La conspiración del Vaticano (34 page)

BOOK: La conspiración del Vaticano
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Un frío intenso le recorrió el cuerpo, como si hubiera metido los pies en agua helada. En un momento determinado, dejó de sentir las piernas, y la renovada ola de pánico que crecía dentro de él le llevó a cometer un error fatal.

Angustiado y sin aliento, miró hacia abajo.

Vio los retorcidos torrentes bajo sus pies, la densa espuma y la oscuridad del agua, que hacía que el embalse pareciera absolutamente insondable; un mar subterráneo que se extendía hacia el centro de la tierra, cada vez más y más profundo.

De un segundo para otro, Júpiter perdió completamente la capacidad de movimiento. Se quedó paralizado. Colgaba de la cuerda, tenso, con las manos tan entumecidas que parecían gatos hidráulicos, incapaz de moverse, petrificado; helado y rígido por el miedo.

Sintió la voz de Janus a su espalda, como sílabas sueltas entre el rugido de las aguas revueltas, y hasta un momento después la agotada capacidad de percepción de Júpiter no logró desentrañar el significado de sus palabras.

—¡Que vienen! —gritó Janus por segunda vez, y nuevamente necesitó el investigador un par de segundos antes de poder entender lo que se le decía.

Los Adeptos a la Sombra se aproximaban, y estaban tan cerca, que Janus ya podía oírles.

Con parsimonia interminable, Júpiter logró levantar la cabeza. Coralina permanecía a la entrada del acueducto, y le miraba nerviosa. La boca de la joven se abría y se cerraba, pero él no lograba entender lo que decía. Más que preocupada por él, estaba auténticamente aterrada.

La musculatura del alemán parecía hecha de granito. Mientras intentaba girar la cabeza para mirar a su espalda, tuvo la sensación de que el cráneo se le desprendería como una rama congelada, caería y se hundiría en el agua.

Logró, no obstante, echar un vistazo furtivo en dirección a Janus. El religioso estaba atando el extremo del cabo de seguridad de Júpiter a una tubería con movimientos agitados, mientras, cada poco tiempo, se volvía a mirar bruscamente hacia la entrada. Del pasillo surgían destellos de linternas.

A través de su velada capacidad de raciocinio, Júpiter entendió qué pretendía Janus: el sacerdote no tenía más elección que intentar huir, y solo había una vía posible.

—¡No! —jadeó Júpiter—. La soga...

Enmudeció cuando sintió un fuerte tirón a través del cable, que comenzó a columpiarlo sobre la nada. Janus había abandonado la pasarela y se sujetaba con las dos manos sobre el vacío.

—¡Siga! —gimió el religioso, sin fuerzas—. ¡Hágalo... ya!

Algo se encendió en el interior de Júpiter. Era como si hubieran pulsado su interruptor de emergencia particular. Comenzó a avanzar nuevamente, esta vez más rápido y con nuevas fuerzas, aunque la soga se sacudía con violencia porque tenía que soportar el peso añadido de Janus.

Coralina se inclinaba aún más hacia delante e intentaba mantener la cuerda quieta sujetándola con las manos, pero en vano. La soga se balanceaba a izquierda y derecha, a un lado y a otro, y agitaba a los dos hombres que colgaban irremediablemente de ella.

Júpiter vio que la joven volvía a gritarle algo, que trataba de animarle. Los nervios le coloreaban el rostro y la impotencia y la rabia se reflejaban en sus gestos. No podía hacer nada, solo esperar y ver cómo Júpiter y Janus luchaban por sus vidas.

Aún quedaban tres metros.

El investigador vio ante él el rugiente caudal de la cascada. Los pies del alemán se encontraban a algo más de medio metro por debajo de donde pasaron los de Coralina, y el bamboleo de la cuerda aumentaba el riesgo de que el torrente le arrastrara. Tenía que lograrlo, no podía rendirse ni sucumbir al dolor que le atenazaba las manos mientras las cuerdas se le iban clavando en la piel. Intentó doblar un poco las piernas para evitar la corriente.

De pronto, Janus gritó:

—No puedo... más...

La cuerda dio un repentino tirón hacia arriba, ascendió y luego bajó como una cinta elástica y, cuando Júpiter volvió la vista, ya no había nadie allí.

«¡No!».

Miró hacia abajo para presenciar cómo Janus quedaba atrapado en el borde de un torbellino y, con los brazos en alto, comenzaba a dar vueltas cada vez más rápidas sobre sí mismo, como una peonza humana, mientras sus gritos de pánico se perdían en el agua que le cubría la nariz y la boca.

La calma se apoderó de Júpiter por primera vez. Por el rabillo del ojo percibió cómo la pasarela a su espalda se llenaba de figuras, y en la gruta artificial, vagaban luces. Dejó de moverse, miró a Coralina y vio que ella le gritaba y le tendía una mano, todavía a dos metros de distancia, y tomó una decisión. Él aún contaba con el cabo de seguridad, mientras que Janus estaba en manos de la corriente y los remolinos. ¡Tenía que intentarlo!

Cuando su mirada se cruzó con la de Coralina, ella entendió lo que él pretendía.

—¡No! —bramó—. ¡No lo hagas!

Júpiter le dedicó una última sonrisa, después cogió aire y soltó la cuerda.

Creyó oír gritar a Coralina, e intentó retener la imagen de su rostro mientras caía porque pensó que sería hermoso si fuera eso lo último que viera en vida, y entonces sintió el impacto del agua y se dio cuenta de que no estaba preparado, en lo más mínimo, para la terrible fuerza de la corriente que de repente le arrastraba como los percherones que desmembraban a los condenados en las ejecuciones medievales.

El agua estaba mucho más fría de lo que él esperaba, y durante unos segundos fue como si se le parara el corazón, como si toda la vida en él desapareciera. Logró coger aire justo cuando se adentraba en un torbellino. Golpeó algo con las manos, agarró tela, luego un brazo. Vio la nuca de Janus muy cerca de él, después su cara, con los ojos cerrados y la boca muy abierta; los brazos se dejaban llevar, sin fuerzas, por la corriente.

Júpiter gritó cuando sintió que algo le aferraba el pie y tiraba de él, como dedos de agua, el poder del torbellino concentrado. La corriente se llevó a Janus y el investigador gritó su nombre, pero solo logró que se le llenara la boca de agua. Se dio cuenta, entonces, de que se encontraba de nuevo sumergido, rodeado de una negrura dura como el cristal, como un insecto atrapado en ámbar. Una forma más clara pasó ante él; la cara de Janus, abriendo y cerrando la boca. Vio por última vez el brazo extendido del religioso, la mano que le tendía, implorante, aterrorizado. Júpiter, en medio de la corriente, no tenía poder alguno sobre su propio cuerpo, pero a pesar de todo intentó llegar hasta Janus, y casi lo había conseguido, casi sentía la piel fría en la punta de los dedos, se estiró un poco más, cerró la mano... y no agarró nada.

En ese preciso instante, un tirón seco le impulsó hacia arriba, hacia la luz. Parecía casi como si la cuerda del pecho tratara de asfixiarle. Los brazos se le alzaron solos cuando el cabo de seguridad tiró del torso de Júpiter de tal manera que le cortaba las axilas, y tuvo la sensación de que le estaban aplastando como si su cuerpo fuera un tubo de pasta dental.

Intento llamar a Janus una vez más. La boca se le llenó de agua, escupió y casi vomitó, y finalmente vio, en lo que creyó que era un instante interminable, al sacerdote, arrastrado hacia las profundidades, luego empujado hacia fuera, a un lado y a otro, como un guiñapo, con las manos contra la superficie. La mirada agónica del sacerdote se cruzó con la de Júpiter y se mantuvo fija, hasta que la oscuridad se cerró en torno a él y le tragó.

El dolor en el torso de Júpiter quemaba como si hubieran arrojado ácido sobre su pecho y su espalda. Apenas podía respirar, y sus pensamientos resultaban tan confusos que le resultaba imposible diferenciar si tenía los pulmones llenos de agua o si era el cabo el que le estaba asfixiando.

La oscuridad le envolvió, y le sumió en un sueño gélido y mortal. Percibió luces sobre él, figuras brillantes que se deslizaban sobre las piedras y las olas. Entonces, se apagaron, y el frío atravesó su cuerpo, su alma, y congeló su corazón.

Coralina dio un respingo cuando vio a Júpiter perderse en el agua. Parecía narcotizada, y mientras sus dedos finalmente lograban desatar el nudo de su propio cabo de seguridad, daba la impresión de encontrarse en trance. Se estremeció. Estaba entumecida y fría, como si ella también hubiera caído a la gélida corriente del depósito.

Al otro lado del abismo, la pasarela se llenaba de figuras. A la luz de las linternas, percibió vagamente a algunos hombres vestidos con monos negros. Creyó reconocer a Landini, pero no estaba segura. En ese preciso instante le daba completamente igual.

Volvió a mirar al agua. Vio que el cabo de seguridad de Júpiter se ponía tenso. Un instante después, el investigador surgía a la superficie, le embargaba el pánico pero luego recuperaba, aparentemente, el control. Entonces, la cuerda en torno a su pecho le cortó la respiración y perdió el conocimiento.

Numerosas figuras habían ido apareciendo mientras tanto sobre la estrecha cornisa, bajo la cual transcurría la corriente. Coralina observó cómo dos hombres tiraban de Júpiter y lo sacaban del agua.

La ayuda llegó demasiado tarde para Janus, que no volvió a salir a la superficie. Coralina pensó sin querer en lo que él les había dicho la primera vez que habían estado en ese lugar: que la corriente arrastraba a los cadáveres por las tuberías hasta un lugar donde, probablemente, quedaban atascados y se pudrían.

Él nunca le había gustado, y siempre le culpó, al menos parcialmente, del asesinato de la Shuvani, sin embargo, su muerte le afectó profundamente. El religioso no había querido llevarles hasta allí, les había aconsejado que no tomaran ese camino, y a pesar de todo les había ayudado. Ahora estaba muerto.

Su mirada se volvió a Júpiter, que seguía inconsciente, y Landini tuvo que llamarla dos veces por su nombre antes de que ella llegara a darse cuenta. Lentamente, presa de una calma peligrosa, alzó los ojos hacia la pasarela.

—¡No deberían haber hecho eso! —le gritó el albino. Su rostro refulgía a la luz de las linternas—. Deberían haberme escuchado.

Ella intentó responder, pero en su lugar dirigió una mirada llena de odio en dirección a los Adeptos. Vio que Júpiter se movía, solo un brazo, como si estuviera medio dormido, pero al menos indicaba que aún vivía. Quería estar con él, daba igual lo que Landini hiciera con ellos. Quería estar a su lado, cogerle de la mano, mirarle a la cara cuando recuperara el sentido.

Los hombres de Landini cortaron la cuerda. El extremo libre revoloteó hacia el abismo como una serpentina, y comenzó a agitarse violentamente cuando la corriente lo atrapó y comenzó a tirar del rezón a los pies de Coralina.

El camino de vuelta era inviable. Solo le quedaba la opción de continuar por el túnel, adentrarse en la oscuridad y, con suerte, dar con una salida en algún punto del alcantarillado.

Habían perdido, ahora estaba segura. Los Adeptos tenían el fragmento, tenían a Júpiter y Janus había muerto. ¿Cuánto tardarían en hacerse con la plancha? Ahora solo podía buscar apoyo entre las monjas del convento pero, ¿cuánto tardaría el cónclave de conspiradores en descubrir también ese secreto? Quizá torturaran a Júpiter para sonsacarle la verdad. Coralina no se lo reprocharía si lo contaba todo: ella misma les habría revelado a los Adeptos el escondite del maldito fragmento, solo para verse libre de la carga que suponía, sin importar lo que sucediera después. Habían fracasado estrepitosamente, tanto que era imposible haberlo hecho peor. Lo habían puesto todo en juego, incluso vidas ajenas, y todo lo habían perdido.

Lanzó a Landini una última mirada y esperó hasta estar segura de que aquellos hombres se llevaban a Júpiter hacia la gruta, hacia el laberinto de túneles y galerías.

Entonces, se dio la vuelta, sin escuchar las amenazas del albino y avanzó siguiendo las luces de su linterna. A su lado, la furiosa corriente del agua; ante ella, tan solo la oscuridad, fría como la muerte en una noche de invierno.

Revelaciones

La superficie la recibió con el ruidoso ajetreo de una ciudad que poco a poco despierta de su sueño. Hacia el este, el cielo se teñía con tonos propios del pan de oro corroído; en apenas media hora, saldría el sol. Un pálido resplandor cubría las esquinas de las casas, las cúpulas, las torres y las terrazas. Las primeras bocinas atronaban el alba, junto con el rugido de las vespas y el llanto de los bebés tras las ventanas abiertas.

Coralina no podía salir de las bocas de las alcantarillas ni sacar las manos por las rejillas de los desagües si quería pasar desapercibida, así que se limitó a subir por una escalerilla que partía del amplio canal que había seguido durante los últimos veinte minutos y se encontró con el amanecer que, en un principio, le pareció una ilusión, una más en la larga lista de falsas esperanzas creadas por los Adeptos.

Llegó a una puerta enrejada, cerrada únicamente con un alambre enroscado. Se rompió dos uñas intentando abrirlo, hasta que finalmente lo consiguió. Le sangraba uno de los dedos, pero ella no prestaba atención al dolor.

La puerta cayó formando un arco sobre una de las franjas adoquinadas que flanqueaban la orilla del Tíber. A su izquierda, se alzaba el muro que bordeaba el cauce, y tras ella, se oía el ruido de los automóviles, de las vespas, del llanto de los niños. Ese era el mundo que conocía. Había vuelto y estaba viva, pero le traía sin cuidado.

Solo podía pensar en Júpiter, en la expresión de su cara cuando se precipitó al vacío para rescatar a Janus. Todo para nada. Todas esas muertes, incluso el sacrificio de Júpiter había sido en vano. Ahora él era prisionero de los Adeptos, y Janus había pasado a mejor vida.

Subió penosamente los escalones hasta la calle. Se sentía perdida y sola. ¿A dónde podría ir? ¿Quién la ayudaría? Habría podido ir a la policía, pero dudaba de que nadie la creyera. No tenía ninguna prueba y habría tenido que admitir que el origen de toda la situación había sido un robo que ella misma había cometido. Además, temía que las conexiones de los Adeptos se extendieran a las autoridades. Ya no confiaba en nadie. Incluso la Shuvani la había engañado escondiendo el fragmento.

La Shuvani...

Lo primero que tenía que hacer Coralina era descubrir qué había sido de ella, pero no tenía ni idea de a qué hospital podían haber llevado a la anciana.

Encontró una cabina telefónica en la Piazza Cinque Giornate; en su destrozado listín telefónico había una relación de todas las clínicas romanas. Siempre había llevado encima su monedero, por lo que, con el dinero que le quedaba, pudo ir a un quiosco a comprar una tarjeta telefónica y, seguidamente, se puso a marcar uno por uno los números de todos los hospitales. Nadie conocía el nombre de la Shuvani, ni sabía nada de su apelativo. Coralina acabó desesperándose con aquellas conversaciones, por lo que finalmente admitió que su intento no tenía sentido. Los Adeptos habían seleccionado el lugar en el que habrían ingresado a la anciana gitana, y se habrían preocupado de que su nombre no apareciera en ninguna lista de pacientes. El hecho de que Janus la hubiera encontrado donde lo hizo debió de entrar dentro de los planes de Estacado para poder escuchar la conversación entre ella y Coralina. Los Adeptos habían estado todo el tiempo un paso por delante de ellos.

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