La conjura de Córdoba (23 page)

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Authors: Juan Kresdez

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: La conjura de Córdoba
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—¡Qué más dice! —apremió Al-Salim.

—Propone encerrarle en secreto en la cárcel de Medina Al-Zahra durante un tiempo, hasta que se proclame califa Hisham y Córdoba recobre la tranquilidad.

—¡Imposible! La próxima semana estaremos de nuevo inmersos en otra nueva conspiración y seguramente de mayores proporciones —exclamó Jalid que no se había movido de su sitio ni dejado de comer pastelillos empiñonados.

—Apunta también llevarlo hasta Almería y embarcarlo para África. Un exilio de por vida. Sugiere varios destinos, llevarle al Sur del Yemen, a Bujara o Samarcanda, en las estepas de Asia, o trasladarle al desierto de Mauritania. Piensa que desde cualquiera de esos lugares no tendrá oportunidad de regresar a Córdoba.

—¡Excusas y evasivas para no mancharse las manos de sangre! —rugió Muhammad ibn Utman.

—Presumió de valor y sangre fría; con osadía nos humilló, con sus bravatas nos arrojó a las patas de los caballos y ahora vuelve la espalda con la desvergüenza de un chamarillero —explotó Hisham ibn Utman. En su interior se alegraba de la petición de clemencia. La vida de Al-Mugira le importaba tanto como la de un vulgar bandido, pero veía la oportunidad de desprestigiar a Abi Amir a quien había empezado a considerar un peligro.

—Esa misiva me da la razón. Nadie se atreve a quitar la vida a un Omeya. Abi Amir ha flaqueado al encontrarse cara a cara con Al-Mugira. Se ha desinflado —Muhammad ibn Utman terminó con una estruendosa carcajada.

—¡No puede ser! ¡Debe tratarse de un error! ¡Quiere meternos el miedo en el cuerpo! Abi Amir no acostumbra a dejar cabos sueltos, si toma un compromiso llega hasta el final. Le conozco desde que llegó a Córdoba y nunca ha desfallecido, ni se ha dejado vencer por dudas e indecisiones —Al-Salim arrebató la carta de manos de Al-Mushafi y la leyó precipitado en busca de un doble sentido, una jugarreta para ponerlos a prueba. Pero, a medida que leía, la perplejidad transformaba su rostro.

—¡Déjame leer! —Ishaq Ibrahim se puso rojo como una amapola.

—¡No puede ser cierto lo que veo! —exclamó colérico—. ¡Se ríe en nuestras barbas, nos toma por tontos!

Ibn Nasr arrancó la carta de las manos de Ishaq Ibrahim que la agitaba con gestos convulsivos y leyó pausado.

—No juega con nosotros, ni nos toma el pelo. Tampoco se trata de de una broma.

Se debate entre un crimen innecesario y soluciones dictadas por la generosidad. En el último párrafo dice de forma escueta y clara: “No rehuso matar a este pobre príncipe.

Apelo a la posibilidad de conservar su vida, creo en su inocencia, pero si no os parece apropiada mi propuesta, enviadme con el mismo mensajero orden de acabar con él y lo haré sin dilación. ¡Que Dios se apiade de su alma y de la nuestra!” —el viejo zabazoque se encaró con los reunidos, miró a uno por uno y sintió lastima de encontrarse entre cobardes e hipócritas sin conciencia—. Os ciega la prisa por deshaceros de Al-Mugira. Abi Amir invoca nuestro parecer para substraer el candidato a Yawdar y Faiq y al mismo tiempo reclama la orden de ejecutarle. Matar a un inocente, consciente de ello, es un plato muy amargo. Durante la noche hemos discutido la participación del joven Príncipe en la conjura y nadie ha esgrimido pruebas convincentes y del mismo modo nadie se ha atrevido a empuñar la espada.

Hisham ibn Utman se levantó e hizo un gesto de disconformidad y desprecio por las palabras de ibn Nasr.

—Por tu boca hablan la envidia y el desprecio, Hisham. ¿Te consideras capaz de sustituir a Abi Amir? Pues coge el caballo, llégate al palacio del Príncipe y rebánale la cabeza.

Hisahm ibn Utman balbuceó unas palabras ininteligibles, y se dejó caer en el diván.

—Y tú, Muhammad, que ríes como una hiena. Esperas aquí despreocupado el cadáver para lanzarte sobre el despojo y sin embargo careces del valor para matarle.

El Prefecto de Córdoba palideció, dirigió a su padre una mirada y, ante el gesto hosco con que se encontró, bajó los ojos y se volvió hacia la mesa donde estaban servidos los platillos de comida.

—¿Dónde quieres ir a parar? Tú mismo apoyaste la ejecución —Al-Mushafi, desconcertado, buscó la complicidad del resto de los presentes.

—¿Alguno de vosotros posee los arrestos necesarios para ocupar el lugar de Abi Amir? —continuó el zabazoque—. Para cometer un crimen en estas condiciones hay que tener otros atributos además de coraje. Quien decide emplear la espada y cometer una injusticia manifiesta posee esa rara cualidad del sacrificio para con el pueblo y el gobierno. Un encomiable sentido del deber por encima de la moral y el falso honor y aquí dentro carecemos de él. Tenemos, en cambio, orgullo y arrogancia, particularidades que nos empequeñecen ante la adversidad. Aquí, entre estas paredes, nos disponemos a festejar un crimen y compartimos con cínica conciencia que otro se enfangue por nosotros. Hemos aceptado complacidos a quien ha mantenido la hombría y la generosidad de presentarse voluntario para atajar y deshacer los negros proyectos de Yawdar y Faiq. Al dictado de la cobardía hemos creído en el crimen como único remedio necesario y cargamos nuestras conciencias en las alforjas de Abi Amir como chivo expiatorio. Le exigimos matar por nosotros.

Le convertimos en asesino para tranquilizar nuestras almas y ahora nos escandalizamos cuando pide que le confirmemos la orden de ejecución. Al-Mushafi, a ti te corresponde. Coge cálamo, papel y tinta y escribe sin que te tiemble el pulso:

¡Mátale de una vez!

Ibn Nasr arrojó la carta a las manos del Hachib y se dirigió a su sitio entre los cómodos almohadones.

Un secretario trajo recado de escribir y Al-Mushafi redactó y firmó la sentencia.

Llamó al mensajero y ese la entregó.

La agria intervención de ibn Nasr y la celeridad con que Al-Mushafi despachó al correo con la orden de acabar con Al-Mugira produjo un profundo silencio. Un viento de reflexión se acomodó bajo el artesonado del salón, se presentía un profundo cambio en la corte. La continuidad que habían defendido la intuían desaparecida y los rumbos del nuevo califato no los imaginaban. La incertidumbre se balanceaba ingrávida. Cada cual se miraba al interior y valoraba sus posibilidades pero no encontraban un cabo al que adherirse definitivamente. Si Al-Mugira desaparecía y a los eunucos se les conseguía reducir, Al-Mushafi sería el hachib y buscaría fortalecer su posición entre quienes mayor confianza le inspirasen. Si por el contrario, Yawdar y Faiq conseguían su propósito había que acercarse a ellos y ganarse su confianza. En el medio se encontraba Abi Amir.

—Desde un principio estuve convencido de que Abi Amir actuaba como un prestidigitador. Es listo como un zorro y escurridizo como una anguila. No se conformó con el humillante escrito que nos obligó a firmar en su descargo sino que pide ratificación. Juega con nosotros. ¿Qué pedirá después? —Al-Malik, traspasado por los peores pensamientos, sondeó pareceres. Consideraba a Abi Amir mucho más peligroso que a los eunucos. Sus ascensos meteóricos en la corte se le antojaban impropios de un joven de provincias advenedizo en un círculo tan cerrado como el entorno del Califa y la envidia le roía las entrañas.

—Abi Amir cumplirá sin exigir nada a cambio. La aventura de esta noche no es propia para ganar honra. Él llevará sobre su conciencia el peso de la vida que arrebata mientras nosotros esperamos cobijados en este palacio —Ziyad ibn Aflah, satisfecho por haber esquivado involucrarse personalmente, aborrecía las mezquindades de Al-Malik que, amparado en su cargo, tiraba la piedra y escondía la mano. El gobernador de Medina Al-Zahra, con su sensibilidad de cortesano, había percibido los nuevos vientos. Su fina nariz, acostumbrada a olfatear la más leve brisa, le aconsejaba medir con tacto sus palabras y actuaciones. El poder podía desplazarse en cualquier dirección. Por lo pronto Al-Mushafi ostentaba la autoridad pero el mañana se presentaba incierto y errar significaba el ostracismo o la muerte. Abi Amir había dado un paso importante para hacerse imprescindible del Hachib y contaba con el respaldo incondicional de Subh, la madre de Hisham, Califa menor de edad en las próximas horas.

—Al-Malik, tienes el alma oscura como tu piel y aunque te vistas de blanco Omeya siempre serás bruno —sentenció Jalid desde los almohadones donde estaba reclinado. Para este viejo servidor, la fiebre de los cordobeses por purificar su genealogía le producía sarpullidos y Al-Malik había intentado buscar unos antepasados en Arabia cuando todo el mundo sabía que su ascendencia se remitía al Norte de África.

—Dios os dará la luz sin necesidad de esforzaros en encontrarla. Las sibilinas artes de Abi Amir abandonarán el secretismo para hacerse palpables en vuestras narices —refunfuñó Al-Malik encolerizado.

—Conocemos tu ingenio y lo admiramos como al brillo de los cometas en el cielo.

También nosotros hemos sentido alarma por la inesperada dilación y el incomprensible intento de demorar la ejecución acordada entre todos. Ahora bien, en estas circunstancias es comprensible la duda. Las buenas intenciones de Abi Amir también a mí me han conmovido y al mismo tiempo consternado. Sin embargo, estoy de acuerdo con ibn Nasr. Nos hemos precipitado en nuestros juicios sin haber terminado de leer la misiva completa. Abi Amir ha pedido confirmación sabiendo que muchos de nosotros fuimos tibios y confusos al valorar la participación en la conjura de Al-Mugira —la mesura de Ishaq Ibrahim causó estupor en Al-Malik que sintió un aliento helado recorrerle la espalda.

«Me he dejado llevar por el corazón y me he expresado lejos de la prudencia», se dijo Al-Malik al tiempo que contemplaba los ojos del ulema y el desapacible gesto del Hachib.

—¿Qué opinas, Hudayr? —preguntó de improviso Al-Mushafi.

—Actuará como has ordenado —contestó lacónico.

La rotundidad de Hudayr hizo caer la venda de los ojos de muchos de los reunidos. Abi Amir, al tomar en sus manos la resolución del problema, había abierto las puertas al futuro y desbordado los ánimos de los presentes.

Unos y otros se miraban desconfiados, indecisos, concentrados en sí mismos a la espera de los acontecimientos para encontrar un óptimo acomodo en la que indudablemente sería la nueva corte. Quienes habían puesto mala cara a la fulgurante carrera de Abi Amir y habían criticado su forma de vida y el modo de entender con liberalidad la religión, como Ishaq Ibrahim se apresuraban a limar asperezas y alienarse a su lado. Al-Mushafi, con la autoridad recobrada, pensaba en la continuidad en el puesto de Hachib y desembarazarse definitivamente de los eunucos nombrando a Abi Amir intendente general y administrador de palacio y Al-Salim se predispuso a redactar el acta de entronización.

—Tú eres amigo y confidente de Abi Amir. ¿Cuáles son sus pensamientos? —Al-Salim se había acercado a Hudayr para susurrarle discretamente.

—Le conoces mejor que yo. Has sido su maestro y le has orientado en innumerables procesos. Conoces su modo de pensar, la forma con que desmenuza las cuestiones y su firmeza a la hora de tomar una decisión. Si te refieres a la petición de clemencia para Al-Mugira, es obvio que le considera inocente. No veo causa oculta ni motivo de sospecha. Cumplirá la orden de Al-Mushafi, si es eso lo que te preocupa.

—También le he visto valorar una sentencia con fines políticos y buscar un beneficio a largo plazo. Abi Amir no es previsible. Fija la mirada al frente y tiene la virtud de ver por detrás de la raya del horizonte.

—Si oculta algo lo sabrás a su debido tiempo. ¡Todo está en manos de Allah, Él le guiará! ¡Bendita su Gloria y Sabiduría!

—¡Si Dios quiere! —Al-Salim se dirigió hacia donde se encontraba el Hachib.

Ambos prepararían el acta de proclamación y Abi Amir actuaría como notario.

EL PABELLÓN AL-RASIQ

En el pabellón Al-Rasiq, Subh, recostada sobre enormes almohadones de seda, desmigajaba el tiempo fundiendo el pasado con el futuro. Las figuras de Al-Hakam II y de Abi Amir se mezclaban en su imaginación. El abultado corpachón, las cortas piernas, los largos brazos, los ojos claros y acuosos del Califa dejaban paso al esbelto talle, al poderoso y atlético torso, a las piernas largas, musculosas y torneadas como columnas de pórfido, a los ojos negros y profundos y a las grandes manos de Abi Amir. Las noches de insatisfacción y obligado cumplimiento se imbricaban con los encuentros furtivos y apasionados sobre los mismos almohadones donde se encontraba. Los amargos momentos en que llamaba al sueño entre tiernas palabras y el cariñoso apelativo de Chafar se deshacían efervescentes y aparecían las apasionadas caricias y el plácido silencio del cuerpo joven y tibio de Abi Amir. Los anodinos, fugaces y frustrados instantes al recibir a Al-Hakam II, apoyada sobre las manos y rodillas en la cama, semejante a una gacela, como gustaba compararla el Califa al tiempo que la montaba entre lamentables jadeos para derramarse en un suspiro y caer de lado como un buey a quien le apuntillan, se perdían al evocar el ímpetu de Abi Amir. Le sentía dentro de sí como un torbellino de vida, un huracán que la envolvía y la llevaba a mundos desconocidos hasta ese momento para ella.

Unos tímidos golpes en la puerta la volvieron a la realidad. Nasrur abrió y Afif entró con el aire misterioso de un conspirador.

—¿Entregaste mi carta? —preguntó Subh.

—No he podido.

—¿Qué ha pasado? —Subh se intranquilizó pero no se movió de los almohadones.

—Estuve esperando en la Puerta Abd Al-Chabbar. Intuí que Abi Amir volvería por ella. Es el camino más corto para ir y venir de Al-Rushafa. Pero no aparecía nadie y el guardia estaba medio dormido. De pronto escuché voces y un jinete pidió que le abrieran. Entró en la ciudad y se dirigió al palacio del Hachib. Le seguí hasta allí y esperé oculto entre las sombras, pegado a la pared. Al fin salió y tomo la dirección que había traído. Por fortuna un esclavo del Hachib se quedó en la entrada del palacio y me acerqué. Nos conocíamos. Me informó de que el jinete era un mensajero que había enviado Abi Amir. Le pregunté de dónde venía y me dijo que del palacio de Al-Mugira —Afif tomó aliento.

—¡Continúa! —le apremió Nasrur—. ¿Qué mensaje traía y qué estaba ocurriendo en el palacio del príncipe Al-Mugira?

—El sirviente del Hachib no lo sabía con certeza. Los reunidos en el gran salón del Palacio Al-Mushafiya han mantenido las conversaciones en secreto, pero al mensajero, un soldado beréber de la cabila de Hasam ibn Genum, se le escapó algo así: “Esperemos que la orden sea definitiva y acabemos lo antes posible”. “¿Vais a matar al Príncipe?”, le preguntó el esclavo del Hachib. Y contestó el soldado de malos modos: “Para eso nos han sacado de casa, pero nadie se pone de acuerdo” —Afif se disculpó por no haber conseguido mayor información.

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