—Entonces no sois mi amigo. Os agradeceré que os mantengáis alejado de mí y de mi esposo. Entiendo que debéis encontraros con él de vez en cuando, bajo vuestro disfraz de Evans, pero si volvéis a entrar en mi casa, le diré quién sois.
—¿Me haríais algo así?
—No deseo tener que elegir entre los dos, pero si me obligáis, escogeré a mi esposo.
Mi engaño se desbarataba por momentos, así que no tenía más remedio que actuar. Miriam me había dejado muy claro que poco podía esperar de su marido. El recaudador de deudas conocía mi identidad, y no podía contar con que guardara silencio ni siquiera el tiempo que él me había prometido.
Por supuesto, nada de esto fue una sorpresa. Yo sabía que podía ser descubierto antes de asegurar mi libertad, y ya había estado meditando un plan. Así pues, me arriesgué a contactar con Elias y me reuní con él en un café. No le gustó precisamente lo que le pedí, pero finalmente accedió, como yo imaginaba.
Una vez resuelto esto, me puse en contacto con aquellos que debían conocer mi plan. Luego cogí las cartas que Grace me había traído, las que Dogmill había dirigido a personas que habían pasado un tiempo en Jamaica, y escribí la respuesta que mejor servía a mis propósitos.
Aunque de forma pasiva, Grace era fundamental para mis planes, y me reuní con ella en una chocolatería para explicárselo todo. Hasta el momento había demostrado ser una ardiente defensora de mi causa, pero yo iba a actuar en contra de su hermano, y no podía esperar que cooperara sin más.
Grace llegó antes que yo a la chocolatería de Charles Street, radiante con su vestido de color rojo vino y su corsé color marfil. Los otros hombres —y ciertamente también las mujeres— la miraban abiertamente mientras ella bebía su tazón de chocolate.
—Lo siento si me he retrasado —dije.
—Oh, no; simplemente me apetecía tomarme un chocolate.
—Muchas damas vacilarían antes de tomar un chocolate solas en un lugar público.
Ella se encogió de hombros.
—Soy hermana de Dennis Dogmill, y hago lo que quiero.
—¿Incluso a Dennis Dogmill? —pregunté al tiempo que tomaba asiento.
Ella me miró durante un largo momento y asintió.
—Incluso a él. ¿Seréis muy duro con él?
—No más de lo necesario. Por vos —añadí.
Grace colocó las manos en torno a su plato, pero no lo levantó.
—¿Vivirá?
Yo me reí, lo cual quizá fuera una descortesía, dada la gravedad de la pregunta, pero no tenía intención de hacer de asesino.
—No soy tan necio como para buscar una justicia perfecta. Quiero recuperar mi nombre y mi libertad. Si es posible castigar al culpable, tanto mejor, pero no me hago ilusiones.
Ella me sonrió.
—No, no lo hacéis. Lo veis todo muy claramente.
—No todo.
Ahora fue ella quien rió. Vi que sus adorables dientes estaban manchados de chocolate.
—Supongo que os referís a mí. Queréis saber qué pasará con Grace Dogmill una vez se haya resuelto todo esto.
—Es una pregunta superflua, pues depende de que consiga escapar a la horca y recupere mi reputación. Sin embargo, os lo pregunto.
—Sería impropio que una mujer de mi posición tuviera amistad con un hombre como vos.
—Entiendo —dije—. Después de todo, he oído esas palabras otras veces.
Ella volvió a sonreírme.
—Pero si descubro que me han robado algo, tal vez necesite vuestra ayuda. Y, desgraciadamente, no soy muy cuidadosa con mis pertenencias.
Sabiendo que la señorita Dogmill estaba deseosa de ayudarme, ahora lo único que podía hacer era esperar a que las notas que había enviado tuvieran respuesta y dar los pasos necesarios. A mi entender, no era prudente esperar demasiado. Veinticuatro horas eran suficientes para provocar la inquietud y la rabia que deseaba. Más de las que podría provocar una acción. Menos hubiera producido una emoción insuficiente. Sin embargo, fueron veinticuatro horas de angustia, y supe que me sentiría mucho más tranquilo si encontraba alguna ocupación con que entretenerme. Por suerte, todavía me quedaba una cosa por hacer y, si bien no era prudente, cuando menos era justificable. Así pues, me vi nuevamente en la necesidad de hacer una visita a Abraham Mendes.
Mendes contestó a mi nota y me reuní con él aquella noche en una taberna próxima a Stanhope Street, cerca de Covent Garden. Cuando me vio, había algo divertido en su rostro. Tal vez pensó que si lograba librarme de mis problemas, jamás volvería a mostrar el mismo desprecio por él o por su amo. Qué poco me conocía… Sin embargo, Mendes me hizo el servicio que yo esperaba y salí de mi reunión con él con la firme esperanza de que todo iría como deseaba.
Como había previsto, al día siguiente recibí una nota, y fue muy de mi agrado.
Evans:
Sé quién sois y lo que sois, y os prometo que no conseguiréis lo que os habéis propuesto. Si ponéis fin a esta mascarada ahora y abandonáis la ciudad, es posible que viváis.
Dogmill
Contesté enseguida, proponiendo que se reuniera conmigo esa misma noche en una taberna cerca de Whitehall. Elegí ese lugar porque sabía que era popular entre los whigs, y pensé que le haría sentirse más cómodo y confiado. Eso era lo que necesitaba. Cuando recibí la contestación confirmando nuestra cita, me ocupé de los preparativos y bebí un vaso de oporto para darme fuerza.
Llegué casi con media hora de retraso, pues deseaba que Dogmill llegara antes que yo. No me cabía duda de que habría llegado temprano, pero no deseaba sorprenderlo y cogerlo desprevenido. Llegué y pregunté al tabernero, quien, como ya esperaba, me dijo que encontraría al señor Dogmill en una de las habitaciones de atrás.
Entré en la habitación y encontré a Dogmill sentado en compañía de Hertcomb. En pie, junto a ellos, con los brazos cruzados, estaba ni más ni menos que el señor Greenbill. Me sorprendió que Dogmill quisiera la presencia de otro hombre propenso a la violencia, pero quizá no quería arriesgarse. Pero sobre todo me sorprendió por las grandes molestias que se había tomado para ocultar su relación con el estibador. Solo cabía pensar que Dogmill no tenía intención de dejar que contara nada de cuanto sabía.
Todos parecían alterados. Sonreí a Dogmill y Hertcomb.
—Buenas noches, caballeros —dije cerrando la puerta a mi espalda.
Dogmill me miró, furibundo.
—Tendréis que andaros con cuidado si no queréis morir esta noche.
—No puedo decir si voy a andar con cuidado o no —le dije. Tomé asiento a la mesa y me serví un vaso de vino. Di un traguito—. Esto está muy bueno. ¿Sabéis? Por el aspecto de este lugar jamás hubiera esperado que tuvieran un clarete de tanta calidad.
Dogmill me arrancó el vaso de la mano y lo arrojó contra la pared. Para su disgusto, no se rompió, en cambio salpicó y manchó al señor Greenbill, que trató de hacer como si su dignidad no hubiera sido atacada.
—¿Dónde está mi hermana? —exigió Dogmill.
Yo le miré fijamente.
—Vuestra hermana. ¿Cómo queréis que lo sepa?
—Dejad que le pregunte yo, señor Dogmill —dijo Greenbill, dando un paso al frente.
Dogmill no le hizo caso.
—Sé quién sois —me dijo entre dientes—. Me he tomado la libertad de escribir a ciertos caballeros de Jamaica. —Me mostró las cartas que yo le había escrito—. Me han informado de que ya habíais utilizado el nombre de Matthew Evans con anterioridad, aunque no es vuestro verdadero nombre. No, sois un canalla conocido como Jeremiah Baker, un timador que se gana su miserable vida secuestrando a jóvenes damas y pidiendo un rescate para devolverlas sanas y salvas. Uno de estos caballeros, al recibir mi carta, ha cabalgado personalmente hasta Londres para prevenirme contra vos. En cuanto recibí esta información, quise asegurarme del paradero de mi hermana, pero hace más de un día que no sé de ella.
Cogí un vaso que supuse sería de Dogmill y vacié su contenido en el suelo duro y sucio. Acto seguido me serví vino de la botella y bebí.
—Bueno, pues me habéis ahorrado la molestia de informaros de vuestra situación. Ahora podemos llegar a un acuerdo.
Dogmill golpeó la mesa con la palma con tanta fuerza que pensé que iba a romperse.
—No hay ningún acuerdo, aparte de que vais a devolverme a mi hermana y yo os arrancaré la cabeza de los hombros.
Hertcomb se adelantó y le puso una mano en el hombro.
—No veo que le estéis dando a este hombre motivos para negociar de buena fe.
—Bien dicho, Hertcomb.
—No queráis dárosla de amigo conmigo —dijo con petulancia—. Si contengo al señor es por su hermana, no por vos. Habéis traicionado mi confianza.
—Vuestra confianza difícilmente puede considerarse algo tan valioso como para que haya necesidad de tratarla con mimo —repuse yo.
Hertcomb abrió la boca pero no dijo nada. Pensé que iba a echarse a llorar, y confieso que tuve ciertos remordimientos por lo que le había dicho, pero estaba interpretando un papel, y lo haría hasta sus últimas consecuencias.
Dogmill respiró hondo y se volvió hacia mí.
—Baker, creo que tendréis que haceros a la idea de que habéis afrentado al hombre equivocado.
—¿Es esa vuestra idea de negociar de buena fe? —pregunté. —Lo es, puesto que estoy diciéndoos la verdad. No me sacaréis ni un penique. Ni un cuarto de penique. No consentiré que un individuo de tan baja ralea como vos me obligue a pagar para recuperar a mi hermana. Pero tengo otra oferta. Si me devolvéis a mi hermana sana y salva, os concederé un día de ventaja antes de empezar a perseguiros. En ese tiempo, si sois listo, podéis marcharos y poneros fuera de mi alcance, porque si os atrapo, os haré picadillo. Es la mejor oferta que puedo haceros.
Yo meneé la cabeza.
—Debo decir que no es eso lo que tenía en mente cuando cogí a vuestra hermana, le até las manos a la espalda y le metí un trapo en la boca.
Greenbill, en pie detrás de su amo, reprimió una sonrisa. A pesar de su lealtad, siempre disfrutaba de un poco de violencia con una mujer.
Pensé que Hertcomb tendría que volver a contener a su amigo, pero Dogmill no se movió.
—Quizá esperabais conseguir algo más, pero no será así. Ahora debéis decidir si queréis sacrificar vuestra vida además de vuestras esperanzas de conseguir riqueza.
—La mayoría de los hombres están dispuestos a renunciar a unas pocas libras si con ello pueden salvar la vida de algún ser querido. Y sois vos quien está en peligro, no yo. Es hora de que lo admitáis.
—¿Acaso pensáis que son solo fanfarronerías? Ya habéis probado una pequeña parte de mi ira, sin duda lo recordaréis. Pero tengo mucha más. —Se volvió hacia Hertcomb—. Que pase el señor Gregor.
Hertcomb se levantó y desapareció un momento, pero enseguida regresó seguido de un caballero alto y delgado. Me sonrió y tomó asiento.
—Creo que conocéis a este caballero, ¿me equivoco?
—Lo conozco —repuse yo, pues el caballero en cuestión era Elias Gordon.
—El señor Gregor está dispuesto a pedir una orden de arresto por el robo de ciertos pagarés que cogisteis de su casa en Jamaica. Así que, como veis, estáis en mis manos.
—¿Haríais lo que dice, señor Gregor?
Elias estaba nervioso, pero parecía estar disfrutando. Había cierto tono melodramático en aquella actuación, y no podía evitar explayarse.
—Creo que sabéis muy bien lo que estoy dispuesto a hacer —dijo.
Lo sabía, desde luego, pues ya lo había hecho. Había convencido a Dogmill del riesgo que corría su hermana. Yo quería que la situación se resolviera enseguida, así que Elias se había presentado en casa de Dogmill para asegurarse de que sucedía así.
—Como veis, no tenéis alternativa —dijo Dogmill—. Haced lo que os digo, u os destruiré.
—Bien —dije yo—, si las cosas están así, aún podemos llegar a un acuerdo. Dado lo apurado de la situación en que me encuentro, estoy dispuesto a renunciar al dinero. ¿Qué os parecería cambiar a vuestra hermana por cierta información? ¿Os incomodaría en exceso?
Él pestañeó varias veces, como si tratara de desentrañar el sentido de mi propuesta.
—¿Qué información? —exigió.
—Información relativa a Walter Yate.
En este punto Greenbill se sonrojó y una expresión que no logré dilucidar pasó por el rostro de Dogmill.
—¿Qué queréis que sepa yo de eso?
Me encogí de hombros.
—Espero que algo, si es que queréis ver a vuestra hermana con vida.
—¿Por qué queréis esa información?
—Curiosidad —dije dando un sorbito de vino—. Si me explicáis por qué hicisteis que lo mataran y algunos otros detalles, dejaré a vuestra hermana en libertad. Así de simple.
—¿Que yo hice que lo mataran? —repitió Dogmill—. Estáis loco.
—Tal vez. —Terminé mi vino y dejé el vaso—. Entonces os dejo. Si cambiáis de opinión, podéis dejarme una nota aquí en las próximas cuarenta y ocho horas. Si no, podéis estar seguro de que no volveréis a ver a la señorita Dogmill. —Y dicho esto, me puse en pie y me dirigí hacia la puerta.
Greenbill se adelantó para interceptarme el paso.
—No permitiré que os marchéis —me dijo Dogmill—. No toleraré que mi hermana quede en vuestras manos, y no dejaré que os marchéis si no me decís dónde está. Podéis hablar de las cuarenta y ocho horas que os plazca, pero os juro que esto terminará esta noche, señor.
Le sonreí, con una sonrisa compasiva.
—No cometáis el error de pensar que actúo solo. El señor Gregor le confirmará mi astucia, creo.
—Es muy astuto —dijo Elias—. Será mejor que le hagáis caso.
Dogmill lo miró, furibundo, y se volvió hacia mí. Se mordió el labio, mientras trataba de pensar una forma de obligarme a quedarme en aquella habitación según sus condiciones y no según las mías, pero no se le ocurrió nada. Por el momento, mi plan funcionaba.
—Decidme qué proponéis —dijo al cabo—. Y rezad para que os perdone la vida.
—Muy generoso. Bien, debéis saber que si no regreso a un punto de reunión acordado a una hora determinada, mis socios tienen orden de trasladar a la señorita Dogmill a un lugar del que no me han informado. Si no tienen noticias de mí en un día, librarán a la señorita Dogmill de las miserias de este mundo. Por tanto, podéis torturarme hasta que revele lo que queréis saber, pero me considero lo bastante fuerte para aguantar hasta el primer plazo que he mencionado, y una vez se cumpla ese plazo, no podréis recuperar a vuestra hermana a menos que yo esté libre y os quiera llevar hasta ella. Así que, señor, decidle a vuestro sabueso que se aparte de mi camino. Tratadme como a un hombre ahora o en otra ocasión, pero nada de amenazas.