La conspiración del Vaticano (36 page)

BOOK: La conspiración del Vaticano
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«El mismo zapato que aplastaba hormigas frente a la iglesia de Piranesi».

Y chocó después sobre el duro suelo cuando apartó el pie de debajo de su cráneo.

Landini dijo algo más, esta vez al chófer, y a través del centelleante polvo cristalino, vio Júpiter cómo ambos se dirigían a la puerta y se disolvían como si les derritiera una lluvia acida.

La puerta se cerró, estaba solo.

Solo en una charca de vino regurgitado, prácticamente incapaz de moverse por el mareo. Solo podía bambolearse mientras una nueva fuente de vino surgía de su faringe, empapándole la ropa y cubriéndole la piel.

Su piel...

Los sarpullidos de su pecho estallaron y se desperdigaron en todas direcciones, corroyéndole los miembros y ascendiendo por la garganta hasta las mejillas, la frente, el cuero cabelludo.

Júpiter gritó como un demente. Entonces, se clavó las uñas en la piel reblandecida y comenzó a arrancársela a jirones.

El resplandeciente cielo matinal se reflejaba en el escaparate de la tienda, pero Coralina vio en él algo muy distinto. Algunos libros de los colocados en exposición no pertenecían a ese lugar, estaban tirados de cualquier manera, cruzándose entre sí, descolocados, como si en la parte posterior del comercio hubiera explotado una bomba.

El cristal de la puerta, abierta, estaba roto.

Un escalofrío recorrió a Coralina cuando colocó cuidadosamente la mano sobre el picaporte. La empujó y esta vibró y se agitó hacia adentro. El marco siguió una vía de cristales rotos que crujían a su paso, hasta que dio con un fragmento mayor y se atascó. El espacio resultante era lo suficientemente ancho como para permitir el paso de Coralina.

Había sufrido lo suficiente durante las últimas horas como para que la visión de la tienda devastada pudiera afectarla. Estaba furiosa y triste, pero no tenía miedo. Alguien había tirado de los estantes la mayor parte de los libros, e incluso algunas librerías estaban derribadas. Había hojas sueltas desperdigadas por todas partes y los cajones estaban desencajados.

La caja estaba abierta y vacía, probablemente para fingir un robo de cara a la policía.

En contra de su sentido común, Coralina llamó a la Shuvani en voz alta, bordeó los libros del suelo hasta llegar a la escalera y subió al primer piso. El panorama arriba era similar: habían registrado todo con minuciosidad, por lo que habrían descubierto el hueco bajo el cofre.

Subió un poco más arriba, a la cocina, la salita y el dormitorio. Todo estaba revuelto, aunque con menos énfasis. En comparación con el caos de la tienda, aquel desorden apenas resultaba grave.

La Shuvani no estaba en ninguna parte.

Coralina volvió a bajar. Cuando llegó a la planta baja, se dio cuenta de algo de lo que no se había percatado antes. Del sótano llegaban ruidos, ligeros rumores y chapoteos, como una versión reducida del depósito bajo el Vaticano.

Llegó a la escalera de la bodega y se quedó de una pieza.

Estaba inundada.

Calculó que el agua le llegaría, por lo menos, hasta la cadera. Sobre la oscura superficie flotaban sus papeles y documentos, los bocetos de sus restauraciones, sus cartas, faxes, carpetas de su época de estudiante.

El agua surgía chapoteante de las destrozadas cañerías que surcaban el techo del sótano y que, tras su regreso de Florencia, había pintado de rojo oscuro.

Se dejó caer de espaldas sobre los escalones, escondió la cara en las manos y, por primera vez desde su huida del Vaticano, se echó a llorar. Dejó que las lágrimas cayeran con libertad y sollozó de forma incontrolable. Lloró por Júpiter, por la Shuvani, por su propio destino. No había esperanza, daba igual lo que hiciera para arreglar las cosas. No había ninguna oportunidad ni opción de salvación.

Tras un par de minutos, logró controlar un poco las lágrimas, y decidió poner sus ideas en orden. La destrucción de las cañerías había sido algo más que un acto de hostilidad. Los Adeptos habían considerado que había algo allí abajo que debían destruir. No se fiaban de Coralina. No sabían cuánto había descubierto y qué datos habría podido almacenar en papel o quizá en su ordenador.

Con ello en mente, recordó de repente el CD de Fabio. Lo había arrojado por la ventana que utilizaba como buzón. De allí, habría caído directamente sobre el escritorio, que ahora mismo se encontraría bajo el agua. Por lo tanto, tendría que intentar recuperar el disco, aunque solo fuera para poder echarle un vistazo.

El agua, que le llegaba por las rodillas, estaba helada. Cogió la linterna de Janus y la encendió. El sótano estaba completamente a oscuras, salvo por un tenue resplandor procedente de las ventanas. Se encontraban por debajo del nivel de la calle, y el sol de la mañana aún no había ascendido lo suficiente como para inundar de luz la franja de los ventanucos. El grisáceo brillo del amanecer alcanzaba solo a las habitaciones posteriores, las anteriores seguían sumidas en la tiniebla.

Estaba segura de que no encontraría a nadie allí. ¿Quién podría estarla esperando metido en agua fría? Sin embargo, la idea de penetrar en las habitaciones inundadas le horrorizaba. El chapoteo del agua procedente de las tuberías destrozadas amortiguaba cualquier otro sonido, por lo que no oiría nada si alguien se le acercaba.

Vadeó dos o tres metros más, hasta que el agua le llegó al ombligo. Se le puso la piel de gallina, pero la tensión que sentía se debía poco al efecto del frío. Apenas se podía ver nada que se encontrara sumergido siquiera a un palmo de profundidad con aquella tenue luz. No le habría supuesto gran diferencia estar luchando por cruzar la masa densa de un depósito de petróleo. Durante unos instantes, jugueteó con la idea de bucear para avanzar más rápido, pero por alguna razón le inquietaba la perspectiva de perder el contacto con el suelo... quizá porque la idea de nadar por el sótano de su casa, su sótano, era demasiado extraña, demasiado incoherente.

Lentamente vadeó toda la longitud del pasillo. La resistencia del agua era mayor de lo que esperaba, sus pasos se sucedían a cámara lenta.

De pronto, se golpeó la rodilla contra el borde de una vieja arca. El dolor se propagó por toda la pierna y perdió el equilibrio. Trató instintivamente de apoyarse en algo, pero solo logró que se le cayera la linterna. Sintió cómo se le resbalaban las extremidades, cómo se le levantaban los pies, se inclinaba y, unos segundos después, ya estaba sumergida. Furiosa, miró a su alrededor y vio el descolorido resplandor de la linterna brillando bajo la superficie. Ese modelo en concreto era resistente al agua, pero eso no cambiaba el hecho de que se encontrara a un metro de profundidad. Coralina tendría que sumergirse para recuperarla.

Miró hacia arriba, a la puerta de su cuarto de trabajo, mientras musitaba una maldición. Al otro lado, la oscuridad era tal que apenas le quedaron esperanzas de encontrar el CD, mucho menos si el agua lo había arrastrado hasta alguna esquina de la habitación.

No, no tenía elección. Tendría que volver a por la maldita linterna.

Volvió a mirar a las tinieblas una vez más, después cogió aire y se sumergió. Abrió los ojos bajo el agua con la esperanza de poder reconocer algo a su alrededor, pero las nebulosas siluetas negras que la rodeaban no lograron más que inquietarla. Se agachó hasta que dio con la fuente de la luz. El borboteo de la superficie sonaba sordo y lejano allí abajo. Conocía cada centímetro cuadrado de aquel pasillo, de toda la bodega, y sin embargo aquel espacio le resultaba extraño, como si hubiera saltado a otra dimensión en el que un lugar conocido se volviera ajeno, amenazador.

Aferró la linterna con la mano derecha, tiró con fuerza y saltó a la superficie sacando la cabeza y el pecho. No había estado mucho tiempo sumergida ni había llegado a perder todo el aire, y sin embargo, los pocos segundos allí abajo habían sido más terroríficos que la visión del sótano inundado o la oscuridad de la habitación. Durante un breve instante tuvo la sensación de haberse sumergido a una profundidad mucho mayor, lo que reavivó el recuerdo de la caída de los dos hombres al embalse, el recuerdo de Janus, hundiéndose en el depósito sin fondo; de Júpiter, yendo a su rescate.

Tembló, y no solo por el frío. Contuvo penosamente un nuevo ataque de pánico y puso rumbo a la sala y al cuarto de trabajo. El pequeño cono de luz encontró también aquí, entre la oscuridad, folios y documentos arrastrados, como las hojas de una planta, flotando como un nenúfar. El agua que surgía a borbotones de las cañerías provocaba remolinos que parecían brotar por todas partes. Por allí, los esbozos a tinta que seguían enteros en las paredes pendulaban con movimientos suaves, como el duro revoloteo de un telón de papel blanco. La ventana seguía inclinada en el mismo ángulo que antaño, pero el escritorio estaba cubierto de agua y no se llegaba a vislumbrar a simple vista. Tan solo los objetos arrastrados por la corriente delataban su emplazamiento.

La torre del ordenador de Coralina estaba situada sobre la mesa, con su parte superior sobresaliendo del agua como el campanario del templo de una ciudad sumergida. Del monitor solo podía apreciarse una pequeña franja.

Coralina avanzó hacia la habitación cuando de repente...

¡Un ruido a su espalda! Se volvió rápidamente, pero no había nada, tan solo el murmullo del agua crepitante, combinado con goteos, chasquidos y borboteos.

Sin embargo, ¿no había sido una voz lo que había oído? Volvió a la puerta y miró por el pasillo. No se atrevió a enfocar la linterna hacia las escaleras, por miedo a que alguien en la planta superior pudiera verlo.

Con cuidado, regresó a la habitación. En caso de que hubiera alguien arriba, con toda seguridad rebuscaría primero en las plantas secas, por lo que aún le quedaba algo de tiempo. Si se equivocaba, y no había nadie, mucho mejor. En cualquier caso ya era hora de acabar con todo aquello.

Palpó con timidez el escritorio sumergido, sintiendo la superficie del mismo con las puntas de los dedos. Había una pesada estilográfica, una perforadora, un rollo vacío de cinta adhesiva. El punto en el que solían caer las cartas estaba vacío, con la excepción de un grueso sobre que había absorbido agua como una esponja. Estaba blando y flexible, por lo que no contenía ningún CD-ROM.

Sostuvo la linterna sobre el escritorio y trató de distinguir más objetos bajo el agua. El teclado del ordenador, el ratón, un archivador de plástico vacío, un abrecartas plateado. Ni rastro del CD de Fabio. Si le conocía bien, lo habría lanzado por la ventana sin sobre ni funda, ni siquiera metido en una bolsa de plástico. Realizó movimientos en espiral con el cono luminoso, abriendo el círculo cada vez más, hasta que sobrepasó los bordes del escritorio y la nada vecina se tragó la luz, que no llegaba hasta el suelo. Coralina iba a volverse a registrar los objetos que arrastraba el agua cuando, de repente, reparó en un brillo. Algo que reflejaba la luz, plateado y llamativo, justo delante de ella.

Bien. Ya lo había hecho una vez, podía volver a hacerlo. Iluminó la zona del suelo en la que había visto el resplandor a modo de prueba, pero no logró volver a captarlo.

«Habrá sido un pececillo», pensó, en un ataque de humor histérico. El reflejo de la luz sobre las escamas plateadas. Agua... Peces. Endiabladamente divertido.

Respiró hondo un par de veces y se arrodilló, sumergiéndose. El agua deformaba la perspectiva de buena parte del escritorio y los objetos de su alrededor. Agitó la linterna de un lado para otro con la esperanza de captar el mismo resplandor, en algún punto entre las patas de la mesa.

En un primer intento no encontró más que papeles reblandecidos y los restos pasados por agua de una tableta de chocolate. Salió a la superficie, cogió aire y volvió a sumergirse.

La segunda vez tuvo más éxito. El foco dio con una circunferencia plateada sobre el suelo. Coralina alargó el brazo, sintió la lisa superficie de plástico y lo cogió. Despacio, para no hacer mucho ruido al emerger, salió a la superficie y respiró.

—¡Sí! —susurró, sujetando triunfalmente con la mano el disco mientras lo iluminaba con la linterna. Era un CD limpio, sin rotular por ninguno de los dos lados, absolutamente insignificante y anodino.

Cuando se volvió hacia la puerta, se encontró a un hombre en ella.

Coralina se asustó tanto que casi se le vuelve a caer el disco, pero no tardó en alzar la linterna como si fuera un arma y apuntó con ella a la figura del marco. Había unos tres metros de distancia entre ellos.

El desconocido estaba sumergido hasta el estómago en el agua. Parpadeó y se protegió los ojos con una mano, cuando el haz de luz le dio en el rostro. Tenía el pelo oscuro y aspecto demacrado, y el mentón y las mejillas cubiertos de puntos rojos, como los de alguien que se ha afeitado por primera vez en mucho tiempo. No tenía aspecto amenazador, eran más bien las circunstancias y el entorno inquietante lo que le llevaba a desconfiar de él. Si se lo hubiera encontrado por la calle, habría sentido más compasión que miedo del extraño, sin embargo, allí abajo, unido a lo inesperado de su aparición, no pudo evitar sentirse aterrada.

—¿Quién es usted? —preguntó la joven, mientras metía la mano izquierda con el CD debajo del agua e introducía este en el bolsillo de su pantalón, para después palpar el escritorio a su espalda. Antes de que su interlocutor pudiera responder, Coralina logró agarrar el abrecartas, alzarlo provocando una fuente de agua y amenazar con él al extraño como si fuera un cuchillo.

—Yo... yo he visto la luz —murmuró el hombre en voz baja, con aspecto de estar casi tan asustado como Coralina—. La puerta... arriba... estaba abierta. Busco a alguien.

—¿Sí? —replicó ella, con desconfianza—. ¿A quién?

—A un hombre. Un extranjero. Él... me dio esto —sacó un pedacito de papel del bolsillo de su sucia camisa—. El nombre que pone... ¿es el suyo?

Coralina dio un paso lento hacia el hombre. Reconoció su tarjeta de visita.

—Aún no me ha dicho quién es usted.

—Me llamo Santino.

Coralina recordaba haber oído ese nombre con anterioridad.

—¿El monje capuchino? —dijo la joven, mientras le examinaba sin tapujos—. ¿El de la casa de Cristoforo?

Santino asintió.

—No conozco el nombre del hombre que me dio la tarjeta —respondió, parpadeando de nuevo—. ¿Podría... si no es molestia... apartar la luz de la linterna? Me está dejando ciego.

—Júpiter —añadió Coralina.

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