La conjura de Córdoba (24 page)

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Authors: Juan Kresdez

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: La conjura de Córdoba
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—Está bien. Ahora corre al camino de Al-Rushafa y espera allí a Abi Amir —el esclavo salió y Subh se encaró con Nasrur.

—Allah me ha tocado con su dedo! Me imaginaba que el baboso de Al-Mugira era el preferido de Yawdar y Faiq para ocupar el califato —Subh, de un salto, se puso en pie y empezó a dar rienda suelta a la furia que la invadía.

—Es un joven moldeable —apunto Nasrur.

—¡Es un cadáver! —gritó Subh—. En estos momentos su cabeza habrá rodado por los suelos.

Nasrur miraba a la Princesa moverse con pasos cortos y felinos y adivinaba la erupción del volcán en su pecho. Se maravillaba al observar hasta dónde puede llegar el instinto materno. La dulce joven que había llegado al palacio para alegrar las noches del Califa con su melodiosa voz, sus ágiles piruetas y su encanto juvenil se había convertido en una pantera dispuesta a despedazar a cualquiera que intentase perjudicar a su hijo. Pensó en la venganza que empezaba a fraguarse en la mente de Subh y se apiadó de Murchana, la madre de Al-Mugira, una de las últimas concubinas en compartir el lecho con Abd Al-Rahman III. No solo sufriría el inmenso dolor de perder a su único hijo, además padecería la ira de Subh. Le confiscaría su fortuna y la mandaría al último rincón del harén, le haría la vida imposible hasta que muriera asqueada del triste destino.

—¡Muchos pagarán por esto! —las palabras de Subh silbaron como el látigo en manos del verdugo.

—Todo está en manos de Allah —dijo Nasrur—. Cada cual cargará con sus hechos para bien o para mal.

—Dios es testigo de mi sufrimiento y Él me otorgará la fuerza para hacer justicia —la altivez con que Subh se expresó hizo sonreír a Nasrur—. Hisham es el legítimo heredero y como madre defenderé su derecho con uñas y dientes —el brillo en los ojos de la Princesa no dejaba resquicio a la duda sobre su afirmación. Así se lo había prometido a Al-Hakam II una noche en que el Califa se debatía angustiado intuyendo su muerte. A la mente de Subh volvió aquella situación. Al Hakan II, preso de una cruel zozobra se lamentaba de su ancianidad y poca salud. Le vio débil e indefenso. “Pido a Dios que me permita ver cumplida la mayoría de edad de nuestro hijo, pero siento las garras de la muerte clavadas en mi pecho y en cualquier momento me arrancará el corazón y todo habrá terminado para mí”. “Verás a nuestro hijo convertido en hombre”, había respondido Subh mientras le acariciaba la nuca y le ayudaba a reclinar la cabeza sobre su pecho. Por unos instantes Al-Hakam II se tranquilizó y cerró los ojos, pero al abrirlos dos lágrimas titilaban en sus pupilas a punto de desbordar los párpados. “Entre los visires, los ulemas y en el ejército hay descontentos. Temen mi muerte y les asusta un niño como califa. Sería el primer caso de un menor de edad como Príncipe de los Creyentes en Al-Andalus”. “El Profeta no estableció una edad determinada para que un hijo reciba la herencia de su padre”, en el viejo rostro del Califa se perfiló una tenue sonrisa. “Allah así lo quiere y dispondrá para que así sea”, Subh tenía el rostro arrebatado y la mirada perdida como si estuviera contemplado el futuro. “Mi adorada Chafar, tu juventud es mi mayor tesoro”. El anciano Califa depositó un tierno beso en el nacimiento del pecho donde tenía apoyada la cabeza. “Lucharé contra cualquiera que intente desposeer a nuestro hijo de lo que le corresponde por nacimiento. Mientras corra sangre por mis venas defenderé a Hisham como una loba recién parida”, Subh volvió a mirar el rostro de Al-Hakam II. Este había levantado la cabeza y la observaba como a una desconocida.

En esta posición estuvieron largos minutos y con profundo cariño dijo el Califa emocionado: «Allah me concedió la dicha de engendrar mi descendencia en ti. Él te protegerá y guiará tus pasos cuando yo ya haya muerto. A Él es a quien hay que pedir ayuda».

—Tu hijo se convertirá en Califa y satisfarás tus deseos —Nasrur comprendió que no solamente Subh pensaba como madre, sino que buscaba la realización de su propio sueño, gobernar Córdoba. Lo había intuido desde que inició los encuentros en ese pabellón con Abi Amir, pero no lo consideró entonces como una realidad. Ahora, al mirar el rostro de la Princesa y escuchar su voz, no le cupo la menor duda. Abi Amir había despertado en ella la ambición al tiempo que la pasión y se la había alimentado con sabia maestría. Como un goteo incesante empezó a recordar detalles que en otro tiempo le parecieron extravagancias. Desde que la enfermedad del Califa se agravó y Faiq determinó que no viera a nadie, Subh y Abi Amir se reunían casi a diario, incluso algunas noches las pasaron en el pabellón. Ahora veía que entre ambos habían fraguado un proyecto de gobierno. La prodigalidad con que Abi Amir repartía dinero entre la guardia califal, que había considerado como un gesto de largueza de caballero, no era otra cosa que minar el poder de Yawdar y los regalos de Subh a las mujeres del harén y los estipendios extraordinarios a los eunucos, que había entendido como una simple compra de silencios, eran en definitiva posiciones para dominar la corte desde dentro. ¿Estaría Al-Mushafi de acuerdo con ellos? Su intuición le decía que no. Subh odiaba al Hachib por numerosas razones, una de ellas por no haberla defendido ante Faiq y sus intentos de apartarla de su hijo. Otra poderosa estaba en el concepto que Subh tenía sobre el Hachib, le consideraba un cobarde asustadizo sin temple para tomar decisiones y menos plantear una iniciativa digna de un hombre de estado. «El mérito de su insignificante vida se limita a la amistad con Al-Hakam II a quien ha servido con estudiada docilidad. Se deja influenciar por astrólogos y adivinos aduladores y embaucadores capaces de regalarle el oído con tal de sacarle suculentas sumas de dinero. En estos menesteres se muestra generoso, en cambio invertir en el ejército, en las defensa de las fronteras, en la conservación de los arsenales y armamento le produce sarpullido. Estos meses, durante los cuales el Califa ha estado secuestrado por Faiq, me dan la razón», había comentado la Princesa al referirse a Al-Mushafi. “El califato se ha conducido por inercia. El Hachib se ha limitado a continuar con la administración diseñada por Al-Hakam II y no ha tenido la hombría de exigir a Faiq que le permitiera visitar a su amigo. Se ha conformado con acercarse al Palacio de Mármol, preguntar desde la puerta por su salud y trasmitir los partes médicos como un vulgar recadero.

Indudablemente, Al-Mushafi no entraba en los proyectos de la Princesa y su administrador para un futuro, pero le necesitaban en estos primeros momentos”, Nasrur rumiaba sus apreciaciones mientras Subh se había vuelto a recostar en sus almohadones, tranquilizada por la rotunda afirmación de ver a su hijo proclamado califa. “¿Habrían conocido Yawdar y Faiq los proyectos de Subh y Abi Amir y por ese motivo se habían adelantado con la conspiración?”. A la memoria le llegó la entrevista que mantuvo con Faiq dos semanas atrás. “Los tiempos que se aproximan nos traerán cambios asombrosos”, había comenzado el
Sahib Al-Burud
con voz afectada. “¿Se muere el Califa?”. “Todos tendremos que rendir cuentas un día”, contestó Faiq acercando una bandeja de pastelillos hacia Nasrur—. Hemos de estar preparados y conscientes del papel que nos toca jugar y prevenir el momento si las circunstancias se nos muestran adversas”, a Faiq le gustaban los enigmas antes de lanzarse a exponer una idea definitiva. “Sirvo a la
Sayyida Al-Kubra
y espero seguir haciéndolo hasta el último día”. “Llevas muchísimos años al cuidado del harén real, ¿no te encuentras harto de moverte entre mujeres ociosas, intrigas domésticas y caprichos extemporáneos?”, Faiq lanzó la pregunta como un pescador el anzuelo cebado. “Soy viejo para cambiar de destino. Sería una equivocación por mi parte pretender otros puestos para los que no estoy capacitado”, Nasrur tomó un pastelillo y se lo introdujo en la boca para complacer a Faiq. “Mi red de espías me informa a diario de los descontentos que hay en Córdoba y en las provincias. La incertidumbre les agobia si han de proclamar a Hisham califa. El estado en que se encuentra Al-Hakam II no es halagüeño, su defunción es previsible en cualquier momento y tantos disconformes auguran malos presagios para el Príncipe niño”. Nasrur masticaba despacio y sin mirar a Faiq pensó en el desconocimiento absoluto que tenía el
Sahib Al-Burud
de la naturaleza de las mujeres. “Vosotros sois los fieles oficiales del Alcázar, el Hachib y los visires juraron fidelidad al heredero como sucesor, por tanto no percibo esos temores que te atormentan. ¿A quién se propondría si el desconcierto es de tal magnitud como proclamas?”. “Existen varios príncipes, hijos de Abd Al-Rahman III, a quienes les asiste el derecho de sucesión”, Faiq buscó un signo en los gestos y ojos de Nasrur, pero se encontró con la mirada bovina propia de un eunuco acostumbrado a servir sin hacer preguntas. “Todo está en manos de Allah y sus designios son inescrutables”. Faiq cambió de conversación y momentos después se separaron. Desde entonces, no se habían vuelto a encontrar. “La soberbia y la arrogancia les ha cegado. No saben nada de las aspiraciones de Abi Amir y menos de los sueños de Subh”.

Nasrur se sobresaltó al apreciar una sombra deslizarse entre los árboles del jardín.

La perdió de vista cuando se escurrió contra la pared del palacio. Escrutó el jardín angustiado en busca de otras. La insistencia con que miraba le traicionaba, a cada instante veía moverse a los setos como si fueran humanos. Se restregó los ojos y volvió a mirar al exterior. Nada. Solamente los árboles y arbustos, pero la obsesión le llevaba a imaginar figuras irreales. Se apartó de la ventana con el corazón golpeándole en el pecho y miró a la Princesa. Subh seguía recostada en la misma posición sumida en sus pensamientos.

Unos golpes en la puerta les alarmaron. Nasrur se precipitó y abrió. Un esclavo sudoroso y compungido le miraba sin atreverse a cruzar el umbral. Nasrur le invitó a pasar al reconocerle como uno de sus subordinados en el harén.

—¡Afif ha muerto! —consiguió balbucir el recién llegado con voz temblorosa.

—¿Cuándo, cómo, quién lo ha matado? —las preguntas de Nasrur cayeron como una granizada. Subh se levantó de sus almohadones y se precipitó sobre el esclavo.

—¿Dónde ha ocurrido? —preguntó Subh con el alma a punto de salírsele por la boca.

—En el arrecife. Salió por el portillo del río del Alcázar y anduvo unos veinte pasos. Una flecha lanzada desde la oscuridad le atravesó el pecho. Pudo volver sobre sus pasos y entrar de nuevo en el Alcázar. Cuando cerramos el portillo cayó al suelo.

Allí mismo murió en un vomito de sangre y sin proferir palabra.

—¡Los hombres de Yawdar nos han descubierto! —Subh, retorciéndose las manos y el rostro arrebatado, se acercó a la ventana y escrutó el jardín. La brisa nocturna agitaba las ramas de los árboles y las sombras danzaban emitiendo un leve susurro que a la Princesa se le antojó lúgubre.

—Entre las ropas de Afif hallé esto —el esclavo mostró un pliego de papel doblado y manchado de sangre. Subh se volvió y tomó el papel de manos del esclavo.

—Es la carta que debía entregar a Abi Amir. ¡Estamos secuestrados en las fauces de esos dos traidores! ¡Que el diablo se los lleve! —Subh tiró la carta al suelo y se limpió los dedos que se había manchado con la sangre del desgraciado Afif.

—¿Qué es eso que tienes en la mano? —preguntó Nasrur al esclavo.

—Un pedazo de asta de la flecha que mató a Afif. Se me rompió al intentar extraérsela —el esclavo se la entrego a Nasrur que la examinó detenidamente.

—Esta flecha no se ha hecho en los talleres del Alcázar —dijo Nasrur.

—¿Qué quieres decir? ¿Qué no pertenece a la guardia del Califa? —preguntó Subh ansiosa y asombrada.

—Es de mayor grosor, las plumas no son las habituales y su colocación es diferente a las construidas en el arsenal. Este tipo de flechas las usan los mercenarios cristianos que están en los acuertelamientos a extramuros de la ciudad. Son apropiadas para grandes arcos, los usados por los soldados de infantería. Los que utilizan los hombres de Yawdar son más pequeños, hechos para disparar en sitios reducidos o desde el caballo —explicó Nasrur.

—El Alcázar está rodeado —dijo tímidamente el esclavo.

—Abi Amir paga de su propio peculio a uno de esos contingentes de cristianos renegados y le son incondicionales hasta la muerte —en el rostro de Subh se adivinó de nuevo la esperanza. Radiante como el sol en junio miró a Nasrur y sonrió con dulzura infantil.

—Pudieran ser las huestes de Castilla, navarros o catalanes que engrosan las filas de Hisham ibn Utman —opinó Nasrur sin mucho entusiasmo. Fueran quienes fueran los sitiadores, les mantendrían encerrados y sin noticias hasta que se resolviera la situación.

—Yawdar y Faiq estarán en las mismas circunstancias que nosotros y sin contacto con el exterior. El cerco les impedirá conseguir su propósito —aplaudió Subh y se sobrecogió de repente—. ¡Ay Dios! Tienen una posibilidad: Asesinar a mi hijo —pálida se llevó las manos a la boca para ahogar un grito de terror.

—Los pensamientos de Yawdar y Faiq caminan por otros derroteros. Si tomaron la determinación de proclamar otro califa fue deslumbrados por los rumores de los descontentos con entronizar a un infante y así consideran a Hisham, un niño inofensivo. Por otro lado son cobardes por naturaleza y al conservar la vida de tu hijo se garantizan la suya. Princesa, aparta de tu cabeza esa tragedia. Si Abi Amir acaba con Al-Mugira se encontrarán sin candidato y mañana ellos serán los primeros en jurar fidelidad a Hisham como califa, incluso negarán que haya existido una conjura —Subh entendió las palabras de Nasrur como un oráculo de inequívocos presagios y como un bálsamo le devolvieron el color a sus mejillas.

Para confirmar la opinión de Nasrur llegó el esclavo que había tenido la misión de infiltrarse en el Palacio de Mármol. Tranquilo, como si de un día normal se tratara, relató su peripecia.

—Entré en el palacio por la puerta de atrás, como lo había hecho otras veces. No me encontré con guardia alguno y tampoco con sirvientes hasta el gran vestíbulo desde donde se distribuyen las habitaciones del Califa. Allí tropecé con sirvientes que entraban y salían en gran desconcierto. Pregunté a uno el motivo del desorden y me contestó que habían lavado el cuerpo de Al-Hakam II y preparado el salón para recibir mañana a los visires y a la corte para que se despidieran del Príncipe de los Creyentes. “¿Cuándo se efectuará el entierro?”, pregunté. “Cuando toda Córdoba le haya rendido homenaje”, me respondió el esclavo que salía con una jofaina en las manos. Fui tras él hasta las dependencias del servicio, tomé unas toallas y entré en el salón donde se encontraba el cadáver. Habían colocado al Califa en una mesa de mármol y amortajado con un lienzo blanco. El color omeya. Allí escuché a Yawdar decir a Faiq que estaba equivocado al querer exponer el cuerpo del Califa a la corte en vez de entronizar primero a Al-Mugira. Faiq contestó que las honras fúnebres debían seguir un protocolo y contentar a todo el mundo: “Anunciaremos la defunción, vendrán los visires, aleccionados por Al-Mushafi, para la despedida oficial, a continuación celebraremos el entierro y acto seguido realizaremos la ceremonia de proclamación del nuevo califa” —el esclavo imitó la voz aflautada del
Sahib Al-Burud
. “No confío en el Hachib, nos puede traicionar y acabaremos colgados de la Puerta Al-Sudda”, respondió Yawdar. La contestación de Faiq no la escuché. En ese momento me llamó un guardia para que limpiara unas manchas de agua en el suelo. Pero, al parecer, convenció al Gran Halconero. Cuando todo estuvo dispuesto, colocados los centinelas y las lámparas, el salón se desalojó y Yawdar y Faiq se dirigieron a la habitación contigua. Apareció el tesorero Durry con su sempiterna sonrisa en la boca y mandaron preparar cena. El Capitán de la guardia distribuyó los puestos entre sus hombres y mandó a los sirvientes a sus dependencias. Así encontré el momento oportuno para abandonar el palacio —terminó el esclavo satisfecho de su aventura como espía. Por unos momentos se había sentido importante y olvidado sus tediosos y aburridos encargos domésticos.

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