La conquista del reino de Maya por el último conquistador español Pío Cid (19 page)

BOOK: La conquista del reino de Maya por el último conquistador español Pío Cid
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El consejero y calígrafo Mizcaga se encargó de redactar el edicto estableciendo el lavado nacional. Cada jefe de familia estaba obligado a entregar, por turnos mensuales, su ropa sucia, que le sería devuelta en el mismo día convenientemente lavada. Todas las mujeres condenadas a trabajos forzados en la actualidad y en lo sucesivo serían lavanderas públicas, alimentadas a expensas del rey, y éste, en cambio, recibiría de seis en seis muntus una cabeza de ganado por cada casa de la ciudad; las casas pobres, aunque albergaran varias familias, darían sólo una cabra; las ricas una vaca. Los que cumplieran estos preceptos serían gratos a Rubango, y evitarían enfermedades y miserias.

Este edicto circuló por todo el país, y los reyezuelos se apresuraron a cumplirlo por la cuenta que les tenía. Los efectos se sintieron, sin embargo, muy poco a poco, porque las ventajas para el público eran imperceptibles; sólo la costumbre de ver a los más avanzados con túnicas lavadas, sobre las que resaltaban mejor los colores y dibujos, y la satisfacción con que en tiempo caluroso se notaba la frescura de la ropa limpia, decidieron lentamente el triunfo del aseo personal. Cierto que algunas tinturas se perdían con el lavado, que otras bajaban de color y que había que repetir las operaciones del tinte; pero éstas se habían vulgarizado, todos tenían prensas estampadoras, y lo único costoso, las tinturas, seguían saliendo de mi laboratorio. El tropiezo, por lo tanto, no fue de gravedad. En muchas ciudades dirigí yo personalmente los trabajos de apertura de los canales o de desviación de las aguas, y las instalaciones de lavaderos, y para enseñar a lavar fueron enviadas algunas maestras de la corte.

En ésta, la acción inmediata de las instituciones apresuró la victoria del jabón. El día de la apertura del lavadero público, que coincidió, por cierto, con el segundo alumbramiento de la flaca Quimé y la venida al mundo del séptimo de mis hijos, fue de gran expectación. Ochenta mujeres eran entonces las condenadas, y las que entraron en el lavadero, abierto de par en par por los cuatro costados, a las miradas del público. Muchas de ellas no habían cogido jamás un trapo en sus manos, y ninguna tenía la más ligera noción de lo que allí iba a ocurrir. Bajo el antiguo dosel estaba en remojo la ropa que había de lavarse: la de la casa real. El rey, los consejeros y las demás autoridades ocupaban las primeras filas de la numerosa asistencia. Yo cogí una túnica del rey, que fue de color de caña, y que ahora, después de usada a diario durante los seis meses de viaje (fuera de los momentos solemnes, en que se ponía la verde y roja), parecía una negra sotana, y descendiendo de las alturas de mi pontificado para enseñar a las que no sabían, tomé una pellada de blando y acaramelado jabón, y enjaboné la túnica para comenzar a desmugrarla. Bien pronto el jabón levantó espuma, hasta cubrir por completo la tela; los espectadores observaban maravillados el fenómeno, y noté que no cesaban de mirarme a la boca.

Mientras daba esta primera vuelta, las futuras lavanderas ponían especial cuidado en aprender el modo de sacar espuma, que, según les dije, era lo esencial de la operación. Tres enjabonaduras distintas di a la túnica, porque, no pudiendo pasarla por la colada, había que cargar la mano en el jabón, y, por último, la zapateé con agua sola y la ondeé con gravedad, para imprimir cierto carácter litúrgico a mi labor. Cuando la ondeaba cogí una pompa de jabón, y, soplándola, la puse del tamaño de una naranja; la pompa se escapó de mi mano, y, por raro azar, antes de deshacerse ascendió un breve espacio. Entonces les dije que así habían hinchado a Igana Nionyi para que volara al firmamento, y paréceme que por primera vez los que me escucharon creyeron con verdadera fe en la ascensión del hombre-hipopótamo y en las aventuras que, según Lopo, le habían sucedido. Así, por la trabazón natural que entre sí tienen los hechos reales y los ideales, mi maniobra grosera e indigna de ocupar la atención de un legislador, servía para enaltecer las ideas religiosas de todo un pueblo y para consolidar sus vacilantes creencias. Quitando la suciedad de sus ropas, limpiaba de dudas sus entendimientos.

Al cabo de media hora de trabajo, que me hizo sudar copiosamente, di por terminada mi faena. No quedó la túnica de Mujanda blanca como el armiño, mas para los indígenas debía parecer de una blancura inmaculada, pues de seguro, ni por obra de la naturaleza ni por obra de la industria, se presentó jamás a su vista nada comparable. En estos países no nieva, y la leche, por la calidad de los pastos, es de color muy amarillento. Puesta la blanca túnica sobre la negra piel, realzaba vigorosamente la belleza de los indígenas por el vivo contraste de los colores y les alegraba con ese estremecimiento espontáneo de alegría que produce la blancura, símbolo de la vida. Los poetas caseros sacaron gran partido de este contraste, y se valieron para representarlo de mil comparaciones caprichosas; la más exacta y la más poética fue original de un joven siervo de Mujanda, que para celebrar al día siguiente la aparición de su señor con la túnica lavada por mí, compuso una canción en que le llamaba «árbol de fuerte tronco, envuelto en una nube blanqueada por la luz de la luna llena».

Para la segunda parte del ensayo, cada mujer tomó una túnica y ocupó su sitio, de rodillas, junto a las piedras de lavar, con las cazuelas del jabón al lado. Todas a un tiempo comenzaron a untar el jabón y a restregar las telas, demostrando poca memoria pero no común habilidad. Yo recorría las filas, exhortándolas a apretar bien los puños, a volver las prendas por todas partes, a distribuir la espuma equitativamente, para que la mugre desapareciera por igual, y ellas obedecían con prontitud y aprovechaban bien mis lecciones. Una joven condenada por glotona, según supe después, no sólo aprendió en el acto a lavar con perfección, sino que daba lecciones a sus compañeras como una maestra consumada, por donde yo vine a entender que quizás en el fondo de la naturaleza de las mujeres haya cierta particular o innata aptitud para el lavado, ya que tan sin esfuerzo lo dominaban. Ciertamente, si en lugar de mujeres hubieran sido hombres mis discípulos, no habría triunfado yo con tan poca molestia. Como premio a la precocidad de la joven glotona, llamada por el bello nombre de Matay, «la bebedora de leche», la rescaté en el acto por dos cabras, y, además de elevarla a la dignidad de esposa, la nombré mi lavandera familiar. Aunque yo estaba, como todos, sometido a la ley, y debía entregar mis ropas a las lavanderas públicas, esto no se oponía a que para el aseo de mi persona tuviera una mujer hábil que lavase a diario las ropas de mi uso, siquiera fuese a costa de un excesivo derroche de alimentos.

De esta manera se inició en la corte de Maya el lavado con jabón, una de las glorias más puras del glorioso reinado de Mujanda.

CAPÍTULO XIV

Nuevas costumbres políticas.—Intervención de la mujer.—Camarillas palaciegas.—Luchas provocadas por la infecundidad de Mujanda.—Relación del embarazo y alumbramiento de la vieja Mpizi.

La centralización del poder traía consigo grandes bienes. Todas las discordias, que antes vivían desparramadas por la faz del país, se concentraron en la corte; los ciudadanos que, apartados de la escena política, peleaban por motivos fútiles, por la caza o por la pesca, por el aprovechamiento de los ríos o de los pastos, tenían ahora un asunto más elevado en que poner sus miras: el gobierno en cualquiera de sus órdenes y grados. Predominando antes el principio de la herencia, las luchas políticas eran familiares y se reducían al cruce de influencias de las mujeres para que sus hijos, si había varios, fuesen los preferidos por el padre; éste elegía a su arbitrio, y aplacaba los enojos con medidas de orden puramente doméstico. Raro era el caso de que el rey impusiera a las localidades reyezuelos de su familia, porque los miembros de ésta preferían vivir en la corte a expensas de su pariente y soberano. Algunos aficionados a las armas obtenían cargos militares; otros ejercían cargos palatinos puramente decorativos. Durante el reinado del cabezudo Quiganza, una sola excepción hubo a esta regla: el nombramiento de su hermano Lisu, el de los espantados ojos, para Mbúa; pero fue a petición de esta ciudad, y luego que Lisu derrotó al jefe rebelde Muno, el de los grandes labios.

El nuevo sistema cambiaba de arriba abajo todas las relaciones sociales. La lucha era ahora por obtener el favor del rey, del dispensador exclusivo de mercedes. Los reyezuelos habían aceptado gustosos que se les privara de la facultad de transmitir su cargo por herencia y de nombrar sus subordinados, viendo la compensación de una mejora inmediata, de un traslado favorable o de un ascenso a otra categoría; al mismo tiempo intrigaban para que sus deudos ocuparan los puestos vacantes. Del mismo modo, en todas las clases sociales, las aspiraciones hábilmente despertadas habían cegado los ojos para que no viesen lo que el interior de mi reforma contenía: un despojo de atribuciones en beneficio del poder central y en beneficio del país, si el rey sabía imponerse y dirigir todas las energías perdidas a fines útiles para la patria.

Mas por lo pronto ocurrió, y así tenía que suceder, que todos los que aspiraban a elevarse y todos los que se oponían a que otros se elevaran, esto es, la totalidad de la nación, dirigieron sus tiros contra el rey, y como el rey se escudaba con sus consejeros, contra los consejeros. No se tardó, en comprender que la fuente de los milagros era el rey en apariencia, y el Igana Iguru en realidad. En la nueva organización el rey no conservaba más que dos prerrogativas: oír a los uagangas, silbarles y acogotarles, y decidir con su voto en los consejos, cuando hubiera entre los consejeros lo que no habría nunca: empate. En una sola ocasión, con motivo de la apertura del lavadero público, el consejero Asato había estado enfrente de mí; a lo sumo, podía temerse que otro consejero, Menu, fuera en un momento crítico desleal a mi causa; pero siempre me sostendrían, sin vacilaciones ni veleidades, los otros cuatro: mis dos hijos Sungo y Catana, el pedagogo Mizcaga, hechura mía, y Quiyeré, el de las descomunales patazas, padre de la bella Memé. En cuanto a los uagangas, la mayoría era adicta a mi persona y a mi parecer, porque yo me granjeaba sus voluntades con atenciones y regalos; y aparte de esto, sus deliberaciones continuaban siendo platónicas. Los acuerdos efectivos arrancaban sólo del consejo.

Aunque la influencia del rey fuera tan limitada, había, no obstante, una excepción; el rey contaba con un recurso supremo, del que era propietario exclusivo: la legitimidad y el extraño poder que ésta ejerce sobre el pueblo y las autoridades. A una palabra de Mujanda, todos los mnanis estaban dispuestos a prender y a decapitar no importa a quién, al mismo Igana Iguru. En cambio yo, poseedor real del poder, no hallaría en parte alguna quien se prestase a matar a Mujanda. Tendría para ello que promover un levantamiento, destronarle y darle la muerte cuando estuviera caído. Por fortuna, la mediación de la reina Mpizi me aseguraba el favor del rey, y el interés de éste era dejarme vivir para enriquecerse con mis inventos y mis ingeniosos arbitrios.

Resultaba de aquí un dualismo en el gobierno y un dualismo en el juego de las influencias: los unos se dirigían a mí por lo que yo hacía, y los otros al rey por lo que podía hacer; y para los asuntos de menor importancia, a los consejeros, que, a cambio de su adhesión personal, justo es que fueran un poco atendidos. Mas como no siempre las pretensiones podían ser satisfechas, los desesperanzados acudían a otros medios más enérgicos que la simple petición, y en pocos días de nuevo régimen fueron peritísimos en las artes de la corrupción, del soborno, de la seducción y del cohecho. Para ejercitarlas utilizaban, como materia más blanda y dúctil, a la mujer, que adquiría a ojos vistas una gran importancia: el uso de las túnicas de colores y de los sombreros las había embellecido, el de los baños las había purificado, y el del jabón las hizo casi omnipotentes. A ellas se enderezaban las súplicas y los regalos, y ellas escuchaban las unas y se guardaban los otros, decididas a abogar por los obsequiosos suplicantes.

Yo pude convencerme de lo difícil que es resistir las seducciones de las mujeres. Más de veinte pedagogos locales pretendían suceder al calígrafo Mizcaga y al prudente Uquima, y, a falta de precisión en la antigüedad de los servicios, la elección recayó sobre un hijo del desleal reyezuelo Muno, impuesto por mi sensual esposa Canúa, la cual había pertenecido antes a Lisu, el de los espantados ojos, y antes que a éste a Muno, el de los grandes labios, y sobre un hermano de la tejedora Rubuca, recomendado por ésta al rey. Quedaron dos vacantes de pedagogo en Mbúa y Cari, y fueron: la de Mbúa, para un hijo de la misma Rubuca y del heroico y, orejudo consejero Mato, y la de Cari, para un primo de mi flaca esposa Quimé, siervo pedagogo del reyezuelo de esta ciudad. El nombramiento del hijo de Rubuca dio mucho que decir, porque se toleró que el joven presentase cuatro loros en vez de seis, y además se susurraba que no habían sido amaestrados por él.

En esta lucha de influencias las mujeres se dividían en bandos alrededor de las favoritas. Contra la costumbre, yo no hice jamás designación especial de ellas; pero de hecho resultaban designadas por el grado de afecto que cada una merecía y por su fecundidad. Mi criterio se guiaba por los méritos de cada mujer, más por los del alma que por los del cuerpo, por ser éstos escasos en todas ellas para un hombre de mi raza. Primeramente distinguí a la esbelta Memé, la cual las superaba a todas por la regularidad de las formas y por la vehemencia del carácter; luego a la flaca Quimé, cuya sensibilidad artística me parecía maravillosa para haberse desarrollado en la vida servil, entre los zafios pastores de Cari; la sensual Canúa atesoraba grandes bellezas plásticas, tenía excelentes aptitudes para los juegos mímicos y era fecundísima. Ella sola en menos de tres años que iban transcurridos del mi llegada, me había hecho padre de tres hijas, dos de ellas gemelas; Quimé había tenido una hija y un hijo, y Memé uno solo, en el destierro. Nera, al morir, me había dejado otro, que murió, y asimismo murieron, arrastrando consigo a sus madres, dos más, nacidos de dos diferentes reinas accas. De mezcla acca no salió adelante más que uno, llamado a desempeñar un gran papel en la historia nacional, e hijo de la reina Muvi, mujer tan pequeña por el cuerpo como grande por el corazón. Éste fue mi hijo predilecto; era enanillo como su madre, más negro que sus hermanos, y tan vivaracho que le puse el nombre de Tití. Los otros seis, y muchos más que llegué a reunir, eran de un tipo mulato muy semejante al gitano puro; aun siendo pequeños, dejaban ya ver, y creo que con el tiempo lo demostrarán, que eran inteligentísimos por efecto del buen cruce de razas. El primogénito, el de Memé, el más parecido a mí, era tan grave y reservado que no quería hablar nunca, razón por la cual (así como por ser el mayor) le di el nombre de Arimi, que en mi idea quería decir: niño elocuente por su silencio.

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