa que no conduciría a ninguna parte. Prefirió respirar la brisa nocturna y dejarse bañar por la tímida luz de las estrellas.

—Bismillah al rahman al rahim
. En nombre de Dios clemente y misericordioso. Haz que Al-Mushafi recapacite. Ilumínale. Haz de él un hombre prudente y temeroso —rezaba Al-Mugira con un rítmico balanceo de cuerpo—. ¿No he sido un sirviente fiel de mi hermano? He vivido como prescribió mi padre, en un amorfo retiro de la corte y de cargos. He asistido al protocolario desfile de fiestas y recepciones cuando se me ha llamado, siempre como un ornamento familiar. Mi ambición ha sido vivir cada día alejado de la política y de intrigas insensatas y absurdas. Con los ejemplos sangrientos de las luchas por el poder de mi familia he tenido bastante. Escarmenté en cabeza ajena. Mi madre se encargó de repetirme desde mi niñez cómo murió mi hermano paterno Abd Allah, a quien apodaban Al-Zahid por su mucha piedad, y mis tíos cuando se conjuraron contra mi padre. Recuerda, Al-Mushafi, aquella conversación que mantuvimos cuando comprendimos la gravedad de la enfermedad de mi hermano. Te mostraste preocupado haciéndote eco de los murmullos sobre la inconveniencia de proclamar califa a un menor de edad. Mi respuesta a tus comentarios fue rotunda para aclarar mi postura. Te dije, sin lugar a equívocos, que respetaría la voluntad de mi hermano. «Seré el primero en jurar fidelidad a mi sobrino». Con esa terminante frase te hice partícipe de mis pensamientos y de cómo actuaría cuando llegase el óbito de mi hermano. ¡Que Dios le haya perdonado! —las lágrimas rodaban por sus mejillas como la savia resbala por el tronco de los árboles cuando se les hiere y se les abre la corteza—. ¡Oh Dios nuestro! Haz desparecer la calumnia y la maledicencia. Dispersa la cerrazón y contumacia del Hachib y muéstrale el camino de la verdad y la justicia con Tu fuerza. ¡Oh Dios, Tu amor es infinito para quienes saben servirte! Soy un musulmán creyente, he cumplido los preceptos como mi entendimiento exige. Cada día he hecho las abluciones para recitar las cinco oraciones, limpio de impurezas. Si en algún momento no he cumplido correctamente habrá sido por las distracciones propias de la juventud y mi escaso sentido de la responsabilidad, pero te pido perdón con el corazón enaltecido y el alma puesta en Ti. He practicado la limosna con generosidad en un acto de amor y piedad. Nadie puede acusarme de comer el dinero de los musulmanes ni de haberme dejado mecer por los brazos de la codicia. He respetado escrupulosamente el mes de la revelación, el Ramadán, conmemorativo de la batalla de Bard. Desde la salida del sol al ocaso, desde el momento de distinguir un hilo blanco de otro negro hasta que al anochecer no se aprecia la diferencia; he practicado el ayuno, me he abstenido de comida y bebida, aunque los veranos en Córdoba son tórridos y despiadados; no he mantenido contacto con mis mujeres ni con esclavas. Mientras el sol alumbraba en el cielo hacía examen de conciencia para dar gracias a Dios por el don de la vida —Al-Mugira dio un estremecedor suspiro y continuó con su examen de conciencia—. ¡Oh Dios, Clemente y Misericordioso! En cuanto a la Peregrinación a los Santos Lugares la he pospuesto hasta encontrarme preparado. En mi descargo están mis pocos años y el tiempo que por ley de vida debiera corresponderme para glorificarte desde la tierra.
¡Inch’Allah!
¡Si Dios lo quiere! Entraré en la Meca, circunvalaré la Kaba y depositaré mis labios en la Piedra Negra. Sentiré el éxtasis de elevarme hacia Ti antes de saciar mi sed en el pozo de Zam Zam. Así me contaron quienes regresaron de cumplir el sagrado precepto de la Peregrinación y a quienes socorrí por su escasa fortuna. ¡
Ramdulillah!
¡Alabado sea Dios! Me excluí de participar en la Guerra Santa, como me empujaba la sangre en ebullición dentro de mis venas cuando veía partir a los ejércitos del Islam, guiado por los consejos de mi madre. Según su criterio, mi participación desagradaría a mi hermano el Califa que podía interpretar mi gesto como una ambición encubierta. Con estos escasos méritos y mi pobre aportación a la mezquita y cementerio que mi madre ha encargado construir, me acercaré a Tu presencia —por unos instantes Al-Mugira se sintió confortado y hasta resignado de su destino. Mas cuando recapacitó sobre lo quedaba detrás, sus mujeres y sus hijos, cayó de nuevo en una escalofriante zozobra. La palabra muerte, que hasta esa noche había tenido para el joven Príncipe una significación irreal y solo atribuida a otros, adquiría su verdadero sentido. El gran consuelo de los mártires, el Paraíso prometido, le abandonaba y le dejaba indefenso como una hoja en medio de un vendaval. Sus fieles amantes, la alegría de sus noches, a quienes había protegido y deseba proteger, ¿qué sería de ellas? ¿Ingresarían en el elevado número de esclavas prontas a salir al mercado? ¿Algún alma caritativa pensaría en ellas después de su muerte? La preocupación y desconsuelo se volvieron puñales que le mataban antes de morir.

Abi Amir, apoyado en un árbol del jardín buscaba afanoso a Canope en el cielo. El tozudo desplazamiento de la estrella hacia el Sur le obsesionaba. De pronto un cometa cruzó el firmamento y le pareció que el fenómeno había surgido justo encima de su cabeza. Se estremeció y sin poderlo evitar la piel se le erizó debajo de la ropa.

Inconscientemente, su imaginación voló hacia conjunciones astronómicas propicias, a pesar de su incredulidad sobre oráculos y artes adivinatorias. A la astrología la consideraba una ciencia de utilidad científica pero nunca la entendió como un instrumento para enfrentarse al futuro. Se había mofado de cuantos creían que en las estrellas estaba escrito el destino de los hombres. Impresionado por el fenómeno, se sorprendió ajustando la aparición del cometa con las previsiones que planeaba sobre el porvenir y recordó la frase que una vez le dijo la viuda de un rico comerciante para quien empezó escribiendo cartas y terminó de amante en sus años estudiantiles: «La fortuna de un hombre depende de su ambición, perseverancia y buen entendimiento, pero, en gran parte, de la voluntad de las constelaciones celestiales». En aquel entonces despreció la máxima y la atribuyó a las fruslerías propias de mujeres incultas en busca de una explicación a sus penas y un consuelo en el que apoyarse para justificar ilusiones y fracasos. Bajo el cielo inmenso y testigo de los caprichos de los astros en la noche pensó que tal vez aquella viuda tuviera razón. Aceptó al cometa como un signo divino y se reafirmó en su idea de convertirse en el próximo hachib y administrador único del Al-Andalus. Bañado por la pálida luz de las estrellas, se dispuso a tejer una tupida red, como las arañas, donde irían a parar aquellos que le estorbasen y se interpusiesen imprudentemente en su camino.

Aquella ambición de juventud empezó a transformarse. En la soledad del jardín se sintió el elegido, el Príncipe natural que conduciría a los musulmanes en esta isla del Islam. Por su cabeza desfilaron los distintos departamentos de la administración y la judicatura. Ninguno de ellos tenía secretos que le asustasen. Más cuando llegó al pilar fundamental de un Príncipe, el ejército. No pudo por menos que hacer un amargo gesto. Sus actividades en la corte le habían mantenido alejado del mundo de las armas aunque, desde que estuvo de inspector con Galib en la guerra de África, se había esforzado en familiarizarse con la milicia. Pagaba varias facciones de beréberes y se había rodeado de mercenarios cristianos llegados al olor del oro cordobés, pero le faltaba el prestigio de los generales. Los laureles y la gloria del héroe no habían estado a su alcance. “¡La
yihad
!”, se dijo. “Extenderé la Guerra Santa por toda la Península. Al-Hakam II se conformó con estimular la división entre los reinos cristianos para asegurarse la paz y lo consiguió hasta que le sobrevino la enfermedad. Desde que supieron la debilidad del Califa se han unido castellanos, leones y navarros, han dejado de pagar las parias y se atreven a poner cerco a nuestras plazas de la frontera. Combatiré a Ramiro y su tía monja, esa virago impertinente y pretenciosa; a Garci Fernández, el maldito conde castellano heredero del veneno de su padre; a Sancho, el bravucón navarro que cuando vivió entre nosotros se desarticulaba en cada zalema, se doblaba como una bisagra. En cuanto a Borrell de Barcelona, le vigilaré desde Lérida y Tarragona mientras corre a Roma, a la corte francesa y viene a pagarme parias a Córdoba. Tarde o temprano le abandonarán los franceses y nos proporcionará la oportunidad de enseñarle el filo de nuestras espadas”.

Abstraído en la dulce ensoñación, no escuchó el galope del caballo del mensajero.

Le vio cuando abrió la puerta del palacio y la luz del interior se esparramó por el jardín. Cuando entró en el salón, Hasam tenía la carta en la mano sin abrir y Al-Mugira, desde el suelo, miraba con las pupilas anegadas en lágrimas.

Abi Amir recogió la misiva de manos del beréber y la leyó sin que su rostro se alterase.

—Ahora se la daré al Príncipe. Mientras la lee manda a un hombre que se sitúe a su espalda.

—¿Le cortamos la cabeza? —preguntó Hasam en el mismo tono, sin apenas despegar los labios.

—No. Es mejor estrangularle. Al menos no verá la muerte de cara —contestó Abi Amir y Hasam asintió con un imperceptible movimiento de cabeza.

Al-Mugira, que no había escuchado a sus verdugos, se levantó y se dirigió a Abi Amir con un hilo de esperanza asomándole en los labios.

—¿Se ha convencido el Hachib de mi inocencia y de lo absurdo de mi muerte? —preguntó ansioso.

Abi Amir, impasible, le entregó el papel extendido. Ágil como un gato, un beréber se situó detrás de la victima con una cuerda impregnada de sebo.

Al-Mugira solo tenía ojos para el escrito del Hachib. Lo cogió tembloroso y se precipitó a leerlo implorando ayuda a Dios mentalmente. El corazón le latía como un batán y la mirada saltaba de palabra en palabra como una ardilla de rama en rama.

Una sombra le cruzó por delante de los ojos y levantó asustado la cabeza. Apenas llegó a sentir el dogal alrededor del gaznate. El soldado apretó el lazo con ruda maestría. Al-Mugira soltó el papel y quiso introducir los dedos entre la soga y el cuello. El tirón fue tan violento que el desdichado Príncipe solo pudo emitir un agónico ronquido. Pataleó en el aire como un muñeco desvencijado. El beréber le sostenía en vilo. Una mancha apareció en el pantalón de Al-Mugira y se extendió por la pernera. Cuando dejó de agitarse, el verdugo le soltó y cayó al suelo. Había muerto sin terminar de leer el escrito de Al-Mushafi. Sin tener conciencia si le absolvía o le condenaba.

Abi Amir no quiso ver la cara del infeliz en el último instante de vida y había girado la cara, más al volverse se encontró con el horroroso gesto de la muerte. El cuerpo sin vida estaba en el suelo en una postura inverosímil; la lengua le colgaba morada entre los labios y tenía los ojos fuera de las orbitas, inyectados en sangre. De la hermosa faz del Príncipe no quedaba más que un rictus terrible. La muerte le había desfigurado el rostro y transformado en una mueca burlesca sin sentido.

—Hasam, colgad el cuerpo de una viga por el pescuezo. Procurad que parezca un suicidio —Abi Amir, aunque mantenía el gesto inexpresivo, por dentro las tripas se le habían revuelto, como si un millón de gatos erizados se despedazasen unos a otros allí dentro.

Bajo la firmeza de la mirada de Abi Amir, los beréberes suspendieron el cadáver, le pasaron una gruesa cuerda por el maltrecho cuello y le dejaron colgando sin otro miramiento que arreglarle las ropas para ocultar la desnudez, pues al alzarle casi le desvistieron.

—Traed a las mujeres y a los esclavos. Hemos de hacerles creer que se quitó la vida él mismo al conocer la muerte de su hermano, el Califa, sin que pudiéramos evitarlo. Córdoba debe ignorar la verdad de lo ocurrido aquí esta noche.

Las mujeres bajaron con el rostro tapado, apretujándose unas con otras, buscando protección en el grupo. Al llegar a la puerta del salón se detuvieron. Ninguna quería ser la primera en cruzar el umbral. Los soldados las rodeaban y las empujaron hacia la entrada. La escena semejaba a los perros de los pastores conduciendo el rebaño de ovejas a un redil al que llegaban por vez primera. Una se decidió y al traspasar la puerta se encontró con el cuerpo de su Señor colgando como un badajo. Lanzó un chillido estridente y se precipitó al suelo golpeándole con las palmas de las manos.

Las otras la siguieron trastabillando por los empujones y para evitar pisar a la que sollozaba en el suelo. El pavor paralizó las gargantas. Pasado un instante, empezaron a gesticular como mimos, presas de terror. Inmediatamente llegaron los esclavos domésticos y a continuación los guardias y jardineros.

—Se suicidó al no poder soportar el dolor de la muerte de su hermano, nuestro amado Califa —dijo Abi Amir en medio de un sepulcral silencio—. Su última voluntad fue que convirtiéramos esta habitación en su tumba.

—¡Inch’ Allah!
¡Si Dios lo quiere! —murmuraron algunos de los sirvientes del Príncipe con las cabezas bajas.

Abi Amir mandó buscar ladrillos, argamasa y tapiar inmediatamente la estancia.

Descolgaron el cadáver del techo y las mujeres, con los labios apretados y sorbiendo lágrimas y mocos con ruidosas aspiraciones, le lavaron y amortajaron con un lienzo blanco.

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