La conquista del reino de Maya por el último conquistador español Pío Cid (16 page)

BOOK: La conquista del reino de Maya por el último conquistador español Pío Cid
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Yo había dispuesto, para no aburrirme a solas, que en el patio del harén se colocara una larga mesa, capaz para mis cincuenta mujeres, y que en torno de ella, todos sentados, hiciéramos las comidas en común. Los siervos se encargaban de entretener a los niños y del servicio de la mesa, y después quedaban libres para comer, a su vez, en el patio o en las galerías exteriores de la casa. Esto exigía dos interrupciones de la vida aislada, sostenida por la tradición; pero no me pareció imprudente la reforma, porque, si antes se temía el contacto de las mujeres y los siervos, ahora que éstos eran, con ligeras excepciones, de la raza enana, no había peligro, dado el desprecio con que las mujeres los consideraban. Sin embargo, los indígenas habían conservado rutinariamente la idea de que entre hombres y mujeres no debe haber relación fuera del día muntu, y, aparte de esto, rechazaban el pensamiento de familiarizarse con sus esposas e hijos, de igualarse con ellos, comiendo todos los mismos alimentos, en la misma mesa y a la misma altura. La costumbre autorizaba al padre a comer mejor que los demás, y sólo los hijos mayores eran admitidos en su compañía; las mujeres comían todas juntas, señoras y siervas, madres e hijas, por turnos rigurosos de elección, y los siervos después de su señor, con los jóvenes aún sometidos al cuidado de los pedagogos. Había, por tanto, tres comidas diferentes, según sexo, edad y categoría, y en sustitución de ellas implantaba yo dos, haciendo caso omiso del sexo y la edad. Las ventajas del nuevo sistema eran grandes: las comidas hechas en familia adquirían ciertos atractivos que no podían tener haciéndolas cada cual por separado; se igualaba la condición de las mujeres y de los hijos a la del padre, y se instituían dos horas de reposo de las doce dedicadas al trabajo o a los pasatiempos. En el sistema antiguo la comida era un mero accidente, que no suspendía por completo las faenas ni proporcionaba ningún solaz. A pesar de todo esto, después de algunos días de boga, mi proyecto fracasó, arrastrando en su caída las mesas, sillas y demás accesorios del servicio que yo había ido agregando; sólo contadas familias, entre ellas la mía y la del rey, conservaron en parte el nuevo uso, y muchos vendieron los muebles, que se convirtieron en objetos de adorno y de distinción, siendo así que yo los introduje con propósitos igualitarios. Todos mis buenos deseos se estrellaron contra la incapacidad de los mayas para educarse en el arte de comer, contra el orgullo de los jefes de familia y su errónea creencia de que sus mujeres y sus hijos no eran dignos de equiparárseles, contra la prevención que inspiraba el contacto con los siervos, fuesen o no fuesen enanos. Para ser completamente veraz, no omitiré que las mismas mujeres, que al principio se mostraron partidarias de la silla con respaldo, la rechazaron después y se negaron a comer en familia por conservar viejas preeminencias. Las favoritas, que eran las más influyentes, encontraban preferible comer a solas, tumbadas sobre una piel y eligiendo los alimentos, con tal que sus compañeras de menos prestigio comieran de las sobras y sentadas en sus taburetes o en el suelo.

Para reconquistar las simpatías del sexo débil acudí a un invento que me desquitó con creces de la caída anterior y que adquirió en todo el país una rápida popularidad: las telas de colores. En Maya sólo eran conocidos, y muy imperfectamente, los colores rojo (o más bien encarnado) y verde; el rojo se obtenía mojando las telas en sangre de búfalo, y el verde, restregando sobre ellas tallos y hojas de plantas jugosas que crecen en los bordes del río. No obstante lo sencillo de la manufactura, era difícil hallar bellas túnicas de color; éste se daba antes de formar la prenda, cuando la tela está en tiras estrechas, como de media cuarta, a modo de pleitas formadas con fibras textiles del miombo y de algunos otros árboles, muy groseramente entretejidas; de suerte que al unir estas tiras con un cabo entrecruzado, dándoles vueltas para formar un largo miriñaque (forma primera de las túnicas, antes que el uso las arrugue y las aje), el color no quedaba compacto, sino muy mal distribuido, y más en las túnicas verdes que en las encarnadas. Yo recurrí al auxilio de punzones de caña, por el estilo de las almaradas que usan los talabarteros, y pude formar telas de gran ancho, de costuras poco perceptibles, y componer túnicas de hechura más fácil y airosa. Estas telas anchas eran sometidas a la estampación en una prensa de madera, compuesta de dos cilindros giratorios, uno de ellos seco, y el otro untado de diversas tinturas minerales y vegetales, en las que representé todos los colores del iris en sus matices más vivos y chillones. Primeramente hice telas de colores lisos y listados, y después, por medio de toscos grabados en la madera, saqué dibujos caprichosos a cuadros y a lunares, y algunos con cabezas representativas de toda la fauna del país.

Mi flaca esposa Quimé tuvo una idea que a mí no se me había ocurrido: emplear estas telas en el adorno de los sombreros, los cuales, creo haber dicho ya, se componían sólo de cuatro hojas anchas y picudas, unidas en forma de pirámide. Como los hombres los usaban de igual forma que las mujeres, fuera de los que por su dignidad llevan en día de gala la diadema de plumas, estos adornos servirían para embellecer a la mujer, y al mismo tiempo para distinguirla del hombre. Hay que tener en cuenta que los mayas de ambos sexos visten del mismo modo, y que los hombres no tienen barba ni otras señales muy claras y visibles de su sexo, para comprender el afán con que los varones procuraban distinguirse de las hembras, ya por el tamaño del sombrero, que algunos agrandaban hasta convertirlo en quitasol o paraguas, ya por la forma de las sandalias, ya por la longitud de las túnicas. El signo más seguro del sexo fue hasta entonces el cinturón, usado sólo por las mujeres el día muntu; pero como este adherente impedía la circulación del aire, era justamente odiado, y muchas lo descuidaban. El pensamiento de la flaca Quimé tenía, pues, extraordinaria transcendencia, y con aplauso de todo el mundo los sombreros de la mujer fueron en adelante cubiertos con retazos de colores y adornados con escarapelas y lacitos en combinaciones muy variadas.

El primer día que mis mujeres se presentaron en la colina del Myera luciendo sus vistosas túnicas, todas distintas y a cuál más llamativas y caprichosas, y sus sombreros de última novedad, fue tal la impresión del público, que no hubo atención para las ceremonias sagradas, ni sosiego para los esparcimientos, ni ojos para otra cosa que para contemplar con misteriosa delectación el brillante espectáculo. Veíase a las claras que no había mujer que no quisiera en aquel momento pertenecerme a trueque de obtener una túnica de colores, y que no había varón que no me envidiara mis esposas, con el nuevo atavío resplandecientes de hermosura. La murmuración encontró un tema inagotable, dentro del tema favorito por este tiempo: mis relaciones con la sultana Mpizi, que eran públicas y notorias, porque ésta, con su franqueza nacional, declaraba el secreto a todo el mundo. La arrogante sultana lució aquel día una túnica pintarrajeada con rojas cabezas de león, regalo que yo le había hecho despreciando las habladurías de la plebe; las mujeres de Mujanda, disgustadas ya por el abandono en que las tenía su señor, me dirigían dardos enconados y ardían en celos contra su suegra colectiva.

Otro en mi lugar hubiera explotado el entusiasmo del público, y hubiera convertido la fabricación de telas en una industria muy lucrativa; pero yo no tenía gran apego a las riquezas, y contaba con suficientes y aun sobradas para el sostenimiento de mi casa y mi dignidad; concedía más importancia a mi intento de granjearme el amor de los mayas, y, aunque recientes ejemplos me hubieran demostrado la inutilidad de mis desvelos y de mis sacrificios, persistía en él, confiado en que la innegable bondad que, según se cree, hay en el fondo de la naturaleza humana, se dignaría al cabo asomar la cabeza. Me apresuré, pues, a vulgarizar mi invención, reservando dos puntos: la tintura amarilla y los grabados, que podrían servir de indicio para falsificar los rujus o para hacerles perder gran parte de su mérito. Esta contingencia me pareció muy poco probable; pero nunca está de más que un gobernante peque por exceso de precaución. Fuera de estas especialidades, que, según les dije, eran obra de mi vista, que no podía transmitirles, el resto fue del dominio público desde el día siguiente, en que mi casa estuvo convertida en jubileo. Todos los carpinteros de la ciudad y del reino aprendieron a hacer prensas estampadoras, y todas las mujeres aprendieron a manejar los punzones de caña, a hacer telas anchas y a confeccionar túnicas a la moda; en cuanto a las tinturas, muy pocos supieron prepararlas, tanto por la dificultad que en ello había y por la torpeza natural de estas gentes para las manipulaciones químicas, cuanto por la corruptela que yo introduje de regalarlas a todo el que las deseaba. La molestia que recayó sobre mí por este motivo la di, sin embargo, por bien empleada, puesto que me creó una clientela obligatoria, sobre la que pude ejercer más tarde cierta autoridad.

Por un contraste muy frecuente en la vida gubernamental, esta reforma, que di a luz sin pretensiones, como un ligero entretenimiento impropio de un hombre de Estado, fue muy fecunda en bienes, y quizás la más humanitaria de las que fueron debidas a mi gestión. Hubo un período de paz y de trabajo incesante mientras se renovó por completo la indumentaria nacional; las túnicas sin teñir cayeron en desuso, y muchos siervos accas, que continuaban desnudos como el día de su llegada al país, las utilizaron con gran contentamiento para cubrir sus carnes, y aun no faltó alguno que se ingeniara y consiguiera teñirlas para aproximarse más a sus amos en el parecer. Por último, la educación estética de los ciudadanos dio un gran paso, y el prestigio de la mujer se elevó hasta un punto desconocido, merced a las seducciones que las airosas y elegantes túnicas y los lindos y caprichosos sombreros agregaron a las que ya ellas naturalmente poseían.

Otro invento que corresponde a esta fecunda época, pero que guardé oculto para más adelante como un gran elemento de poder, fue el de la pólvora, que al principio fabriqué en pequeñas cantidades por vía de ensayo. Pude hacer mucha (aunque de calidad bastante inferior) con pocos dispendios, por abundar en el país los elementos indispensables; cerca de Boro existen grandes yacimientos de azufre, con el que se suele untar la punta de las teas para encenderlas mejor; en el Unzu se recoge un excelente salitre, y las márgenes del Myera están pobladas de sauces de diversas especies, sobre todo de mimbreras comunes; pero como me atreví a almacenar grandes reservas temiendo los peligros de una explosión. Con la primera que fabriqué hice cohetes largos, que reuní en haces y escondí en los graneros, en espera de ocasión oportuna para emplearlos con el debido aparato y con fines útiles para la comunidad. Nunca me hubiera atrevido a descubrir imprudentemente las aplicaciones de aquel inocente polvillo negro, que en manos de los mayas hubiera dado al traste en pocos meses con la nación.

CAPÍTULO XII

Regreso de Mujanda a la corte.—Información sobre el estado del país.—Reorganización del poder central y creación de los cuerpos de escala cerrada.—Reformas radicales en la asamblea de los uagangas.

Aunque éstas y otras reformas de poco fuste me consumían casi todo el tiempo, no dejaba de aprovechar los ratos perdidos para mi trabajo capital, el proyecto de Constitución, en el que llegué al artículo 117, punto donde ciertas dudas graves me asaltaron el espíritu, me desalentaron y detuvieron mi pluma. Mi primer propósito había sido seguir las huellas de los más ilustres restauradores, comenzando por promulgar una Constitución, continuando por las leyes orgánicas complementarias, y concluyendo por las medidas de carácter práctico y por los utilísimos reglamentos. Pero ocurrióseme pensar que si esta Constitución había de ser, como recomiendan los tratadistas, un reflejo exacto de la vida nacional, no era yo el llamado a redactarla. ¿Cómo podría yo reflejar por medio de mi pluma el carácter y el temperamento de un país que me era casi desconocido? Y aunque esto llegara a conseguirlo por un fenómeno de adivinación y con auxilio de los datos que me traería Mujanda, ¿no era expuesto lanzar precipitadamente en este período transitorio una Carta constitucional que, publicada en la mañana, quizás necesitaría reformas por la tarde? ¿Qué hubiera sido de una Constitución escrita en los primeros días del nuevo reinado, cuando a poco el establecimiento de los uamyeras modificó la división territorial, y la liberación de los siervos cambió el estado civil de las personas?

Más adelante me fijé en otro hecho importantísimo: en Maya, las leyes se establecen por medio de la acción, no de palabra ni por escrito. Un decreto no significa nada si no le acompaña la ejecución inmediata de sus preceptos. Cuando Usana realizó la concordia religiosa, publicó un edicto el día anterior al ucuezi para prevenir a sus súbditos; pero al día siguiente organizó de hecho las ceremonias religiosas en el orden en que se continuó celebrándolas después, salvo algunas variantes simplificadoras toleradas por el uso. Así se hizo siempre. Las cosas percibidas por los ojos se graban con más fijeza en la memoria que las que entran por las orejas, y esta desigualdad potencial de los órganos se ha agrandado con el hábito de tal suerte, que los mayas poseen una memoria plástica maravillosa, y en cambio carecen casi en absoluto de memoria auditiva. Júzguese, pues, de lo aventurado que sería dictarles una Constitución, que hasta aquí constaba de 117 artículos y que tendría probablemente el doble; era de temer que ni los súbditos la leyeran, cosa después de todo muy disculpable porque la mayoría no sabía leer, ni las autoridades la aplicaran, lo cual era menos digno de disculpa. Dejando en suspenso mis trabajos de redacción para época más oportuna, decidí acomodarme a las costumbres mayas e implantar de una manera tangible reformas parciales bien combinadas, cuyo conjunto sería una Constitución de hecho, sobre la cual, como bello florón, podría más tarde colocar una Constitución escrita, que, conservada en los archivos reales, sirviese de documento histórico inapreciable para los siglos venideros.

Entretanto regresó el rey, y hubo con tal motivo las fiestas acostumbradas: la recepción a las puertas de la ciudad; la danza de uagangas, en que a falta de consejeros, hicieron de jefes los miembros más antiguos de cada grupo, y la danza general hasta la puesta del sol. Mujanda se mostraba contentísimo del viaje y satisfecho del buen orden que yo había sabido mantener en el gobierno; de las innovaciones introducidas, alguna de las cuales, la de teñir las túnicas, había derramado la alegría por el país, y, sobre todo, de los valiosos regalos que por todas partes le habían hecho. El hábil calígrafo Mizcaga me hizo entrega de cinco grandes pieles, en donde había ido escribiendo las observaciones diarias del rey; en descifrarlas pasé gran parte de aquella noche, y jamás recuerdo haber perdido el tiempo más inútilmente. Algunos estadistas han llegado a creer en la Providencia observando la armonía con que en el mundo se producen los hombres necesarios para las cosas, y esto mismo me ocurrió a mí aquella noche; la época de gobierno absoluto (aunque con apariencias de parlamentario) había producido una serie de hombres geniales: el ardiente Moru, el corpulento Viti, el lluvioso Ndjiru, con el radiante Usana a la cabeza; la época de gobierno constitucional que yo abría con mi presencia, se iniciaba con un rey mentecato. Aunque mis acendrados sentimientos políticos y mi respeto hacia la personalidad del débil Mujanda no me permiten publicar íntegro su informe, extraeré de él algunas noticias.

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