Una vez dentro, la escena no podía calificarse sino de alborotada. Un gran cordero se asaba en un espetón al fuego, y a cada vuelta se cortaba un trozo y se ponía en un plato, premio por el que un centenar de impacientes manos se levantaban. Olía a carne chamuscada, a tabaco fuerte y al vino derramado que formaba charcos pegajosos en el suelo. En el centro de la taberna se habían apartado las mesas para dejar un espacio abierto, y los hombres que no reclamaban cordero como prisioneros hambrientos se habían reunido allí en un círculo; algunos de ellos reían, y otros se lamentaban o se cogían la cabeza horrorizados.
Melbury me dio un codazo.
—Ahí es donde lo encontraremos —dijo señalando al círculo. Lo rodeamos hasta llegar a un lugar que consideró propicio para nuestra entrada y empezó a abrirse paso entre la multitud, que fácilmente tendría unos cinco o seis hombres de profundidad. Ya estábamos medio introducidos cuando vi en qué consistía el espectáculo. Un par de gallos, uno negro con estrías blancas y el otro blanco con pintas rojas y marrones, se desplazaban en círculos con un inconfundible aire de amenaza. El negro se movía lentamente, y vi que tenía las plumas apelmazadas y húmedas, pero a causa de su color y de la escasa luz, al principio no me di cuenta de que era su propia sangre lo que lo empapaba.
El gallo negra retrocedió y saltó contra el blanco, pero era evidente que había perdido fuerza. El otro, más fuerte, sin el impedimento de las heridas, evitó fácilmente el ataque y, aprovechando que el agresor perdía el equilibrio, se volvió y saltó sobre él. Entonces me di cuenta de que les habían sujetado unas pequeñas cuchillas a las uñas, lo cual aumentaba el daño de sus armas naturales de forma espantosa. El ave blanca dio a su oponente lo que sin duda era el golpe de gracia; el bicho se volvió sobre un lado y no luchó más.
Una ruidosa confusión de voces se elevó de la multitud y el dinero empezó a cambiar rápidamente de manos. Un instante después se había hecho el silencio suficiente para que alguien empezara a hablar. Resultaba difícil oír nada, pero enseguida me di cuenta de que la voz que escuchaba era la de Dennis Dogmill.
—De aquí a una hora presentaremos otra pelea para vuestro entretenimiento —anunció—. Por el momento, aquellos que hayan escogido al gallo equivocado en la contienda pueden consolarse pensando que esa bestia era un miembro del partido tory, y en las proximidades del gallinero se comenta que era de tendencias jacobitas. Además, hay otros motivos para regocijarse. Dominamos a la oposición en las urnas, y pronto podremos brindar por la victoria de las libertades whigs sobre el absolutismo tory.
La multitud contestó a esta proclama con más risas de las que merecía; luego, los hombres empezaron a dispersarse, algunos en dirección al cordero, que seguía girando y dando carne, otros en dirección a los barriles de vino, que vertían bebida barata generosamente. Sin embargo, no había ninguna duda de hacia dónde iría Griffin Melbury a buscar su sustento. Se dirigió con decisión hacia Dennis Dogmill y Albert Hertcomb.
—¿Estos deportes sangrientos han satisfecho suficientemente a vuestro electorado o seguiréis confiando en que vuestros matones se mofen de las libertades británicas?
—Difícilmente puede considerarse una mofa permitir que quienes no tienen derecho a voto expresen sus opiniones como mejor puedan —afirmó Hertcomb—. Imagino que hay hombres inclinados a hacer las cosas a la francesa… utilizando soldados que derriben a cualquier hombre que diga algo que no es de su agrado.
—No escucharé vuestras mentiras —dijo Melbury—. Debéis saber que si vuestros matones no desaparecen, los Comunes impugnarán las elecciones.
—Puede —concedió Dogmill—, pero puesto que todo parece indicar que la mayoría whig será arrolladora, probablemente más que nunca, no tengo ninguna duda de las conclusiones que sacará tan augusto cuerpo.
La tranquilidad de aquellas palabras, la autoridad con que fueron pronunciadas, la seguridad en la victoria que delataban —a pesar de que el candidato tory seguía yendo en cabeza—, solo consiguieron enfurecer más a Melbury.
—¡Bribón sinvergüenza! ¿Creéis que Westminster no es más que otro burgo corrupto que se puede asignar a quien os plazca porque vais repartiendo dinero? Creo que pronto vais a comprobar que la libertad británica es una bestia que, una vez suelta, no se domina fácilmente.
—Os pido disculpas —dijo Dogmill—, pero no toleraré que vos ni ningún otro hombre se dirija a mí en semejantes términos.
—Si os consideráis agraviado, estoy dispuesto a ofreceros una satisfacción.
—El señor Dogmill no cree que deba defender su honor en temporada de elecciones —comenté de motu proprio—. Porque el electorado whig no respetaría a un hombre que valora su nombre o su reputación o algo por el estilo. He descubierto que si presionáis lo bastante al señor Dogmill, pierde los nervios y se pone a dar coces, pero nunca se comporta como correspondería a un hombre de honor.
—No penséis que me he olvidado de vos, señor Evans —me dijo—. Podéis estar seguro de que cuando terminen las elecciones conoceréis la diferencia entre un hombre de quien se puede abusar y un hombre decidido.
—Me malinterpretáis —dije— si pensáis que cuestiono vuestra decisión. Cualquier hombre capaz de convencer a las personas a las que mantiene sumidas en la pobreza para que se levanten contra el hombre que les haría la vida más fácil sin duda es un hombre decidido.
—¿Cómo? ¿Esos estibadores? —Se rió—. Os agradezco el cumplido, pero no debéis pensar que tengo nada que ver con su comportamiento. Sin duda habéis malinterpretado la naturaleza de la vida en nuestra isla, Evans, puesto que sois nuevo aquí. Esos individuos de baja ralea querrán al hombre al que sirven mientras les pague, y cuanto menos les pague, más lo querrán. Podemos hablar de libertad británica, pero la verdad es que a esos brutos les encanta sentir el látigo en la espalda y la bota en sus traseros. Yo no les animé a que me defendieran. Lo hicieron porque, dentro de sus limitaciones, comprendieron que era lo correcto.
—Esos tipos son buenos whigs —dijo Hertcomb—, y ninguna agitación los convertirá en tories.
—Ni son whigs ni les gusta que los pisen —dije yo—. Jugáis a un juego peligroso con su libertad.
Dogmill dio un paso hacia mí.
—Bueno sois vos para hablar de libertades. Habladnos de la libertad de los africanos esclavizados en vuestras tierras en Jamaica. ¿Qué libertad tienen ellos para decir lo que piensan? Decidnos, señor Evans, ¿cuánto habéis ganado gracias a los trabajadores que pisoteáis en vuestra plantación?
Me quedé sin palabras, pues no me había parado a pensar en aquel aspecto de mi disfraz y, aunque sabía que había argumentos a favor de la esclavitud escritos en papel, no estaba familiarizado con ninguno que pudiera pronunciar sin sentirme un necio. Supongo que, de haberlos ensayado, hubiera podido ofrecer alguna astuta réplica en defensa de esta práctica que ningún hombre honorable respaldaría. Y sin embargo hubiera preferido defender todas las maldades del mundo a quedarme allí como hice, apocado y confuso, dejando que Dogmill pensara que había dado en el blanco.
Para mi vergüenza, Melbury acudió al rescate.
—Un hombre implicado en el tráfico de carne humana difícilmente puede criticar a otro por ser cliente de ese tráfico. Vuestra idea de la verdad es tan retorcida como vuestra idea de lo que son unas elecciones honorables. He venido aquí, en medio de vuestros rebeldes, para informaros de que no pienso permanecer impasible viendo cómo corrompéis las elecciones. No os temo, ni doy crédito a vuestra reputación. Podéis desafiarme o no, eso depende de vuestro sentido del honor. Pero lo que no haréis será derrotarme, no mediante trampas. Podéis participar en esta competición limpiamente o participar sin más. Pero nunca compraréis un escaño en la Cámara de los Comunes. No aquí. No en Westminster. Me he apostado como vigilante en el puente de la libertad, señores, y no permitiré que pase la corrupción.
Y con esto giró sobre sus talones y salimos del corazón de la bestia, sin dejar a nadie la oportunidad de contestar.
Cuando estuvimos de vuelta en el carruaje, Melbury se congratuló por su bonito discurso.
—Le he dicho un par de cosillas. Aunque no es que le importen, claro. Mis palabras no significarán nada para él.
—Entonces, ¿por qué molestaros en pronunciarlas?
—Pues porque me he asegurado de que algunos hombres de los periódicos tories estuvieran ahí. Sin duda publicarán mis palabras para que la gente las lea, del mismo modo que verán que soy lo bastante hombre para hablarles en el mismo corazón de su guarida. Seguramente Dogmill y Hertcomb están ahora riendo de lo necio que soy para ir a molestarlos con mis discursos mojigatos, pero creo que van a provocar bastante revuelo. Si un hombre está indeciso en estas elecciones, se regocijará ante mi determinación para combatir la corrupción de unos villanos a sueldo que importunan a los tories en los centros electorales.
—¿Y cómo os proponéis combatirlos? ¿Pensáis pagar a vuestros propios rufianes?
Me lanzó una mirada que habría podido esperar de haberle preguntado si pretendía besar a Hertcomb en los labios. Intuí que le había decepcionado profundamente.
—Esas tácticas se las dejo a Dogmill y los whigs. No, derrotaré la violencia con la virtud. Sus hombres no pueden seguir alborotando para siempre. El rey tendrá que enviar a sus soldados tarde o temprano, y cuando vuelva la tranquilidad a las urnas, los electores de Westminster estarán más deseosos que nunca de votar por mí.
Yo admiraba a regañadientes aquella resolución, pero al día siguiente, cuando visité Covent Garden, vi que algunos hombres habían cogido las armas en nombre de la causa tory. Hubiera podido disculpar a Melbury y pensar que actuaban por voluntad propia, pero era evidente que les habían pagado para hacer aquel trabajo. Los hombres que luchaban por la causa de Griffin Melbury eran los estibadores de Littleton.
La escena que encontré en Covent Garden me resultó poco menos que increíble. Era como volver a estar en Lisboa, en los tiempos de la Inquisición, o en alguna capital medieval, cuando la peste asolaba la tierra. Quería presenciar aquellos hechos por mí mismo, y perdí no poco tiempo tratando de decidir si debía presentarme como Evans o como Weaver. Si bien temía que alguien reconociera a Weaver, me había dado cuenta de que no todo el mundo mira a la cara a su vecino para ver si es un fugitivo. Por otra parte, Evans era un caballero, y eso significa que podía llamar la atención involuntariamente entre los matones de las elecciones, así que ganó Weaver.
Me maravillaba ver que unos pocos hombres y unas pocas monedas pudieran derribar tan fácilmente el monumento de nuestras queridas libertades británicas. Unos pocos votantes aguerridos desafiaron el peligro, pero fue una locura. Si un matón oía a alguien pronunciar el nombre del partido tory en las cabinas electorales, lo apaleaban sin contemplaciones. Y entonces los del bando opuesto intervenían y levantaban sus puños en contra de los ofensores. Los espectadores se congregaban para presenciar los festejos. Entre la chusma había abundancia de vendedoras de ostras, rateros y mendigos, y yo procuré mantenerme a una distancia segura, pues no deseaba convertirme en víctima de las astucias de nadie.
De esta forma, estuve observando a algunos hombres que reconocí de la pandilla de Littleton y llegué a la conclusión de que Melbury había decidido llevar la batalla al terreno de Dogmill. Este descubrimiento me produjo cierta satisfacción. A pesar de sus nobles palabras, Melbury no era mejor que los demás.
Sin embargo, la escena no me resultaba agradable y, cuando un pequeño perro muerto que salió volando por los aires casi me acierta en la cabeza, decidí que había llegado el momento de marcharme. Sin embargo, al darme la vuelta, de lejos vi a un hombre que me resultaba familiar. Supe que lo conocía a él, y a sus compañeros, antes de darme cuenta de quién era. Entonces me vino a la cabeza: eran los guardias aduaneros que habían intentado prenderme en un par de ocasiones.
Por un momento me quedé paralizado por el miedo, pensando que me habían seguido hasta allí y que sabían dónde me alojaba. Pero entonces vi que reían y caminaban con la dejadez de los borrachos. No estaban allí por mí, solo querían divertirse con el espectáculo. A punto estuve de escabullirme, aliviado, porque yo los había visto antes de que ellos me vieran a mí. Pero entonces tuve una idea mejor. Los seguiría.
No fue una tarea difícil. Aquellos tipos se metieron en una taberna cerca de Covent Garden, en Great Earl Street, y se sentaron al fondo, donde pidieron enseguida de beber. Yo, por mi parte, busqué un rincón oscuro desde donde poder verlos y donde era poco probable que ellos me vieran a mí. Llamé al tabernero y le pregunté qué iban a tomar aquellos dos prendas.
—Han pedido vino —me dijo—, pero no querían pagar y al final se han quedado con un clarete que está hecho vinagre desde hace una semana o más.
—Envíales dos botellas del mejor clarete que tengas. Diles que les invita un caballero que les ha oído pedir y que ya se ha marchado.
El tipo me miró con curiosidad.
—Esto me huele mal. ¿No tendrían que saber quién los emborracha? Quizá debería contarles su propuesta y que sean ellos los que decidan.
—Si dices algo de mí, te partiré las piernas —le dije. Y sonreí—. Por otro lado, si no lo haces, te daré un chelín de propina.
Él asintió.
—Bueno. Parece que voy a decir una mentirijilla, ¿eh?
—Hay cosas peores que ser invitado por un desconocido —expliqué, para suavizar sus recelos. Pero fue un derroche. La promesa del chelín ya había hecho todo lo que se podía hacer.
Durante casi dos horas estuve sentado en mi rincón, bebiendo tranquilamente una mala cerveza y comiendo unos panecillos calientes que mandé al tabernero a buscar a la tahona de la esquina. Finalmente, los dos hombres se levantaron tambaleándose. Dieron las gracias a gritos al tabernero y uno de ellos se acercó y le estrechó la mano. Sin duda era el más borracho de los dos, así que me decidí por él.
Me levanté y salí rápidamente para no perderlos, pero no había por qué apresurarse. Los encontré en el exterior de la taberna, dejando caer monedas y volviéndolas a recoger, para dejarlas caer de nuevo y reírse. Aguardé amparado por la penumbra de la entrada durante cinco crispantes minutos mientras ellos seguían con este ritual, hasta que finalmente se despidieron. Uno de ellos se fue, presumiblemente a un lugar seguro. Al otro le esperaba un destino mucho más funesto.