La conspiración del Vaticano (41 page)

BOOK: La conspiración del Vaticano
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—No —respondió Trojan, con sinceridad—, no lo es. No si le damos crédito a los grabados de Piranesi. Sin embargo, ¿acaso sabemos con certeza si Piranesi penetró lo suficiente, si de verdad lo vio todo? Podría ser que se dejara llevar por su imaginación, o que mintiera. Pero también podría ser, quizá, y solo quizá, que dijera la verdad. ¿Por qué no? Según la leyenda, Dédalo era mucho más que un constructor, como pueda serlo yo, o cualquier otro. El laberinto de Creta, en sí mismo, ya era mucho más imaginativo que ninguna otra cosa que la humanidad hubiera creado hasta entonces. ¡O piense solo en las alas que tuvo que fabricar!

Júpiter frunció el ceño.

—¿Me está hablando de magia?

—¿Es que no debemos tenerlo en consideración? —preguntó Trojan con absoluta seriedad—. Piense en la laberintización que usted mismo ha experimentado. Piense en los ruidos que ha oído. No son conceptos que puedan aclararse de forma racional —continuó, apagando la voz hasta casi un susurro—. Hemos llegado muy lejos, Júpiter. Hemos sobrepasado el umbral.

Júpiter respiró hondo.

—Entonces es magia.

Trojan sonrió.

—Eso no debería asustarle. La magia siempre ha estado relacionada con la arquitectura. Piranesi y los primeros Adeptos lo sabían cuando investigaron las antiguas ruinas. ¿Qué es lo que ocurre, por ejemplo, con la cúpula de la catedral; con las torres y pilares sobre los que se sostiene? ¿Sabía que casi nadie podría erigir una catedral gótica? ¿O una de las grandes pirámides? No, sin los medios técnicos más modernos, sin los ordenadores, ni las máquinas ni otras formas de cálculo de las que se dispone, ahora mismo, en el último siglo, parecen empresas imposibles de realizar, ¡y sin embargo se llevaron a cabo hace mucho tiempo! ¡Fueron hombres como Dédalo! Gracias a unos conocimientos que, en nuestra impotencia actual, llamamos magia, porque actuamos desde la puerilidad y la insensatez. Sin embargo, las obras de esos constructores existieron de verdad. Esa es la prueba, solo que la mayoría de nosotros se niega a aceptarla. ¡Cierran los ojos a la verdad! —su mirada desprendía tal energía que a Júpiter le costaba cada vez más trabajo sostenérsela—. ¡No cometa los mismos errores que los demás! Créame, Dédalo construyó ese complejo subterráneo, en el fondo da igual cómo, pero eso no es todo lo que hizo, porque también le dio vida. Su propia vida.

Júpiter miró atónito al profesor.

—Hasta cierto punto soy capaz de seguirle, Trojan, pero...

El anciano agitó la cabeza en ademán negativo.

—La historia no termina con la conclusión del templo. ¡Escuche! La gente del antiguo Lacio había pensado en ese edificio como un tributo a sus dioses, como una muestra de sumisión ante su omnipotencia, pero pronto comprendieron que lo que Dédalo había creado era mucho más que un laberinto. Era lo más grande que había existido nunca, demasiado inmenso para el alcance de su imaginación. Los príncipes del lugar comenzaron a temer a Dédalo, a su poder sobre la piedra y sobre lo que hoy conocemos como la fuerza de la gravedad. Su miedo crecía con cada sillar que aproximaba la construcción a su final, y cuando se completó, decidieron deshacerse de Dédalo. Su impío laberinto debía desaparecer junto con él en el olvido. Le encerraron en su propia obra, sellaron la puerta y sepultaron todo el edificio bajo tierra. Acumularon colinas enteras de tierra sobre él, y mucho tiempo después construyeron una ciudad que hiciera olvidar lo que se encontraba bajo sus raíces. Dédalo se convertiría en un prisionero de sí mismo, de la misma forma que cada edificio es parte de su propio constructor, y nadie le volvió a ver ni volvió a saber de él.

—Hasta que Piranesi abrió la mazmorra y... bien, ¿qué pasó en realidad?

—Que liberó el espíritu de Dédalo. O su magia. O simplemente lo que quedaba tras todos estos milenios. Es posible que el constructor perdiera la razón durante su encierro, lo que es seguro es que hay algo allí abajo, una parte de sí mismo y de su poder. Piranesi fue el primero que dejó escapar un poco.

—Pero todo lo que yo... lo que he visto... las calles cambiantes, que usted llama laberintización, y ese toro... ¿Por qué todo eso vuelve a aparecer? No querrá decir que...

—Que alguien ha vuelto a abrir la Casa de Dédalo —concluyó Trojan, asintiendo—, exacto. Alguien ha abierto una puerta, y no ha sido la principal, por lo que debe de tratarse de la puerta secundaria, la misma que Piranesi utilizó —el ceño del profesor se llenó de arrugas—. Y lo peor de todo es que no tengo la más remota idea de quién ha podido ser.

—¿Ha descifrado alguien, aparte de los Adeptos, el código de la vasija?

—No, imposible. Nadie ha tenido ocasión de leer el texto completo. La vasija y el fragmento que faltaba no se han vuelto a reunir hasta hoy.

—Por lo tanto, alguien ha tenido que dar con la puerta por accidente.

—Ese es mi temor. Además debe de tener la llave.

—Pero la plancha...

—Lo sé. Todo el tiempo la ha tenido usted. Hasta ayer. ¿Entiende por qué debo saber de forma tan apremiante dónde se encuentra?

Júpiter se sintió tentado durante apenas un instante a decirle la verdad. Sobre las monjas, sobre el jardinero Cassinelli. Todo parecía tener sentido. Tenían la plancha y, por tanto, también la llave, así pues debían de ser quienes habían abierto la puerta y habían entrado en el laberinto.

Sin embargo, Janus había dicho que él y sus aliados no sabían dónde se encontraba la segunda entrada a la Casa de Dédalo.

Entonces, un nuevo nombre apareció en la mente de Júpiter, dándole mayor sentido. Alguien a quien ya casi había olvidado.

Santino.

El monje había conocido a Cristoforo. Cabía la posibilidad de que hubiera obtenido la llave del pintor. También que, de la misma manera que siempre, hubiera encontrado la segunda puerta y la hubiera abierto.

—No —dijo Júpiter con calma, e intentó no pensar lo que ocurriría si no le inyectaban una nueva dosis de antihistamínico en los próximos veinte minutos—. No le pondré a nadie la soga al cuello.

El profesor le miró sin expresión, durante largo tiempo, minuciosamente. Después llevó la mano lentamente al timbre de su escritorio.

—Bien —dijo, con una voz que, repentinamente, denotaba un gran agotamiento—. Como quiera. Creo que puedo proporcionarle tiempo suficiente como para que medite su decisión.

El montacargas crujió.

Coralina dejó de pasear arriba y abajo frente al garaje y, en su lugar, comenzó a apoyarse nerviosamente en un pie y en el otro, y a morderse la uña del pulgar de la mano derecha con gesto ausente.

Ruido de cadenas, chirrido de bisagras. El olor a aceite viejo en la pituitaria. Impaciente, observaba cómo la gran plataforma se deslizaba hacia arriba y una rampa de hormigón se colocaba a sus pies. Allí se encontraba la vieja camioneta de la Shuvani, que desde hacía años aparcaba en el garaje de la Via del Pellegrino. Los vehículos se entregaban en la entrada, donde empleados, vestidos con monos azules, los llevarían a las profundidades mediante el montacargas.

El motor de la camioneta estaba encendido. Volvía a retumbar, deformado el sonido por las salas subterráneas de hormigón. Un hombre joven condujo el vehículo hasta ella y le tendió las llaves.

Coralina le dio una propina, se sentó detrás del volante y se puso en marcha. Por el retrovisor vio que el chico la miraba con el ceño fruncido. Era evidente que no había logrado disimular su nerviosismo ni la mitad de bien de lo que le hubiera gustado. En el siguiente cruce, sacó la lista de Merenda y el CD-ROM de su bolsillo y los dejó sobre el asiento del copiloto, junto a un montón de libros que llevaban allí un par de semanas. Eran parte de un envío que el destinatario no había podido pagar. Desde entonces, el hombre no había vuelto a dar señales de vida, y los libros habían permanecido medio olvidados, cubriéndose de polvo, en la camioneta.

Coralina tenía un plan, pero había algo que quería hacer antes de llevarlo a cabo. Encontró unas gafas de sol en la guantera y se las puso. Un par de veces miró por el retrovisor buscando vehículos que pudieran estar siguiéndola, pero no vio ninguno.

«Bien», pensó, «ningún perseguidor».

«Solo tienes que creerlo, y entonces lo harás».

Sí, claro, por supuesto. ¿Y por qué no?

Cruzó hacia la Via Catalana, haciendo chirriar los neumáticos.

Tus mentiras

La habitación era pequeña y oscura. Júpiter dudaba de que nunca hubiera servido para otra cosa más que para mantener encerrada a la gente. Primero los cismáticos, luego los herejes, y ahora, él.

Intentó pensar en otras cosas, en cosas triviales. Sobre todo, en cosas que le distrajeran.

Podía sentirlos ya, creciendo, cada vez más fuertes y más inaplazables. La asfixia. La comezón.

«Vas a reventar aquí abajo de una forma lamentable».

No había ninguna ventana. Júpiter se arrodilló sobre la burda manta que le habían dejado y miró hacia la puerta como un animal enjaulado. Sentía cómo su cuerpo se rebelaba. Necesitaba la inyección tan rápido como fuera posible. ¡La necesitaba ya!

Conseguía respirar con mucha dificultad, se oía jadear y resoplar en el eco que resonaba por las paredes desnudas. Era como si unas manos invisibles le aferraran la garganta, y a cada minuto la fueran apretando un poco más. Entonces, apareció el horrible picor de las erupciones. Júpiter tenía la piel de los brazos abierta y llena de sangre, los tobillos cubiertos de costras oscuras. No le faltaba mucho, de eso estaba seguro, para terminar arrancándose la ropa a tiras y poder rascarse el abdomen, la espalda y los muslos. Después de eso, solo le quedaría esperar hasta finalmente ahogarse, finalmente morir, y que el picor acabara de una vez por todas.

No aguantaría tanto, no obstante. Antes de todo eso, acabaría contándoles todo, tanto si quería como si no. Aún era capaz de dominarse, de mantener el control, pero, ¿durante cuánto tiempo?

En un momento dado, comenzó a ver imágenes, escenas del relato de Trojan.

Vio a un hombre...

«¿Piranesi?».

Que atravesaba un portal y desaparecía en un abismo negro.

Vio a un segundo hombre...

«¿Dédalo?».

Que, desde una tarima, observaba un laberinto de piedra interminable, con los brazos abiertos de par en par en gesto triunfante y la risa de un demente escapando de sus labios.

Vio una silueta alada en el cielo, una sombra voladora ante un sol cegador, que se volvía más y más pequeña, hasta cubrirse completamente de luz blanca y desaparecer.

Vio el casco de un animal, sucio y escamado, que escarbaba sobre una montaña de huesos humanos.

Vio un muro alzarse a su alrededor, se vio a sí mismo cada vez más diminuto, mientras las paredes se ramificaban, se fundían las unas con las otras, se volvían a formar.

Vio de nuevo una puerta, oyó tras ella los bufidos y bramidos del toro, oyó cómo se acercaba, cada vez más próximo, y cómo la puerta se estremecía, cedía y volvía a abrirse. Vio la luz volar en su celda, y una figura que se inclinaba sobre él y susurraba su nombre, diciéndole que debía despertar.

Pero no estaba dormido, tenía los ojos abiertos como platos; intentaba respirar, aplastar las hormigas de su piel, pero eran cada vez más, todo un ejército de insectos que propagaban su veneno por sus poros y le arrastraban a la locura.

Sintió una punzada en su antebrazo. El dolor era tan intenso y concentrado, que durante un segundo Júpiter apartó su mente de cualquier otra cosa. Durante un instante estuvo como drogado, incrédulo, desconcertado, hasta que las demás impresiones sensoriales regresaron: el picor, la sensación de asfixia, la oleada de delirios que se combinaban ante él.

Un nuevo dolor, diferente, más tosco: una mano abofeteándole la cara. Después, alguien agarrándole el hombro y sacudiéndole. Una voz que intentaba, nerviosa, llegar hasta él. Una voz de mujer.

Una voz conocida, que sin embargo iba unida a un dolor muy diferente, más profundo, más emocional, una forma de tortura más exquisita de lo que creía capaz a los Adeptos.

—¡Júpiter!

«¡Esa voz!».

Todo a su alrededor era borroso, confuso. Una mancha clara bailaba frente a él a un lado y a otro, sobreponiéndose una y otra vez a una silueta alada que, con unas alas en llamas, le sobrevolaba hasta que, finalmente, se precipitó hacia el suelo como una piedra.

La mancha clara... una cara.

Cabello largo y negro.

—Cora...

Pero no terminó el nombre. No era Coralina.

—¡Júpiter, tienes que levantarte...! ¿Me oyes...? ¡Tenemos que irnos! ¡Rápido!

Parpadeó y vio unos rasgos finos y contenidos. Una boca pequeña con labios rosa pálido. Pómulos pronunciados como hechos de porcelana. Un diminuto lunar en la comisura izquierda de la boca. Ojos oscuros, almendrados y llenos de preocupación.

—¿Miwa?

Volvió a agarrarle del hombro y a sacudirle.

—¡Tienes que despertarte! ¡Tenemos que irnos! Pueden estar aquí en cualquier momento.

Él no entendía lo que estaba viendo.

—¿Miwa?

Un suspiro, ligero, casi infantil. Unos dedos delgados acariciándole la mejilla, muy brevemente. Un gesto pasajero, pero lo suficientemente fuerte como para traerle finalmente de vuelta a la realidad.

—¿Qué estás haciendo aquí?

Se echó el cabello negro para atrás con un gesto práctico, muy poco femenino. Algo que a él siempre le había gustado.

—Te estoy salvando el culo, Júpiter. Que no ha cambiado nada, por cierto. —Mi...

—Sí, no está nada mal. Vamos, ¡ponte esto!

Ella le entregó un arrugado traje de sacerdote, negro y de corte amplio. Al ver que no podía vestirse por sí mismo, ella le ayudó.

Finalmente, logró ponerse de pie, en parte por sus propias fuerzas y en parte tirando de él. Después vino una puerta, atravesar el pasillo, subir por una escalera. Luego más puertas, una escalera de incendios.

Después... aire fresco. La luz del día.

«¡La luz del día!».

Y Miwa.

La inyección hizo efecto con rapidez, acelerado por el esfuerzo de la huida. Su pulso se aceleró, la circulación se reactivó a plena potencia. Los antihistamínicos inundaron su cuerpo, eliminando la reacción alérgica. Las hormigas fueron las primeras en desaparecer y después, poco a poco, lo hizo la sensación de asfixia asentada en su garganta.

Tuvo que detenerse un instante. Ante él relucía el verdor del jardín, bañado por el sol, salpicado de lentejuelas plateadas: gotas de lluvia sobre las hojas y los tallos, producto de un chubasco cuyas nubes ya habían desaparecido.

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