La conspiración del Vaticano (32 page)

BOOK: La conspiración del Vaticano
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—Sus humanistas opiniones le honran,
signore
Estacado —dijo, y su voz delató el sarcasmo que escondían sus palabras—, pero Cristoforo era un riesgo, y evitar los riesgos debería tener un lugar preponderante en nuestras decisiones. Más de lo que posiblemente sea usted capaz de admitir.

—¿Me pone en duda, Von Thaden? —a Júpiter no le pasó desapercibida la forma tan poco respetuosa con que Estacado se dirigía a uno de los más altos cargos de la Iglesia católica—. Me eligieron como presidente de este círculo por unanimidad.

—Otro riesgo que se podía haber evitado —dijo Landini en voz baja, pero la acústica de la sala arrastró sus palabras hasta el conducto de ventilación.

Estacado prefirió no prestar atención a las impertinencias del secretario, a pesar del murmullo que levantó por todo el círculo de Adeptos. Algunos parecían estar de acuerdo con las palabras de Landini.

Von Thaden se inclinó ligeramente hacia adelante.

—¿Debo recordarle que su pequeño experimento de esta noche no ha sido el primer error que ha cometido?

Júpiter y Coralina vieron cómo Janus se sonreía. Aunque Von Thaden y los demás eran sus enemigos, el investigador tuvo que admitir que comprendía su punto de vista: Estacado realmente había corrido un riesgo innecesario dejándoles vivir a Coralina y a él, por no hablar de la iniciación de Janus en los misterios de los Adeptos.

Una intensa discusión se inició en la sala, en cuyo transcurso, muchos criticaron la gestión de Estacado, mientras otros salían en su defensa. El único que permaneció llamativamente silencioso fue el profesor Trojan. Durante todo ese tiempo no pronunció ni una palabra, simplemente se quitó el sombrero, le dio algunas vueltas sumido en sus pensamientos, y finalmente se lo volvió a colocar.

Sin embargo, tras cuarto de hora de intensos reproches y contraataques, el profesor carraspeó de forma tan sonora que logró hacer callar a todos los presentes.

—Muchas gracias —dijo, con voz suave, como si temiera que cualquier palabra fuera de tono le robara la voz—. Creo que nuestra presencia aquí debería centrarse en los asuntos más urgentes. ¿Solo me lo parece a mí, o esta disputa, teniendo en cuenta nuestro triunfo de hoy, resulta un poco... ridícula?

Estacado vislumbró una oportunidad.

—Es un triunfo, desde luego —tomó el cofre de madera con ambas manos y lo alzó con gesto teatral ante los presentes. Finalmente, lo volvió a colocar junto a la vasija—. Personalmente creo que deberíamos continuar.

Su hermano, el bibliotecario, asintió.

—Así es.

Algunos de los demás Adeptos asintieron, conformes, y Júpiter comprobó que en el rostro del profesor aparecía una sonrisa de satisfacción. Por primera vez, tuvo la impresión de que aquel anciano en silla de ruedas jugaba un papel dentro del pacto mucho más importante de lo que podría parecer a simple vista.

Janus adivinó sus pensamientos.

—A Von Thaden le gusta hablar bien alto, y Landini es astuto —susurró—, pero Trojan sabe cómo mover los hilos sin ser visto. Mientras apoye a Estacado, su posición será indiscutible.

—¿Sabe lo que es eso? —murmuró Coralina cuando Estacado colocó ambas manos sobre la tapa del cofre y lo abrió lentamente.

Janus agitó la cabeza en señal negativa, y volvió a concentrarse en la observación de la sala.

Un silencio devoto se extendió entre la asamblea.

Estacado metió cuidadosamente la mano en el cofre y cogió algo con dos dedos.

Coralina se quedó de piedra.

—¡No!

Júpiter sintió una punzada de dolor y apretó la mano de la joven con más fuerza.

Incluso Janus contuvo la respiración durante un momento.

Desde el túnel resultaba difícil reconocer un objeto tan pequeño y tan difuso como el que tenía Estacado en la mano, y sin embargo, supieron de inmediato que se trataba del fragmento.

El fragmento que debería haber estado en la clínica, con la Shuvani. El fragmento que nunca habría entregado por propia voluntad.

—Está muerta —dijo Coralina, con voz inanimada.

Júpiter quiso responderla, calmarla, decirle algo que la consolara, pero le pareció que no sería más que una muestra de cinismo. Sospechaba que Coralina tenía razón. Los Adeptos debían de haber escuchado la conversación telefónica, matado a la Shuvani y haberse hecho con el pedazo.

Las lágrimas abrieron una senda clara por las mejillas de Coralina, manchadas de polvo y suciedad, pero la expresión de su rostro no experimentó ningún cambio. Tampoco hizo ningún reproche a Janus; tan solo miró a las profundidades, a aquellos doce hombres y al cáliz en medio de ellos.

Estacado colocó el pedazo en el hueco vacío de la estructura de la vasija. Coincidía con exactitud. La espiral de jeroglíficos quedó completa y, con ella, la inscripción grabada entre los símbolos, aunque esta última era imposible de percibir para los tres observadores del techo de la sala.

—¿Cuánto se tardará en descifrar el texto? —preguntó Von Thaden.

Estacado sonrió con satisfacción.

—Un par de horas. Mañana a primera hora sabremos el emplazamiento exacto de la segunda puerta y podremos empezar las excavaciones.

—Me encargaré de que se haga todo lo necesario —añadió Von Thaden, asintiendo.

Algunos de los presentes se habían levantado de su sitio y se inclinaban para obtener una mejor perspectiva del cuenco.

Por primera vez en dos siglos y medio, aquel artefacto volvía a estar completo.

Júpiter sintió cómo se contagiaba del entusiasmo general. El código había permanecido oculto en los otros cinco fragmentos probablemente durante mucho tiempo, tan solo a falta del dato más importante, la parte de las instrucciones que únicamente Piranesi conocía. Finalmente, esa misma noche, el misterio quedaría resuelto.

Colocó un brazo en torno a Coralina y la apartó suave y lentamente de la verja. Janus echó un último vistazo a la sala y a continuación les siguió.

La muchacha miró a Júpiter con una pregunta en sus ojos.

—No podríamos haberla ayudado, ¿verdad?

—No.

—Nosotros... Nosotros quisimos que nos acompañara.

—Ella tomó su propia decisión.

Coralina tragó saliva.

—Tendríamos que haberla convencido.

—Quizá no le haya pasado nada —replicó él, con suavidad—. Ya has oído lo que ha dicho Estacado.

—Nunca les habría dado el fragmento por propia voluntad.

—Por teléfono daba la impresión de haber recobrado el buen juicio. Lamentaba mucho haber cambiado el pedazo de la vasija.

Mientras regresaban por el conducto de ventilación, Coralina no dijo una palabra más ni dejó que Júpiter la cogiera del brazo. Sin embargo, procuró, sobre todo, mantenerse alejada de Janus. En una ocasión, el religioso intentó hablar con ella, pero la joven no le prestó atención.

Júpiter no pudo comprobar si el camino que tomaban para subir era el mismo que para bajar. El aspecto era, a su juicio, el mismo: un túnel húmedo, oscuro y estrecho. En algún punto tuvo la nítida sensación de que no podría volver a erguirse nunca, de tan fuerte que era el dolor que atormentaba su espalda, pero el momento acabó por pasar, y sus pensamientos volvieron a la Shuvani y a lo que los Adeptos podrían haberle hecho.

Más tarde, unos veinte minutos después, o quizá una hora, llegaron de nuevo a la escalera que llevaba hasta la casa del jardinero. Janus golpeó la trampilla, y unos segundos después, las zarpas de Cassinelli aparecieron a ambos lados de la misma. Les ayudó a salir y, acto seguido, volvió a cerrar la entrada.

—Me da igual lo que haga usted —dijo Coralina a Janus—, pero quiero volver a la ciudad de inmediato. Tengo que ocuparme de mi abuela.

—Déjeme que primero descubra lo que pasó en el hospital —le rogó Janus—. Puedo llamar por teléfono.

Coralina le miró con la rabia ardiéndole en los ojos.

—¿Y qué mentiras nos contará esta vez? ¡Me prometió que ella no corría peligro! —su voz alcanzó un tono peligrosamente agudo, y hasta el propio Cassinelli perdió por primera vez su estoica expresión y miró a un lado y a otro con preocupación—. ¡Maldita sea, Janus, usted me dijo que no le pasaría nada!

—No sabemos si...

—¿Si está muerta? —bramó la muchacha sin preocuparse por las lágrimas que caían por sus mejillas—. Por el amor de Dios, no ha tenido el valor de decirlo ni una sola vez. ¡Está muerta, Janus! ¡Lo sabe tan bien como yo!

Janus le sostuvo la mirada acusatoria durante un buen rato, y después se volvió al jardinero.

—Tengo que hacer una llamada.

Cassinelli asintió y puso rumbo a la salida del sótano, pero Júpiter retuvo a Janus justo cuando le iba a seguir.

—Ha dicho que Von Thaden pudo pinchar la línea. De ser así, sabrá dónde nos escondemos.

—¿Tiene alguna propuesta mejor?

—Coralina tiene razón. Sáquenos ahora del Vaticano, de cualquier forma, y del resto nos ocuparemos nosotros —estaba convencido de lo que decía, pero tenía otra razón para querer evitar la llamada a la clínica: si Coralina llegaba a saber con certeza que la Shuvani había sido asesinada, nunca volvería a confiar en Janus, daba igual si este podía ayudarlos o no. También Júpiter culpaba al religioso por haber minimizado el riesgo que corría la anciana, pero en cualquier caso, Janus no sabía que ella estaba en posesión del fragmento.

—No puedo sacarles al exterior —dijo Janus, turbado—. Las puertas están cerradas, y los vigilantes habrán recibido aviso de no dejar pasar a nadie que no conozcan.

—¿Y qué hay del camino a través del depósito de agua? —preguntó Júpiter.

Janus le miró con los ojos como platos.

—Ya les dije que nadie...

—¿De verdad nunca lo ha probado? —le interrumpió, tajante, Júpiter—. Utiliza ese lugar como escondite y tiene una salida justo debajo de sus narices, ¿y nunca se le ha pasado por la cabeza la idea de probarlo? No me lo trago.

Janus suspiró, mientras Coralina observaba a Júpiter atónita.

—Sí, inténtenlo —dijo el religioso finalmente—. Sería una buena vía de escape del Vaticano si los remolinos no arrastraran a cualquiera hasta el fondo. Intentamos atravesarlo una vez con una especie de balsa. Yo pude salir del agua, pero a uno de mis compañeros... Le costó la vida —Janus se interrumpió y agitó la cabeza—. No funcionará, créame.

—¿Lo ha intentado con cuerdas?

—¿Quiere ir colgado sobre el agua? —resopló Janus—. ¡No lo dirá en serio!

—¿Lo ha intentado?

—Por supuesto que no. Quizá no haya caído en la cuenta de que no soy deportista de alta competición.

Júpiter cruzó una mirada con Coralina, quien asintió casi imperceptiblemente.

—Coralina y yo podemos hacerlo —dijo él, aunque estaba lejos de encontrarse en forma.

—Han perdido la razón —murmuró Janus.

—Lo conseguiremos —repuso Carolina, saliendo en ayuda de Júpiter—, si nos ayuda. Nos lo debe.

Janus se volvió hacia ellos, furioso, pero cuando vio la determinación en la mirada de los jóvenes, guardó silencio y miró al suelo, pensativo. Finalmente, se dirigió a Cassinelli, que seguía esperándole en la salida del sótano.

—¿Tú qué opinas?

El jardinero encogió sus hombros de buey.

—Deberían intentarlo.

Janus, quien claramente esperaba su apoyo, miró a Cassinelli con rabia en los ojos y le preguntó:

—¿Tienes cuerdas lo suficientemente largas?

Antes de que el jardinero pudiera contestar, Janus se volvió de nuevo hacia Júpiter.

—¿Cómo piensan hacer llegar el extremo de la cuerda al otro lado?

Ahora que la decisión estaba tomada, Júpiter albergaba un coraje renovado. Ya era hora de volverse activo, daba igual cómo terminara todo. Se sentía desinhibido y lleno de energía, como si hubiera tomado demasiada cafeína.

—Había pensado en una ancleta que pudiera arrojarse a mano —dijo él.

—¡Un ancla! —exclamó Janus, con ojos desorbitados—. Pero, ¿dónde se cree que está, por el amor de Dios?

Antes de que Júpiter pudiera replicar, oyeron a Cassinelli revolver entre cajas y sacos en el extremo opuesto del sótano. Unos instantes después, apareció con un rezón oxidado.

—¿Uno como este? —gruñó.

—Exacto —repuso Coralina, sonriente.

—¿De dónde demonios ha salido eso? —bufó Janus al jardinero.

Cassinelli se apoyaba alternativamente en un pie y en otro, nervioso, como si le hubieran sorprendido haciendo algo prohibido.

—Alguien lo arrojó desde el muro exterior. Con una cuerda. Una y otra vez. Nadie llegó a trepar por ella, los guardias actuaron, pero dejaron su equipo aquí, y alguien tenía que recogerlo. Alguno de mis hombres, o yo mismo —agitaba el ancla hacia adelante y hacia atrás—. Lleva aquí un par de años. Colgaba del muro occidental, justo al lado del helipuerto. No había nadie, solo esta cosa ahí tirada —dijo, señalando a una caja—. Tengo más, algunas de treinta o cuarenta años.

Júpiter se colocó tras el jardinero y le golpeó amistosamente en el hombro.

—Hizo muy bien.

Una sonrisa iluminó el rostro de grandes poros del hombre.

—Sogas hay de sobra aquí —volvió el rostro de Júpiter a Coralina—. Es usted muy valiente,
signorina
.

Ella se volvió hacia el hombretón y le estrechó en un fuerte abrazo.

—Muchas gracias,
signore
Cassinelli.

—Aldo —dijo él.

—Aldo... Yo soy Coralina. Y él es Júpiter.

Cassinelli pensó un momento.

—Qué nombre más raro, Júpiter. Como...

—El más importante de los antiguos dioses —completó Júpiter, recordando de pronto las extrañas palabras de Babio: «El más importante de los antiguos dioses, propicia la caída del nuevo».

Janus se volvió hacia él y dirigió una mirada reprobatoria al rezón. Tenía cuatro extremos de acero acabados en garfios.

—Lo único que puedo decir... es que son unos grandísimos insensatos.

Coralina no le hizo caso.

—¿Podría acompañarnos al embalse? —le preguntó a Cassinelli.

—Yo... yo... —repuso el jardinero, sobresaltado.

—Aldo nunca baja hasta allí —les explicó Janus.

—No me gusta la oscuridad —dijo el gigantón, con un hilo de voz—. Prefiero el aire libre. El jardín. Me gustan las plantas y el cielo, las cosas verdes, que crecen y florecen. No bajo.

Júpiter decidió no apremiar a Cassinelli, y un mero vistazo a los ojos de Coralina le bastó para saber que ella pensaba lo mismo que él: ya había demasiada gente metida en esa historia, con consecuencias letales para Babio y Cristoforo. No quería que Cassinelli fuera el próximo.

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