La conspiración del Vaticano

BOOK: La conspiración del Vaticano
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Roma. En una iglesia aparecen los grabados de las Carceles “las carceri” del gran maestro Piranesi, uno de los más importantes grabadores de todas las épocas. Con este espectacular descubrimiento, Júpiter, un detective especializado en objetos de arte, comienza la búsqueda de la obra del enigmático grabador del S. XVIII, ayudado en todo momento por Coralina, una joven restauradora. Asesinatos misteriosos, un monje loco y otras apariciones llevan a Coralina y a Júpiter a la legendaria casa de Dédalo —un lugar subterráneo que no había sido visitado durante miles de años. También aparece una sociedad vaticana muy interesada en los grabados capaz de hacer cualquier cosa con tal de conseguirlos.

Kai Meyer

La conspiración del Vaticano

ePUB v1.0

LittleAngel
16.01.12

Kai Meyer

Editorial: Grupo Anaya, Bóveda

Fecha de publicación: Octubre 2008

ISBN: 978-84-936684-0-2

Género: Histórico

El laberinto es más conocido

Solo tenemos que seguir el hilo dejado en la

senda de los héroes y, donde deberíamos encontrar

una abominación, hallaremos un dios.

Joseph Campbell,

The power of myth.

El legado del grabador

Cuando él hablaba de imágenes, siempre lo hacía desde el punto de vista del arte.

Las demás acepciones de la palabra «imagen», como la que hacía referencia al aspecto de una persona, al paisaje de una ciudad o a la percepción de la propia vida, no eran más que reflejos, estampas volátiles que se olvidaban con rapidez. La realidad no tenía ninguna consistencia para él, o al menos, eso era lo que quería creer: así todo sería mucho más fácil.

Sin embargo, en algunas ocasiones, cuando se encontraba ante una obra de arte de singular valor, una que lograba en verdad dejarle sin aliento hasta casi perder el sentido, solía temer que aquellas sensaciones no fueran, por sí mismas, más que recuerdos. Recuerdos de belleza, de perfección, de tiempos pasados.

Recuerdos de Miwa.

—¿Ha tenido un buen vuelo? —preguntó el joven taxista que le llevaba desde el aeropuerto Leonardo da Vinci hasta el centro de la ciudad.

«Así son los italianos», pensó Júpiter. «Hasta sus aeropuertos se vuelven abanderados de la cultura y el estilo». El antiguo nombre del aeropuerto de Fiumicino existía ya solo en los paneles de la autopista, blanqueados por el sol, pero a efectos generales, se le conocía con el apelativo de Leonardo da Vinci. ¿Qué otro país del mundo sería capaz de tomar prestado para un aeropuerto el nombre de un artista?

—¿Signore?

Júpiter alzó la mirada. «¿Eh?».

—¿Ha tenido un buen vuelo? —preguntó de nuevo el conductor mientras procedía a adelantar a un camión. Tras ellos estallaba un enloquecido concierto de cláxones.

—Sí, claro. ¿Qué tal está hoy el tráfico? ¿Tardaremos mucho en llegar?

—Quedan treinta kilómetros hasta el centro.

—No me refería a eso, sé qué distancia hay hasta allí. Quería decir que si las calles estarán cortadas.

—Habrá obras, atascos de hora punta... Pero no pasa nada —su mirada en el espejo retrovisor decía «Confíe en mí». Esa expresión se encuentra en el repertorio de todos los taxistas del mundo. «En mi coche, yo soy el rey; y mi coche es el rey de la carretera. No se preocupe por nada».

Júpiter se acomodó en el asiento y observó el extraño paisaje que se abría a ambos lados de la autopista: los pardos campos de cultivo, las ocasionales construcciones con sus tejados ligeramente inclinados y, tras todo ello, a un par de kilómetros al este, los primeros edificios de varias plantas, llamativos hoteles en los confines de los grises guetos suburbiales. La colada colgada de los balcones. Letreros de neón que, a la luz del día, ofrecían un aspecto descuidado e incluso extrañamente obsceno.

La última vez que había estado en Roma, hacía casi cuatro años, le había acompañado Miwa.

—¿Está aquí por negocios? —preguntó el taxista, que carecía del carácter aletargado tan propio de sus colegas más experimentados. Él, por el contrario, apenas pasaría de los veinte años y mostraba sobrada curiosidad ante todo lo que ocurriera en el mundo ajeno a él. Llevaba un gorro de punto. En su regazo cobijaba un móvil verde fosforito con el que, sin duda, no tardaría en llamar a su novia si no lograba enredar pronto a su cliente en una conversación. Júpiter no estaba interesado en escuchar media hora de discusión amorosa en italiano. Odiaba tener que oír la muletilla
«bella
» insertada cada dos frases. De verse obligado, prefería hablar él mismo.

—Sí, por negocios. Por así decirlo.

—Usted trabaja en algo relacionado con el arte, ¿verdad?

Júpiter arqueó una ceja sorprendido. No lucía un traje de diseño, y sus dedos no estaban manchados de pintura. «¿Cómo lo ha adivinado?».

El joven sonrió con orgullo.

—Quiere que le lleve hasta Santa María del Priorato. Los turistas, aunque quieren visitar iglesias, siempre se hacen llevar primero al hotel. Eso quiere decir que usted no es un turista convencional, y sin embargo, es extranjero. Un extranjero que toma un taxi directamente desde el aeropuerto hasta una iglesia, lo hace por cuestiones de trabajo. Usted no tiene aspecto de sacerdote, por lo tanto, su interés se centra en el propio edificio, ¿me equivoco? Arte o arquitectura, una de dos —se encogió de hombros—. El resto fue suerte.

—Algunas personas consideran la arquitectura un arte.

El taxista guiñó un ojo.

—¿Ve los bloques de edificios de allí? Vivo en uno de ellos. Y ahora, hábleme usted de arte y arquitectura.

—Tú ganas.

—¿Es restaurador o algo así? ¿Arquitecto? ¿Se dedica a demostrar si los cuadros son auténticos o no?

«Muy bien», pensó Júpiter, «y ahora, ¿qué?».

—Localizo obras de arte desaparecidas por encargo de coleccionistas y museos.

—¿Como un detective o algo parecido?

—Pero solo con el arte. No te preocupes, no le contaré a tu novia que hoy por la tarde vas a quedar con otra mujer.

El taxi dio un volantazo y pasó rozando el lateral de un Subaru. El muchacho giró la cabeza hacia atrás y exclamó sobresaltado: «Pero será...».

Júpiter sonrió.

—He visto el posavasos que llevas en la bandeja del salpicadero. Hay un nombre de mujer y la dirección de un apartamento en Tiburtina. No creo que haga falta que tu novia te apunte esas cosas, ¿verdad? Y mucho menos en algo de un bar.

—A lo mejor resulta que no tengo ninguna novia formal.

—Entonces no tendrías el móvil a mano sobre tu regazo —no pudo evitar continuar hasta el final, aunque sonara un tanto sobrecargado—. Vosotros los italianos siempre estáis disponibles para vuestras queridas familias.

Irritado, el taxista continuó:

—Joder, cómo me alegro de que no sea sacerdote. De verdad que me alegro, maldita sea.

—¿Es que tienes miedo de ir al infierno? —se interesó Júpiter sin dejar de sonreír.

—¿Usted no?

«Ya he estado allí», pensó el aludido, pero por supuesto no lo dijo en voz alta. Las frases recurrentes comenzaron a utilizarse porque expresaban verdades absolutas e inmutables, pero no siempre es necesario repetirlas para que todo el mundo las oiga.

Durante un momento permanecieron callados. Atravesaron el anillo externo de la ciudad, transitando entre las pálidas fachadas de las tiendas adosadas a las montañas de apartamentos y viviendas, y por calles de dos vías por las cuales los vehículos circulaban como si fueran de tres. Después, las largas avenidas flanqueadas de adelfas, las primeras ruinas de pequeños acueductos e hileras de murallas de un color amarillo parduzco, antiguos pilones situados junto a una docena de postes publicitarios sobresaturados. Un velo brumoso que cubría el depósito de una fuente, rodeado de diminutos arco iris. Ancianos vestidos con trajes oscuros y gorros calados hasta las cejas. Jovencitas en minifalda con perfumes caros y lo suficientemente dulces como para azotar sin piedad la pituitaria del conductor de un cabrio que pasara por allí. Taxis amarillos que aparecían desde cualquier dirección, como si Roma esperara aquel día acoger una asamblea general del sindicato de transportes.

Se estaban acercando al centro de la ciudad.

Apenas unos segundos después, no obstante, Júpiter se quedó perplejo al contemplar el entorno.

«Pero, ¿dónde estamos ahora? Santa María del Priorato se encuentra mucho más al sur, no había necesidad de adentrarse tanto en la ciudad». Lanzó al conductor una mirada furibunda a través del retrovisor, pero algo le decía que aquel joven no había pretendido en ningún momento tomarle el pelo. Sabía perfectamente que Júpiter no era un turista ingenuo que se dejara arrastrar inocentemente por media Roma y acto seguido abonara de buen grado la abultada factura.

El muchacho lanzó una blasfemia, volvió el rostro por encima del hombro, miró hacia atrás con ojos llenos de furia y giró, rabioso, el volante para realizar un cambio de sentido aprovechando una bocacalle cercana. Una vez más, hizo sonar escandalosamente la bocina y pasó rozando varios coches y toda una bandada de zumbantes vespas.

—No tengo ni idea de por qué de repente estamos aquí —masculló el taxista apretando los dientes—. De verdad que no tengo ni idea.

—Oh, venga ya...

—No, no —se defendió el conductor—, créame. No intentaba robarle ni nada parecido. Mire, voy a parar el contador —diciendo esto, dio un golpe que dejó una huella de violencia en el taxímetro, pero también lo detuvo—. Me he perdido, pero no sé por qué.

—¿Andas ya pensando en Tiburtina?

—¡Oh, eso! No, qué va. Allí estoy solo en espíritu.

—Eres el primer taxista que conozco que se ha perdido en el camino desde el aeropuerto hasta la ciudad —se regodeó Júpiter—. De verdad, toda una novedad.

—Me alegro de que se lo pase usted tan estupendamente en mi coche. Recomiéndeme a sus amistades.

Hasta entonces, Júpiter había creído saber con bastante exactitud dónde se encontraban: probablemente en algún punto cercano a Via Pellegrino, no muy lejos de Campo dei Fiori; pero en ese momento el paisaje que les rodeaba le resultaba completamente desconocido. Desde su abrupto cambio de sentido, el taxista había tomado dos curvas para perderse aún más en una maraña de callejuelas del casco viejo, cada vez más oscuras y estrechas. El taxi se reflejaba en las tenebrosas ventanas formando en su superficie manchas amarillas que se desvanecían rápidamente como un duende frenético.

—Vas demasiado rápido —comentó Júpiter.

—No sé dónde estamos y eso me pone nervioso.

—Así que así es como dan aquí la licencia de taxi, ¿eh?

—Ríase todo lo que quiera, pero créame si le digo que esto no me había pasado nunca. Jamás.

—Sí, claro.

—He girado en la curva, y entonces ya sabía exactamente dónde estábamos, pero ahora... —se arrancó el gorro de la cabeza y se enjugó el sudor de la frente.

Júpiter suspiró y miró por la ventanilla.

—Llévame a esa iglesia de alguna forma.

El taxi vagabundeó un par de minutos por estrechas callejuelas desde las que apenas podía vislumbrarse el cielo, y por plazas en las que murmuraban fuentes solitarias. En todo este tiempo no se cruzaron con una sola persona; excepto en una ocasión en que, tras las rejas de una cochera, se vislumbró medio oculta una figura encorvada, cubierta con una capucha oscura. La cabeza se inclinaba tan pronunciadamente hacia el suelo que era imposible ver su rostro. Casi parecía como si estuviera besando el suelo, como parte de algún arcaico ritual de bienvenida.

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