La conspiración del Vaticano (26 page)

BOOK: La conspiración del Vaticano
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Poco después, atravesaron una apertura hasta llegar a una ancha cornisa de piedra. De la pared opuesta manaba una amplia corriente de agua que caía al vacío para acumularse, unos metros más abajo, en un depósito oscuro. Cuando Júpiter miró con más detenimiento, descubrió en la pared, tras él, incontables cañerías de metal, algunas del diámetro de una alcantarilla, pero otras no más anchas que su brazo. Surgían de debajo del agua y desaparecían muy por encima de ellos, en el techo.

El ruido que producía la cascada artificial era ensordecedor.

—Debemos permanecer aquí un rato —bramó Janus para hacerse oír entre el estruendo—. Una hora, quizá dos. Después de eso puedo intentar volver a llevarlos a la superficie.

Coralina frunció el ceño, consternada. Júpiter entendió en seguida que ella estaba pensando en la Shuvani.

—¡Tenemos que ir a casa! Si Estacado es tan peligroso como dice, tengo que alertar a mi abuela.

—Por ahora permanecerán en el Vaticano —aclaró Janus, imperativo—. Eso si es que quieren seguir con vida.

—¿Por qué supone todo el mundo que estaremos más seguros en la boca del lobo? —exclamó Júpiter, indignado.

—Porque el lobo no suele buscar presas en su propia guarida.

—Pero ellos saben que estamos aquí —respondió Júpiter—. Ha sido el propio Estacado quien nos ha traído.

—Creerá que he logrado sacaros del Vaticano. Sabe que llevamos ventaja y pondrá vigilancia doble en todas las puertas —Janus esbozó una sonrisa fría—. No me miren así, él tiene poder para ello, pero aceptará a regañadientes que se le hayan escapado a la ciudad. Le conozco, sé cómo piensa —se volvió a Coralina—. En lo que se refiere a su abuela... No le sucederá nada. Estacado tiene la vista puesta en el fragmento y la plancha, no en la vida de una anciana. Mientras los dos sigan con nosotros aquí, ella estará a salvo. Puede que él haga vigilar la casa, que mande a un par de personas allí para buscarlos pero, por decirlo de alguna manera, Estacado es un hombre con clase. No mata ciegamente y, hay que reconocérselo, no es vengativo. Todo lo contrario: posee un notable autocontrol —finalmente, Janus bajó la voz, pues era agotador tratar de mantener un volumen que contrarrestara el bramido de la catarata—. Mejor hablemos de ello después, cuando no haya tanto ruido.

Coralina encaró a Júpiter con una mirada suplicante. Las explicaciones de Janus no habían paliado en absoluto su preocupación por la Shuvani.

El investigador, por su parte, tuvo que admitir que él sufría menos por el porvenir de la anciana. En ese momento, pensaba sobre todo en Coralina y en sí mismo. Le interesaba sobremanera quién era Janus y qué meta perseguía. En cualquier caso tenía la plancha en su poder, y probablemente hubiera podido extraerles el fragmento en cualquier momento entre la oscuridad de la biblioteca. A pesar de ello, les había rescatado, o al menos eso era lo que aseguraba él porque, ¿qué pruebas tenía para respaldar lo que decía? Solo un par de luces al fondo de un pasillo.

Repentinamente recordó Júpiter el sonido de cascos de animales entre las librerías. No podía haber oído eso en realidad, no a dos pisos bajo tierra. Pero, entonces, ¿qué había sido aquello? ¿Tan solo el producto de su sobreexcitada imaginación?

Janus se sentó sobre la cornisa y dejó colgar las piernas sobre el vacío como un niño que juega a los indios en su casa del árbol.

—Siéntense —les dijo, pero ambos permanecieron de pie.

Coralina se apoyó contra la pared, cerca de una amplia tubería por la que ascendía el agua bombeada.

—¿Qué es todo esto?

—Estas instalaciones son parte de un antiguo acueducto que se modernizó hace cientos de años —bramó Janus—. El agua proviene del lago de Bracciano, a cuarenta kilómetros de aquí. De él se alimentan no solo docenas de fuentes del Vaticano, sino también de fuera, de la ciudad.

Júpiter observó la amplia abertura por la cual la catarata se precipitaba al vacío. Constató que el túnel inferior no estaba repleto de agua, y que en el margen izquierdo había un pequeño sendero, sobre un metro por encima de la superficie, que seguía el transcurso del canal y desaparecía en la oscuridad. Se preguntó si se podría seguir ese desfiladero a lo largo de los cuarenta kilómetros que los separaban del lago de Bracciano, aun cuando era del todo imposible llegar hasta la desembocadura del acueducto desde el sitio en el que se encontraban. Entre ellos, se abría un abismo y, en las profundidades, un negro estanque.

Janus había percibido la mirada de Júpiter.

—Olvídelo —le dijo—. La idea es buena, pero ya se le ocurrió a otros antes que a usted. A la mayoría no se les ha vuelto a encontrar. A los pocos que sí, fue porque llegaron hasta el otro lado del depósito, y solo uno, que yo sepa, consiguió subir siguiendo la pared opuesta hasta la desembocadura, donde se lo llevó la corriente. Quien cae al agua, queda atrapado sin piedad por la resaca, que lo arrastra hasta el fondo y luego sube por la tubería. Quién sabe cuántos de esos pobres diablos estarán allí atrapados, ahogados —concluyó, señalando con una sonrisa triste la ruta que ascendía por la pared, a su espalda.

Mientras esperaban, Coralina se disculpó ruborizada a Júpiter por su nuevo ataque de sonambulismo. Él negó con la cabeza y le restó importancia, alegando que ella, al fin y al cabo, no podía evitarlo. En un lamentable intento por hacer una broma, propuso atarla a la cama la noche siguiente, a lo cual ella le miró de forma tan penetrante y prolongada con sus ojos de gitana, que él no pudo evitar enrojecer y volver la vista en otra dirección. Simplemente no sabía qué le pasaba por la cabeza.

Tras casi una hora, Janus se levantó del borde del risco. Durante todo ese tiempo no había dicho ni una sola palabra, tan solo había permanecido contemplando con gesto pensativo el abismo y los incontables remolinos que correteaban por la superficie del agua como un dibujo psicodélico.

—Vamos, sigamos adelante —dijo.

Abandonaron el embalse por la única salida, retrocediendo durante un rato por el mismo camino por el que habían venido.

—¿A dónde quiere ir? —preguntó Júpiter.

—Primero, al aire libre. Quiero comprobar si mis sospechas sobre las medidas que tomaría Estacado son acertadas.

—¿De verdad es el hermano del bibliotecario del Papa?

—Exacto. El cardenal, de hecho, es un Adepto.

—Pero, ¿por qué tiene Estacado influencia sobre las vigilancias de las puertas?

Janus se sorbió la nariz.

—Estoy resfriado. Es lo que hace pasar tanto tiempo en la humedad, aquí abajo —se frotó la cara con el dorso de la mano—. Estacado tiene influencia sobre el cardenal Von Thaden que, a su vez, controla al mando supremo de la Guardia Suiza.

—Von Thaden y Landini pertenecen a los Adeptos a la Sombra —dedujo Júpiter en voz alta—. ¿Quién más?

—Menos de los que cree, pero siguen siendo unos cuantos... Y por desgracia entre ellos se encuentran algunos de los hombres más poderosos de la Santa Sede —Janus emitió un ligero suspiro—. Ya sabe, la influencia de los miembros de las sociedades secretas sobre el Papa ha terminado por convertirse en un tema con cierto regustillo a trivialidad, desde que todo el mundo cree estar enterado. Para la opinión pública, todo ello da la impresión de ofrecer una cierta transparencia. Siempre habrá un periodista entusiasta que destape el siguiente secreto, algún libro sobre negocios financieros ocultos, conexiones con la mafia, presuntos envenenamientos. La logia P2, el Opus Dei, los Caballeros del Santo Sepulcro... todas esas historias están bien documentadas. Es precisamente esta aparente disponibilidad de información la que supone la mejor tapadera para los Adeptos a la Sombra. Todo el mundo cree que lo sabe todo, y por eso no ven lo que ocurre bajo sus ojos. Los Adeptos, al contrario que otras logias, cuentan con la ventaja de que no constituyen una organización jerarquizada y ramificada. Sus miembros no superan la docena. No hay subdivisiones, ni sección juvenil, ni internacional. Los Adeptos son una asociación de conspiradores que se sientan a la sombra del Santo Padre, en el círculo de sus más inmediatos colaboradores.

—Pero, ¿qué es lo que quieren? —preguntó Júpiter—. Quiero decir, ¿cuáles son sus metas?

—Verá —empezó Janus luciendo una sonrisa amarga—, precisamente esa pregunta inicia un dilema moral. ¿Hasta qué punto es reprobable proteger los fundamentos de la Iglesia? Me temo que no existe una respuesta fácil.

—¿Proteger a la Iglesia? —Coralina había permanecido callada desde que abandonaron el depósito, y ahora retomaba la palabra por primera vez desde entonces—. ¿De qué querrían protegerla?

—Quizá de algo mucho más grande de lo que ninguno de los dos podría imaginar.

Júpiter se detuvo y agarró al hombrecillo del hombro.

—No juegue con nosotros, Janus. No estoy de humor para insinuaciones de mal agüero. Cuéntenos lo que sabe, o correrá el riesgo de que le devuelva el fragmento a Estacado. Me parecería un trueque justo a cambio de nuestra vida.

—¿Quiere amenazarme? —Janus parecía sorprendido, pero Júpiter creyó ver en su mirada una pizca de inquietud.

—Puedo romper el fragmento en cualquier momento y con rapidez si usted o cualquier otro tratan de quitármelo.

—Lo sabrán todo —repuso Janus—, pero no ahora, y sobre todo no porque usted lo exija. Creo que no valora correctamente la gravedad de su situación.

Júpiter le sostuvo la mirada.

—Para mí, nuestra situación está clara. Nos pisan los talones un par de tipos que nos matarían sin pestañear. Dígame qué es lo que tengo que perder si destrozo el fragmento antes de que eso ocurra.

—Mientras conservemos lo que es más importante para los Adeptos, tendremos al menos una posibilidad —la voz de Janus sonaba enérgica como la de un predicador. Hasta el momento, Júpiter no se había planteado la idea de que su desconocido guía fuera en realidad un religioso, sin embargo, en ese momento, no descartaba esa posibilidad, aun a pesar de su aspecto desharrapado.

—Con el fragmento y la plancha podríamos destruir su pacto de una vez por todas —continuó Janus—. Podríamos expulsarlos del Vaticano, ¿lo entiende? Esos dos objetos son los únicos medios de presión con los que contamos contra Estacado y su gente. Si destruye el fragmento, habremos perdido, y todos estos años de resistencia habrán sido en vano.

Júpiter volvió la vista a Coralina. La joven se mordía nerviosamente el labio inferior. Él entendió que ella estaba, ante todo, preocupada por la Shuvani. Más tarde o más temprano le reclamaría a Janus poder establecer contacto con su abuela.

—¿Cuántos aliados tiene? —preguntó, regresando a Janus.

—Unos pocos. Todo comenzó de la forma más inocente hace un par de años. Debe usted saber que durante más de dos décadas fui misionero en África y Micronesia, antes de que ordenaran mi regreso y me pidieran que impartiera clases en la Academia Pontificia. No habían pasado ni dos meses antes de que dos tercios de mis hermanos se agruparan en mi contra. Me ofrecieron dos opciones: una parroquia en provincias o un puesto apartado en la administración del Vaticano, con la esperanza de poder enviarme de nuevo al extranjero más tarde o más temprano. Me decidí por la segunda. Me dieron un puesto en la Radio Vaticana. Mi relevante y filantrópica misión consistía en leer los comunicados de prensa de la Secretaría de Estado. Es decir, yo actuaba como locutor por encargo de la Iglesia —resopló despectivamente—, desde luego sin ningún tipo de libertad de expresión. Terminé consagrándome a ello y, tras toda clase de rodeos y pesquisas, acabé por toparme con los Adeptos a la Sombra. Comencé a recopilar material sobre sus miembros, sobre los hermanos Estacado, el profesor Trojan, el cardenal Von Thaden, su secretario Landini y los demás. Le pasé un par de carpetas a un periodista extranjero, un corresponsal americano en el Vaticano, que se ofreció a escribir un libro sobre el tema, pero cometió el error de iniciar una investigación. Von Thaden fue el primero en reparar en ello, y le encargó a Landini que se ocupara del problema. El americano desapareció de la faz de la tierra, y poco tiempo después encontraron su cadáver.

—Déjeme adivinar —apuntó Coralina—: apareció en el Tíber.

Janus sonrió.

—Landini es, a pesar de todas las complicaciones, un peón idiota sin imaginación. Quizá sea eso lo que le hace tan peligroso. Sin embargo, fue lo suficientemente hábil como para hacer que todos los indicios apuntaran a un robo con agresión. Nadie descubrió las conexiones con el Vaticano.

—¿Sabían Von Thaden y los demás que había sido usted quien había puesto al americano tras sus huellas? —preguntó Júpiter.

—No en ese momento. Durante un tiempo me dejaron en paz y yo pude continuar con mis investigaciones. Pensé que en algún momento aparecería otra persona, alguien más hábil y que me creyera sin tener que seguir las huellas de un grupo de gente que ha vendido su alma al diablo. Sin embargo, no apareció nadie, y me volví impaciente... y también imprudente. Tras un descuido estúpido llamé la atención de Estacado. En lugar de eliminarme sin más, como seguro que hubieran hecho Von Thaden y Landini, intentó negociar conmigo. Me ofreció iniciarme en todos los secretos de los Adeptos, suponiendo que así le entregaría las carpetas. Me prometió que me proporcionaría un puesto en Asia. Supuso que esa especie de exilio supondría el cebo perfecto para mí. Durante todos esos años había deseado regresar allí y, de hecho, la oferta de Estacado resultaba de lo más tentadora. En contra de los deseos de Von Thaden, me contó todo, desde la fundación de los Adeptos, su historia, hasta el mayor de sus misterios.

—Un gran error, por lo que se ve —dijo Coralina.

—No —replicó Janus, bruscamente. Durante un momento, un velo luminoso cayó sobre sus ojos—. Yo estaba sobrecogido con esa increíble visión de las cosas que Estacado me ofrecía. Durante un tiempo fui como un aprendiz para ellos, ¿entiende lo que quiero decir?

Júpiter arqueó una ceja, a lo que Coralina contestó con un ligero codazo en las costillas. Janus no se dio cuenta de nada y continuó:

—Durante uno o dos meses estuve como cegado. Le rogué a Estacado que no me expulsara, incluso le exigí que me aceptara como miembro de los Adeptos.

—Algo que a Estacado no le gustó en lo más mínimo —concluyó Júpiter.

—¡Oh, sí! Si de él hubiera dependido, habría entrado en el círculo de los Adeptos. El problema eran los demás. No pudieron evitar que Estacado me tomara bajo su protección, pero sí podían echar por tierra mi ingreso en el pacto. Para ello era necesaria la aceptación unánime, y el resultado de la votación fue aplastante. A Estacado no le quedó más remedio que claudicar. Quería enviarme a Asia, como me había prometido, pero Von Thaden y Landini eran de la opinión de que correrían un riesgo demasiado grande dado todo lo que sabía sobre ellos... Lo que queda es breve. Estacado consintió en hacerme desaparecer, y a la manera de Landini, ni más ni menos. Yo pude haberme puesto a salvo, pero decidí no conformarme con huir. Hay un pequeño círculo de personas en el Vaticano en las que confío y a las que he iniciado. Juntos resolvimos acabar con el poder de los Adeptos.

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