—Ah, señor Evans —dijo—. El señor Melbury ya dijo que se podía confiar en vos. No me cabe la menor duda de que disfrutará de vuestra compañía.
—¿Qué es esto? —exigí.
—Es lo que parece —dijo el otro—. Como casi siempre. La mayoría de las cosas no son engaños, son simplemente lo que parecen. El señor Melbury ha tenido la desconsideración de descuidar algunas de sus deudas que yo he comprado, así que he insistido en que se quede aquí un rato y considere las consecuencias que puede tener su actitud en sus opciones al escaño en los Comunes. Si no se muestra más razonable, mañana no me quedará otro remedio que ponerlo en manos del Tribunal Supremo… una prisión que acostumbran visitar muchos hombres que se han negado a cumplir con sus obligaciones.
Así que aquella era la naturaleza de las preocupaciones de Melbury. Lo habían llevado a una
sponging house
, y permanecería allí durante veinticuatro horas a menos que lograra convencer a alguien para que pagara sus deudas. Obviamente, alguien con la riqueza de un acaudalado plantador jamaicano.
Jamás me han gustado las
sponging houses
, y confieso que en una o dos desafortunadas ocasiones he tenido ocasión de comprobar cómo funcionan muy de cerca. Es una vergüenza para el sistema judicial de nuestro país que un hombre pueda ser secuestrado en plena calle y retenido en ellas un día entero en contra de su voluntad antes de ser entregado al tribunal. En el transcurso de este día, debe pagar al propietario de la casa por comer, beber y dormir mucho más de lo que pagaría si fuera libre de elegir. Una comida que en una taberna del otro lado de la calle podría costarle unos peniques, le costaría uno o dos chelines en la
sponging house
. Es así como muchos hombres que se han endeudado, cuando finalmente los atrapan se endeudan todavía mucho más.
Yo insistí en que Miller me llevara enseguida ante Melbury. El hombre me guió por una casa atestada de muebles viejos, alfombras enrolladas y apoyadas contra rincones, cajones y baúles sin abrir. Las posesiones que los hombres daban a cambio de su libertad.
Subimos un tramo de escaleras, bajamos por un pasillo, otro tramo de escaleras… Entonces cogió un llavero que llevaba sujeto a la chaqueta, y, tras una breve búsqueda, encontró el objeto que necesitaba.
La puerta crujió como la reja de una mazmorra, aunque la estancia era tolerable. La habitación tenía unas dimensiones aceptables; había varias sillas, una mesa de despacho (en una
sponging house
no hay nada más importante para un hombre que escribir cartas a los amigos con dinero) y una cama que parecía muy cómoda.
Precisamente era ahí donde estaba Melbury, echado y con expresión relajada.
—Ah, Evans. Qué detalle que hayáis venido. —Se incorporó de un salto con la agilidad de un equilibrista y me estrechó la mano con gesto cordial—. Miller me hubiera obligado a pasarme el día escribiendo cartas, pero solo he mandado una, pues si un hombre no sabe a quién escribir en momentos de crisis, en verdad es un hombre pobre.
Yo hubiera dicho que más se acerca a la definición de hombre pobre aquel que no es capaz de mantenerse alejado de las
sponging houses
, pero callé. Igualmente evité manifestarme sobre el honor de haber sido la única persona a quien había recurrido para solucionar sus problemas.
—He venido en cuanto he leído vuestra nota —dije.
—Admiro al hombre que es puntual —comentó Miller.
—Oh, dejadnos a solas, ¿queréis? —le espetó Melbury.
—No hay razón para ser desagradable —dijo Miller, al parecer ofendido—. Aquí todos somos caballeros.
—No me interesa la opinión que tengáis sobre quién es y quién no es caballero. Y ahora fuera.
—Habéis sido muy desagradable, señor —le dijo Miller—. Muy desagradable. —Dicho esto, salió retrocediendo y cerró la puerta.
—Me gustaría hacer que lo azotaran —me dijo Melbury—. Venid, sentaos, Evans, y tomad un vaso de este espantoso oporto que me ha traído. Para lo que cobra, debería darle vergüenza pedirme que beba esta porquería, pero supongo que es mejor que nada.
Hubiera debido vacilar antes de beber un vino con tan malas referencias, pero lo bebí sin pensar. Nos sentamos cerca de la chimenea y Melbury sonrió, como si estuviéramos en un club o en su casa.
—Bueno —dijo tras una pausa dolorosamente larga—, como veis estoy en un pequeño apuro, y necesito quien me saque de él. Y puesto que vos habéis mencionado en más de una ocasión el deseo de ser útil a los tories en estas elecciones, enseguida he pensado que erais mi hombre. No me cabe duda de que los periódicos de los whigs aprovecharán este incidente. Tengo motivos para creer que es Dogmill quien ha animado a Miller a actuar con esta desconsideración. No es que un desalmado como Miller necesite que lo animen, pero esto me huele a complot… y os aseguro que responderé con contundencia. Sin embargo, nuestra preocupación más inmediata es que los diarios whigs no se ceben con algo tan escandaloso como el encarcelamiento de un deudor. Espero que estaréis de acuerdo.
—En términos generales, sí, por supuesto —dije sonriendo débilmente—. Pero me pregunto cuánto exactamente me costaría evitar ese escándalo.
—Oh —dijo agitando la mano en el aire—, no es nada. Nada, es una cantidad tan pequeña, que no sé siquiera si mencionarla. Estoy convencido de que un caballero como vos gasta el doble de eso en un año en algo tan insignificante como la caza. Por cierto, espero que os guste disparar. Este año, tras las elecciones, podéis acompañarme a mi casa de Devonshire. Allí la caza es excelente, y me enorgullece decir que muchos de los hombres importantes del partido estarán allí.
—Os agradezco el ofrecimiento —dije—, pero debo pediros que me digáis qué cantidad queréis de mí.
—¡Mirad qué expresión de gravedad! Se diría que voy a pediros que hipotequéis vuestras propiedades. Os lo prometo, no es nada tan serio. Es una minucia, una minucia.
—Señor Melbury, tened la amabilidad de decirme la cantidad.
—Sí, sí, por supuesto. Es una deuda de doscientas cincuenta libras, nada más… bueno, y algo más por mi estancia aquí. He tomado unas botellas de oporto, ya sabéis, y algunas comidas. Y el papel y la pluma también son caros, todo me parece un ultraje. Pero yo diría que doscientas sesenta libras serán suficientes.
No podía creer que estuviera hablándome de aquella cantidad con tanta ligereza. Doscientas sesenta libras sin duda eran una importante suma, incluso para alguien como Matthew Evans. Era más de un cuarto de su supuesta renta. Sin embargo, para Benjamin Weaver significaba perder el dinero que había birlado en casa del juez Rowley. No podía permitirme pagar tanto dinero, aunque no hacerlo supondría un importante revés.
—Si me permitís la pregunta, señor Melbury, tengo entendido que vuestra esposa posee una gran fortuna.
—¿Os referís a que es judía, señor? —me preguntó con toda la intención—. ¿Es eso lo que queréis decir? ¿Que me he casado con una judía y por tanto no necesito dinero?
—No, no quiero decir eso. Lo que digo es que he oído que se casó con vos estando en posesión de una inmensa fortuna.
—Todo el mundo piensa que por ser judía debe de tener dinero. Mi vida, debo decir, no es una versión de
El judío de Venecia
: lo único que tiene que hacer mi esposa es robar la bolsa a su padre y todo irá bien. Señor, lamento deciros que hay una gran diferencia entre la vida real y el escenario de un teatro.
—Yo no he dicho nada de padres ricos ni de bolsas.
—Muy bien —dijo él tomando mi mano—. Perdonad si me he acalorado un poco. Sé que no queríais ofenderme. Sois un buen hombre, Evans, increíblemente bueno. Y estoy seguro de que entendéis que un hombre no puede correr a esconderse bajo las faldas de su esposa cada vez que tiene un problema. ¿Qué clase de vida sería esa?
¿Debía entender entonces que tendría que entregarle a ese hombre prácticamente hasta el último penique que tenía en el mundo para que no tuviera que molestarse en pedírselo a su esposa? La idea me enfurecía. Por supuesto, tampoco me complacía que esquilmara la pequeña fortuna de Miriam con sus deudas mientras jugaba sin ningún remordimiento.
—Pensaba que los lazos del matrimonio reducen los prejuicios de un hombre.
—Habláis como soltero. —Rió—. Algún día vos también tomaréis los votos y veréis que es más complicado. Pero, de momento, ¿qué decís, Evans? ¿Podéis ayudarme a derrotar a los whigs en esto o no?
¿Qué podía decir?
—Ciertamente.
—Estupendo. Ahora vayamos a buscar a Miller y démosle una buena patada.
Cuando salíamos de la habitación nos encontramos a Miller a punto de llamar a la puerta. Melbury le dijo alegremente que yo pagaría, y que cuando las elecciones terminaran, volvería para hacerle pagar por su rudeza.
—Nada puedo decir de lo que vos calificáis de rudeza —le dijo Miller—. No es rudeza reclamar lo que es tuyo. Yo considero una maldad negarse a pagar lo que uno debe, pero no diré más. Y por lo que se refiere a firmar pagarés, temo que sea una astucia. Veréis, el pagaré que ha hecho que el señor Melbury esté hoy aquí fue firmado con liberalidad, y sin embargo resultó que no había dinero. Quisiera algo más que etéreos pagarés, señor Evans. Como bien hemos aprendido en este reino de la South Sea Company, una cosa es poner promesas sobre un papel, y otra muy distinta cumplirlas.
—Los hombres de la South Sea no son más que un puñado de whigs que no saben qué es tener palabra —musitó Melbury, visiblemente contrariado al verse equiparado a los directores de la South Sea.
—Whigs o tories, tanto da —dijo Miller—. Si un hombre no es lo bastante bueno para mantener su palabra, me da lo mismo de qué partido sea. Y en estos momentos lo único que me interesa es saber que voy a recibir mi dinero del señor Evans.
Confieso que no podía reprocharle a aquel hombre su desconfianza, pero yo no tenía ningún deseo de entregarle un pagaré. Puesto que yo no era, en ningún sentido, Matthew Evans, firmar un pagaré en su nombre se hubiera considerado una falsificación, delito por el que podía pagar con mi vida. Tenía grandes esperanzas de poder defenderme en el asunto de la muerte de Yate. Y en cuanto a la herida que causé al juez Rowley, sin duda la gente la disculparía por ser la acción desesperada de un hombre agraviado. Pero hacer circular falsos pagarés era otra cosa, y no estaba dispuesto a correr ese riesgo por el hombre que se había casado con la mujer a quien yo amaba.
Me aclaré la garganta y me dirigí a Miller.
—No esperaréis que lleve una suma tan elevada encima, ¿verdad?
—Esperaba que sí. Lo deseaba ardientemente. Pero sin duda tenéis razón. No es normal que un hombre lleve encima semejante cantidad sin una causa justificada. Por tanto, espero que me permitáis visitaros en vuestro domicilio, de aquí a cinco días, por ejemplo, y entonces os solicitaré la cifra mencionada.
—Magnífica idea —dijo Melbury.
Yo hice un gesto de asentimiento. Dependía tanto del éxito de Melbury en las elecciones que prácticamente me hubiera arriesgado a lo que fuera por él.
—Espero que sea una idea magnífica —dijo Miller—. Lo espero fervientemente, pues si el señor Evans no pudiera hacer el pago como ha prometido, me vería obligado a empezar de nuevo, señor Melbury. En las actuales circunstancias, no sé si podréis ocultaros en vuestra casa o dejar la ciudad. Debéis estar en Londres, a la vista, y por tanto sois vulnerable. Espero que no juguéis más con mi paciencia.
—Me gustaría jugar con vuestra cabeza, Miller, con vuestra cabeza y con un largo palo. Pero por lo que se refiere a vuestra paciencia, quedad tranquilo, no abusaré de ella.
—Es lo único que os pido. Eso y que evitéis ser desagradable.
Comportándose como un hombre que sale con renovado vigor de sus baños preferidos, y no como alguien a quien acaba de sacar de una
sponging house
alguien que es poco más que un conocido, Melbury paró un coche de caballos y subimos a él.
—Espero que no tendréis prisa. ¿Disponéis de tiempo?
—Supongo —respondí, pensando en la inminente visita de Titus Miller y lo que podía significar para mis finanzas.
—Muy bien —dijo—. Porque hay un lugar que me gustaría visitar en este momento.
El lugar resultó ser una taberna llamada La Higuera, hacia el oeste, en Marylebone. Hacía ya unas semanas que estaba atento a las cuestiones de la política, pero, incluso de no haber sido así, hubiera reconocido aquel lugar; todo el mundo sabía que era el lugar de reunión de los whigs más apasionados.
—¿Qué hacemos aquí?
—Dennis Dogmill —dijo él.
—¿Creéis que es prudente enfrentarse a él en sus dominios?
—Cada vez me interesa menos lo que es prudente y me gusta más el descaro. ¿Es una simple coincidencia que un puñado de matones fueran al centro electoral para asustar a los electores amantes de la libertad… en el momento justo en que ese tarugo de Miller se echó sobre mí con sus exigencias? Oídme bien, Dogmill y Hertcomb han olido su propia derrota y no les ha gustado. Y ahora desean arrojar nuestra grasa al fuego para apaciguar a sus dioses whigs, pero no lo toleraré, y tengo intención de decírselo yo mismo… en público, ante todos aquellos de sus partidarios que quieran escucharme.
—Todo eso está muy bien —dije—, pero, vuelvo a preguntaros, ¿os parece prudente?
—¿Cómo podría no serlo cuando tengo a mi lado a mi incondicional amigo? Los whigs ya han comprobado una vez, y de una forma bastante dolorosa, que la violencia no sale a cuenta con Matthew Evans. Creo que quizá aprendan esa misma lección esta noche.
Por lo visto, a ojos de Melbury me había convertido en su banquero y su guardaespaldas, y como si yo fuera un suizo contratado tenía que estar en medio de cualquier peligro simplemente porque a él se le antojaba. No me agradaba mi nuevo papel, pero no podía ni detener el carruaje ni tratar de persuadirle para que cambiara sus planes.
Nos detuvimos en el exterior de la taberna en cuestión, donde se había congregado una gran multitud. No eran como los desalmados que habían empezado a frecuentar los centros electorales, se trataba de hombres respetables de clase media —tenderos, oficinistas, abogados de poca monta— que difícilmente se dejarían arrastrar a la violencia. Así que dejé escapar un suspiro de alivio. Y luego otro más, pues vi que aquella gente estaba esperando para entrar en la taberna. Melbury, suponía yo, estaría demasiado impaciente para esperar tanto tiempo —puede que incluso horas— solo para cruzar unas palabras airadas con unos hombres que ni siquiera le harían caso. Sin embargo, pronto descubrí que lo había subestimado. Se aproximó a la chusma, anunció a voz en grito que tenía intención de pasar, y su tono de autoridad hizo el resto. Los hombres, perplejos e irritados, se apartaron. A nuestro paso, mascullaban, pero pasamos de todos modos.