La conspiración del Vaticano (28 page)

BOOK: La conspiración del Vaticano
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La mujer dejó caer el auricular inútil. Le habría gustado ser más fuerte y dura, pero tampoco era una anciana desvalida. En lugar de esconderse, se dirigió de nuevo a la escalera y descendió por los escalones tan ruidosamente como pudo. Por la puerta del primer piso pudo ver cajas y montones de carpetas en los que se guardaban obras de arte ocultista entre montañas de libros tan altas como nidos de termitas.

Había llegado ya al descansillo cuando oyó a su espalda que alguien le venía al encuentro. Lentamente, sin apresurarse, con pasos tranquilos que delataban la mayor autoconfianza del mundo. Entonces percibió el movimiento en la oscuridad, reconoció siluetas, la forma de un hombre, luego dos, luego un tercero.

Abandonó la escalera y se retiró al primer piso. Conocía cada centímetro cuadrado de aquella planta, sabía dónde había obstáculos con los que chocarse en la oscuridad, dónde había libros caídos, dónde estaba el cable de una lámpara de pie en una estantería, que colgaba a la altura de las rodillas. Todo lo esquivó con destreza.

¿Debería hablar con aquellos hombres? ¿Intentar razonar con ellos? Pensó que todo sería en vano.

Se dirigió a la única ventana, que estaba orientada al callejón. A escasa distancia se encontraba la pantalla de cristal de la farola apagada. La vio ante sí, flotando en la nada, como una urna repleta de negrura, llena de cenizas.

Abrió la ventana con movimientos bruscos y se encaramó, llorosa, al marco.

Tras ella permanecía la oscuridad, las figuras. Ella creyó oír una voz que decía algo así como que ella no quería hacerlo, que solo iban a registrar la casa y a hacerle un par de preguntas.

«Domovoi», pensó con tristeza mientras descendía. «¿Por qué no has venido tú mismo?».

Se sintió vacía por dentro, frente al mástil de la farola.

«¿Por qué no has venido tú mismo?».

Todo era dolor: el golpe, pensar en Domovoi.

«No...».

El dolor.

«Tú mismo...».

Mater Ecclesiae

—¿Porqué no lo coge de una vez? —Coralina temblaba de la cabeza a los pies. Júpiter tuvo que quitarle el auricular de la mano, casi arrancárselo de los dedos rígidos, blancos y fríos, con los huesos sobresaliéndole en las articulaciones, como los de un muerto.

—Quizá esté durmiendo, o en la bañera.

El investigador se arrepintió de sus palabras según las estaba pronunciando.

—¡No me trates como a una maldita cría! —le rugió ella. Janus agitó la cabeza y se frotó, turbado, los ojos.

—Lo siento —repuso Júpiter con tacto—. No nos...

—¡Nos ha mentido! —exclamó, dirigiendo su acusación a Janus—. ¡Ese canalla nos ha mentido! La matarán, puede que ya lo hayan hecho. La...

Janus se encaró ante ella con asombrosa velocidad, con el ceño fruncido y un porte erecto que le conferían un aspecto imponente, aun cuando él era más bajo que ella.

—Yo no he mentido: ni cuando dije que Estacado no le tocaría un pelo a su abuela, ni cuando les advertí de que nuestros enemigos no tardarían en llegar. Ya no nos queda tiempo.

Cuando estemos en lugar seguro, podrá usted volver a intentar llamar a casa, pero ahora, ¡vámonos de una maldita vez!

Diciendo esto, se giró y se precipitó hacia la salida de la estancia.

—Vamos —dijo Júpiter a Coralina en voz muy baja—. A mí tampoco me gusta todo esto, pero creo que tiene razón. Más tarde o más temprano alguien aparecerá por aquí, y para entonces preferiría no seguir en el mismo sitio.

—Si le ha ocurrido algo... —empezó ella, pero se interrumpió, hizo un evidente esfuerzo por dominarse y, finalmente, asintió—. De acuerdo, vayamos con él.

Iba a adelantar a Júpiter cuando este le sujetó firmemente de los hombros, dudó un segundo y la besó en los labios. No fue un beso largo, ni particularmente apasionado, pero era un beso, y aunque era el momento más inoportuno que se pudiera concebir, la joven le miró con los ojos como platos y sonrió con timidez.

—No pretenderías calmarme con eso, ¿verdad?

Él abrió la boca para responder, pero tras ellos resonó la voz de Janus, que revelaba irritación y una evidente impaciencia.

—¿Serían tan amables de seguirme de una vez?

Júpiter cogió de la mano a Coralina y, así unidos, abandonaron la sala con Janus, para dirigirse raudos a la puerta abierta y de ahí, al aire libre.

Janus les guió por rutas secretas tras las hileras de setos y los arbustos podados a través de los jardines nocturnos del Vaticano. De vez en cuando se volvía, nervioso, y en una ocasión les señaló con un gesto que se escondieran tras un tupido matorral. Segundos después, una serie de figuras pasó marchando frente a ellos: miembros de la Guardia Suiza quien, con sus alabardas, le recordaban absurdamente a Júpiter a los soldados de la Reina de Corazones en
Alicia en el País de las Maravillas
. Tanto Coralina como él sabían con total certeza que les estaban buscando a ellos, y la expresión preocupada de Janus no daba opción a otra conclusión.

Tras los árboles, a su izquierda, el alemán vislumbró un bloque de edificios adosados. Coralina susurró entonces: «Es la Academia Pontificia». Ambos albergaron rápidamente la misma sospecha de que Janus se dirigiría hacia allí, pero él torció bruscamente el rumbo hacia la derecha y siguió por una vereda entre árboles estrechamente unidos, hacia el oeste. De nuevo vislumbraron, en la distancia, un grupo de guardias que caminaban en dirección contraria.

El rumor del agua les alertó de que se dirigían hacia una gran fuente. No tardaron en poder contemplarla: era un estanque oscuro, contenido en un semicírculo de piedra artificial. De las fauces de animales de fábula tallados surgía el agua burbujeante, custodiada por la estatua de una poderosa águila.

Tras el manantial se alzaba otro edificio, de tres pisos, con forma de caja y de tejado plano. Contraventanas de color rojo oscuro impedían el paso de la luz. Janus los guió hacia el interior por una puerta posterior y selló la entrada con un postigo de acero.

—¿Dónde estamos? —se interesó Júpiter.

—En el Monastero Mater Ecclesiae —respondió Janus—, el único convento de monjas del Vaticano. Se encuentra justo en el centro de los jardines... Se le podría considerar, en todos los aspectos, como el corazón del Vaticano —concluyó, con una mirada confusa.

Una figura surgió de las sombras, como si hubiera estado esperando esa precisa palabra para mostrarse.

—Janus —dijo la mujer, con voz queda— y nuestros dos invitados. Os esperaba desde hace rato.

Vestía un sencillo atuendo de monja, era de complexión alta y con rasgos delicados. Tenía los ojos grises claros y fue a su encuentro con una sonrisa suave, pero llena de expectación.

—La hermana Diana —les presentó Janus—, la abadesa del convento.

Ofreció a Júpiter su mano esbelta y fría, y seguidamente saludó a Coralina. El investigador se percató de que ambas mujeres se examinaban como si desde el primer momento reinara entre ellas una abierta tensión.

—Les hemos preparado un pequeño refrigerio —dijo Diana—. Aunque es tarde, supusimos que podrían tener hambre.

La comida era lo último en lo que Júpiter había pensado en esas horas pasadas, pero entonces se dio cuenta de que, efectivamente, estaba hambriento. Coralina asintió casi imperceptiblemente, indicando que le había ocurrido lo mismo.

Janus y Diana se miraron y les precedieron a través del pasillo del monasterio hasta un pequeño comedor. Otras dos monjas, más jóvenes que Diana, permanecían inmóviles a ambos lados de una mesa preparada para dos comensales y en cuyo centro se encontraba una olla plateada.

—Es un simple puchero —les explicó Diana—. Nos limitamos a realizar platos sencillos.

—Por supuesto —Júpiter le guiñó un ojo disimuladamente a Coralina. Cuando volvió la vista de nuevo a Diana, entendió, avergonzado, que la abadesa se había dado cuenta.

—Valoramos su esfuerzo —dijo él, en un vano esfuerzo por salvar la situación.

Diana asintió levemente con la cabeza y les invitó a que tomaran asiento. Una de las silenciosas religiosas abrió la cazuela y comenzó a llenar sus platos con un cucharón. El guiso olía de forma maravillosa.

—¿Cuántas monjas viven aquí? —preguntó Júpiter, mientras hundía la cuchara en el plato y se lo llevaba a la boca.

—Ocho —respondió Janus—, contando a Diana.

—No somos una comunidad grande —añadió la abadesa—. Conocerán a las demás hermanas más tarde.

Coralina probó igualmente el guiso y se quemó la lengua.

—Me prometió que podría volver a intentar localizar a mi abuela —le comentó a Janus.

El hombrecillo asintió.

—Y lo hará... En cuanto haya comido. Si quiere, puedo intentar conseguir algo de información sobre su estado mientras tanto.

—¿Puede hacerlo desde aquí?

—Quisiera, al menos, intentarlo.

Dejó el comedor, y la abadesa le siguió casi de inmediato. Al salir, dirigió a las dos jóvenes religiosas una señal para que dejaran tranquilos a sus invitados.

Júpiter y Coralina se quedaron a solas en seguida.

La muchacha dejó que la cuchara se hundiera en su plato, y después agitó lentamente la cabeza con gesto negativo.

—Y ahora, ¿qué pasará?

—No tengo ni la más remota idea —repuso Júpiter—. Imagino que lo siguiente será que Janus traiga la plancha de cobre.

—¿Y entonces?

Él se encogió de hombros.

—Nunca tendríamos que haber permitido que nos trajera aquí —dijo Coralina—. Afuera, en la ciudad...

—No estaríamos más seguros —le interrumpió él—. Mientras nadie imagine que estamos aquí, probablemente no sea mal escondite —tomó una cucharada más de guiso; después, apartó el plato y cogió la mano de Coralina—. Eh, saldremos sanos y salvos de aquí, ¿vale?

Ella se encogió vacilante de hombros, sin mirarle a los ojos.

—Es todo culpa mía. No debería haberle hablado a nadie de la cámara secreta, y mucho menos a la Shuvani.

Júpiter le sonrió, tratando de infundirle ánimos.

—¿Hemos llegado ya a ese punto? ¿A las acusaciones?

—Hemos cometido demasiados errores.

—Estacado jugó de farol... y nosotros caímos. Sabía que había una plancha más, pero no estaba seguro de si nosotros la teníamos.

Coralina asintió. Entonces, sus dedos rodearon los de Júpiter.

—Antes me has besado.

Él sonrió.

—Lo recuerdo de forma brumosa.

—No seas tan insensible —repuso la joven, acariciando suavemente con las puntas de los dedos el dorso de la mano del investigador—. ¿Y qué hay de Miwa?

—Ya va siendo hora de olvidarse de ella —repuso Júpiter, tras un suspiro—. Tú misma lo dijiste.

Los ojos oscuros de la muchacha le miraron con dulzura, mientras negaba con la cabeza.

—No quiero saber lo que consideras correcto, sino lo que piensas en realidad.

Él sabía a lo que se refería, e intentó seriamente localizar todos los vestigios innegables de Miwa que aún quedaban en su interior, pero que cada día junto a Coralina se iban volviendo más difusos.

Justo cuando iba a explicarle a la joven lo que estaba experimentando, Janus irrumpió por la puerta.

—Hay novedades —dijo, con un móvil en la mano—. Ha pasado... algo.

Coralina dio un respingo y soltó la mano de Júpiter.

—¿Qué le han hecho?

Janus se paró ante ella y agitó, nervioso, el teléfono. Era evidente lo embarazosa que resultaba para él esa conversación.

—Nada, por lo que se ve. Dice que se cayó por la ventana.

—¡¿Por la ventana?! —Coralina le miró como si fuera a saltar a su yugular de un momento a otro.

—Puede llamarla —le tendió el aparato y un papel con un número escrito a mano—. Está en el hospital, ese es el número del teléfono de su habitación.

—¿Cómo está? —preguntó Júpiter.

—Tiene un par de contusiones, pero aparentemente ninguna fractura. El médico con el que he hablado dice que, en cualquier caso, habría que esperar a los resultados de las pruebas —dudó un instante—. Estaba muy nerviosa cuando la llevaron al hospital. Los médicos tuvieron serias dificultades para bajarle la tensión. No hace ni una hora de todo aquello.

Coralina cogió el número y lo marcó. Tras unos segundos, su rostro se relajó ligeramente.

—¿Abuela? ¡Gracias a Dios! ¿Qué ha pasado? Júpiter la observó mientras hablaba con la Shuvani, pero no lograba captar lo que la anciana le contaba a la muchacha.

—Alguien entró en casa —le resumió Coralina el torrente de palabras de la anciana, mientras trataba de seguir escuchando—. Ella saltó por la ventana... Dice que ha perdido su ancla en el mundo.

Júpiter y Janus cruzaron la mirada. El religioso se encogió de hombros.

—¿Qué dice la policía? —preguntó Coralina.

Mientras la Shuvani respondía, la joven torció la vista, disgustada.

—¿Cómo que no se lo has dicho a nadie?

Júpiter la observó con gesto interrogante, a lo que Coralina respondió:

—Dice que tenía miedo por nosotros. Es decir, que si le hubiera contado algo a la policía, podían haber empezado a indagar y quizá hubieran descubierto que habíamos robado las planchas.

Janus arrugó la nariz.

—Suena razonable —dijo.

Coralina escuchó un poco más a la Shuvani, y después le tendió el móvil a Júpiter.

—Quiere hablar contigo.

—¿Conmigo? —aceptó el aparato y se lo colocó en la oreja—. ¿Qué tal estás?

—De maravilla —la voz de la Shuvani sonaba, desde el otro lado de la línea, ligeramente deformada y rodeada de ruidos—. ¿Qué tal estáis vosotros?

Júpiter le explicó las mentiras de Estacado y que habían huido, pero omitió el lugar en el que se escondían y quién les había ayudado, por temor a que la gente de Von Thaden pudiera oír la conversación.

—Tengo que confesarte algo —dijo la Shuvani—. ¿Sigues teniendo la bolsita de cuero?

—Claro —repuso Júpiter, después de que su mano se apoyara, instintivamente, en el bulto de su bolsillo.

—El fragmento ya no está allí —concluyó ella.

Durante uno o dos segundos, el cuerpo del investigador quedó petrificado, hasta que, con las puntas de los dedos, sintió la forma irregular del pedazo de cerámica a través de las capas de abrigo y de cuero.

—¿Qué quieres decir con eso?

La Shuvani respiró hondo y volvió a espirar.

—Lo cambié —comentó—, antes de ayer por la tarde, mientras te bañabas.

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