Un finlandés dijo a un polaco tripulante de la
Surprise
, Jackruski, que había un gran grupo de hombres encabezado por dos tipos pendencieros que decían que los oficiales de la
Norfolk
, además de perder su fragata y fracasar en su misión, habían perdido autoridad, y que por esa razón los oficiales tenían dificultades para mantener la disciplina, sobre todo porque el contramaestre de la
Norfolk
yel severo primer oficial, a quien todos temían, se habían ahogado.
Pero esas voces eran de Martin y Butcher, que andaban juntos por un sendero. Butcher había ido a visitar al doctor Maturin y a dar un mensaje del capitán Palmer al capitán Aubrey. Dijo que el capitán Palmer le presentaba sus respetos y le recordaba al capitán Aubrey que el riachuelo marcaba el límite entre los territorios de los dos bandos, con excepción de la parte de la desembocadura que estaba en el lado que pertenecía a los tripulantes de la
Surprisey
por la cual los de la
Norfolk
pasarían sin ser molestados para llegar al extremo de la parte oriental del arrecife. También dijo que el capitán Palmer estaba preocupado porque a un pequeño grupo de sus hombres les había hecho retroceder gritándoles y arrojándoles algas marinas, y que esperaba que el capitán Aubrey tomara inmediatamente las medidas oportunas para evitar eso.
Por favor —dijo Jack—, presente mis respetos al capitán Palmer y dígale que eso no fue un juego y que los culpables serán castigados y que, si lo desea, puede mandar a un oficial a presenciar el castigo. Además, dígale que lo lamento y que no volverá a ocurrir.
Stephen —dijo cuando se quedaron solos—, apóyate en mi brazo y vamos hasta el lugar más alto de la isla, adonde no has ido todavía. Hay una parte plana al borde del acantilado y desde allí la vista es espléndida.
Encantado —aceptó Stephen—. Y quizás en el camino pueda ver el rascón que no podía volar del que habló Martin. Pero es probable que me tengas que bajar sobre tu espalda, porque mis piernas están muy débiles todavía.
El rascón que no podía volar fue arrastrándose hasta detrás de un arbusto cuando oyó que los fuertes pasos del capitán Aubrey se aproximaban. Cuando ambos llegaron por fin a la plataforma de roca volcánica pudieron ver una parte del mar salpicada de blanco, de una extensión de unas treinta millas, en la que había dos bandadas de ballenas, una al norte y otra al sur, y la parte de sotavento de la isla, por donde corrían las oscuras y turbulentas aguas del riachuelo y agitaban las de la turbia laguna. Vieron también la blanca línea que formaba el arrecife y a muchos hombres que parecían tener las piernas cortas caminando por la arena.
El señor Lamb y dos de sus ayudantes estaban dando los toques finales a una pequeña casa que habían empezado a construir para ellos el desafortunado domingo, cuando esperaban la fragata y no llegó.
El joven carpintero de la
Norfolk
había salido de entre los árboles y, en tono amable, les saludó:
¿Cómo estáis, compañeros?
Bien —contestaron todos en tono apático, dejando a un lado sus herramientas y mirándole con indiferencia.
Es posible que haya una tormenta esta noche, aunque hasta ahora ha hecho buen tiempo y no podemos quejarnos.
Los tripulantes de la
Surprise
no quisieron hacer ningún comentario sobre eso, y después de unos momentos, el carpintero de la
Norfolk
continuó:
¿Podrían prestarme una sierra? La mía se hundió con la fragata.
No, compañero —respondió Lamb—. ¿Y sabes por qué? En primer lugar, porque nunca le presto las herramientas a nadie, y en segundo lugar, porque eso sería ayudar a los enemigos del rey y me colgarían de un penol si lo hiciera. ¡Que Dios se apiade de ti! ¡Amén!
Pero la guerra terminó —dijo el carpintero de la
Norfolk.
Eso se lo dices a otro, listo —dijo el señor Lamb, poniéndose el índice derecho junto a la nariz—. Yo no nací ayer.
El jueves me encontré a tu ayudante en el bosque, debajo de un árbol del fruto del pan —dijo el carpintero de la
Norfolk
señalando a Henry Choles.
Sí, debajo de un árbol del fruto del pan —dijo Choles, asintiendo con la cabeza—. Se le habían caído tres ramas tan gruesas como el palo mayor.
Y los dos nos saludamos y nos felicitamos porque se había firmado la paz. El cree que hay paz y es cierto.
Henry Choles es un buen carpintero y un hombre honesto —dijo el señor Lamb, mirándole fijamente—, pero el único problema que tiene es que nació en Surrey, y no hace mucho tiempo. Joven —dijo en tono amable, volviéndose hacia el carpintero de la
Norfolk—
, yo navego desde antes que usted dejara de mojarse los pantalones y en tiempo de paz nunca he visto a los marineros comportarse como sus compañeros. Creo que eso es mentira y que nos la han dicho para que no les apresemos, para que les dejemos marcharse a su país y perdamos la recompensa por su captura.
Stephen —dijo Jack, dándole su telescopio de bolsillo—, si miras a este lado del horizonte que estoy señalando verás una franja de espuma que se extiende hacia la derecha. Creo que esos son los islotes de que nos hablaron. Sería horrible navegar con ellos por sotavento de noche. Desde aquí habría que navegar con rumbo norte medio día con vientos como éste.
Los vientos a que se refería eran los cálidos vientos alisios, que formaban remolinos alrededor de la resguardada plataforma y silbaban al pasar por entre las colinas que estaban detrás; soplaban con una intensidad que permitía a cualquier barco llevar las juanetes desplegadas.
Sin embargo —continuó—, lo que realmente quería decir era esto: tengo la intención de alargar la lancha para llevarla hasta Hiva-Oa. Tengo que hacerlo muy pronto, pues de lo contrario, nos quedaremos sin ella. La animadversión aumenta cada vez más, y cuando ya no haya alimentos en la isla, obviamente, será todavía mayor. No creo que Palmer pueda controlar a sus hombres, y los antiguos tripulantes de la
Hermione
tienen aún más motivos que ellos para matarnos, sobre todo porque Haines les ha abandonado y saben que les ha delatado. Cada día que la
Surprise
tarda en aparecer se envalentonan más.
¿Por qué quieres alargar la lancha?
Para que todos quepan en ella. Ya estaba llena cuando te bajamos a tierra. Además, hay que alargarla para navegar en alta mar.
¿Tardarás mucho tiempo?
Creo que menos de una semana.
¿Has pensado que ellos nos la podrían quitar cuando la hayas alargado o incluso antes? Sé que también ellos quieren ir a Hiva-Oa para traer un ballenero para que se lleve a sus amigos, aunque espero que Dios no lo permita.
Lo he pensado, pero no creo que se decidan a hacerlo antes que empecemos el trabajo. Si trabajamos rápido, podremos encontrar algún medio de disuadirles de que lo hagan cuando terminemos. Lo que más me preocupa son las provisiones; necesitamos muchas porque seguramente el viaje será muy largo, ya que no tengo instrumentos. Tenemos toneles de agua para dos semanas si consumimos poca y espero que podamos encontrar unos quinientos cocos, pero no tenemos comida. Pensaba desecar el pescado que consiguiéramos, como hicimos en la isla Juan Fernández, pero no hemos podido pescar ninguno. ¿Tienes alguna sugerencia? ¿Médula de helechos? ¿Raíces? ¿Cortezas? ¿Hojas carnosas?
Pasamos por delante de unos boniatos raquíticos cuando subíamos. Te llamé, pero tú estabas mucho más adelante, jadeando, y no me oíste. Desgraciadamente, no se desarrollan bien aquí, lo mismo que le ocurre al cangrejo de tierra, y creo que lo mejor sería alimentarnos de tiburones. No tienen un sabor muy agradable y su aspecto es horrible, pero su carne, como la de la mayoría de los selacios, es sana y nutritiva. Se pueden pescar fácilmente y, en mi opinión, se les debe cortar el lomo en tiras largas y finas y luego esas tiras se deben secar y ahumar.
Pero, Stephen —dijo Jack, mirando hacia el barco hundido—, piensa en cuál ha sido su alimento.
No podemos ser escrupulosos, amigo mío. Todas las plantas de la tierra, en alguna medida, tienen una parte de los innumerables muertos que ha habido desde los tiempos de Adán, y todos los peces del mar tienen una parte grande o pequeña de todos los marineros ahogados. De todos modos —añadió al ver el gesto de asco de Jack—, los tiburones son como los petirrojos, ¿sabes?, defienden su territorio ferozmente, y si pescamos uno al otro lado del canal, nadie podrá acusarnos de ser antropófagos.
Bueno —dijo Jack—. Sin embargo, yo estoy demasiado gordo. Por favor, enséñame los boniatos.
Los boniatos estaban en la ladera de la colina más alta de la isla. El sendero que llevaba a la plataforma rodeaba la parte inferior de una cascada, y allí Stephen, después de quitar algunas piedras, le mostró varios tallos y hojas y un solo tubérculo de una forma extraña.
No crecen bien aquí, los pobres. Lo que necesitan no es tierra reseca sino muy húmeda. Pero si subes hasta allí, es posible que encuentres los padres de estas raquíticas plantas, que seguramente tendrán grandes tallos y raíces porque crecen en un cráter, un territorio del que han salido todas ellas. Yo te esperaré aquí porque estoy muy débil. Si encuentras algunos insectos, mételos dentro de tu pañuelo, por favor.
Stephen se sentó y unos momentos después, con emoción y con la misma alegría que sentía cuando era niño, vio que el rascón que no podía volar caminaba hasta un claro del bosque. Lo vio extender una de sus hermosas pero inútiles alas, rascarse, bostezar y luego seguir andando, y él volvió a respirar tranquilamente.
Jack subió por las rocas, recogiendo boniatos de vez en cuando. Donde nacían las plantas, los boniatos eran más raquíticos y de formas más extrañas, y se parecían a las patatas que él cultivaba en su huerto. Pero siguió subiendo, animado por la idea de Stephen de que en lo alto había un cráter y porque recordaba haber visto otras veces inmensos tubérculos que eran insípidos, pero que podían alimentar a toda la tripulación de la lancha. La cima era mucho más alta de lo que pensaba, y la lluvia torrencial que había caído recientemente había bloqueado la salida del cráter y lo había convertido en un lago, de modo que los enormes boniatos estaban bajo diez pies de agua pútrida. Pero al llegar a esa gran altura pudo ver una mayor extensión del océano. Se sentó para recobrar el aliento y miró hacia el arrecife que había al oeste, es decir, la cadena de islotes sumergidos. El horizonte estaba mucho más allá de ellos, y ahora podía verlos mejor y pudo comprobar sus dimensiones. Era realmente un enorme arrecife, y él no pudo ver ningún canal para atravesarlo. Se obligó a ser objetivo y analítico y calculó las posibilidades que tenía la
Surprise
de bordearlo aquella desafortunada noche. La proporción era de tres a una, y las lágrimas asomaron a sus ojos. La parte más peligrosa era la que estaba al norte y en la que había varios atolones. Miró hacia allí y pasó la vista por todo su campo visual, le pareció ver algo oscuro y cogió su telescopio. Era algo oscuro, un barco. Se tumbó en el suelo, apoyó el telescopio sobre una roca y se cubrió la cabeza con su chaqueta para evitar que le diera la luz del exterior. Supo enseguida que no era la
Surprise
, pero, hasta después de observarla atentamente diez minutos o un cuarto de hora, no tuvo la seguridad de que era un ballenero norteamericano que navegaba con rumbo sur. El barco estaba al oeste del inmenso arrecife, y si tenía intención de llegar a la isla tendría que bordearlo y luego virar, pero a menos que el viento aumentara, tardaría una semana en llegar. Calculó su posición y descendió por la ladera.
Discúlpame, Stephen —dijo—, pero tengo que ir corriendo al campamento. No hay ni un momento que perder. Sígueme al paso que puedas.
Señor Lamb —dijo en tono amable, después de recobrar el aliento—, quiero hablar con usted.
Empezaron a caminar por la línea que indicaba el nivel más alto de la marea.
Quiero alargar la lancha ocho pies para que podamos ir todos en ella a Hiva-Oa, donde probablemente encontremos la fragata. ¿Puede hacerlo con las herramientas y los materiales que tiene?
Sí, señor. A menos de cincuenta yardas de la orilla podemos cortar algunos troncos que sirven para cuadernas y barraganetes.
Quiero que lo haga enseguida, con la madera que tiene. No hay ni un momento que perder.
Bueno, señor, creo que podré, pero eso significará derribar la cabaña del doctor.
Le pondremos en una tienda. Pero antes de alargar la lancha debemos armarnos. ¿Podría convertir algunos maderos en picas sin que eso perjudique el trabajo?
El carpintero estuvo pensando unos momentos.
No puedo hacer hachas, porque debo mantener mis sierras en buen estado, pero puedo hacer picas. ¡Podría armar a las huestes de Midian si lo desea, señor! —exclamó, riéndose—. Eché un montón de clavos de diez pulgadas en la lancha y Henry Choles, pensando que me había olvidado de hacerlo, echó otro. Si se aplasta la cabeza de los clavos de diez pulgadas, se retuercen en el yunque, se calientan al rojo vivo y después se sumergen en agua, podemos hacer buenas picas. No serán como las de la Torre de Londres, pero tendrán puntas de seis pulgadas, y debido a eso tendrá poca importancia si son de Londres o locales.
¿Tiene yunque y fragua aquí?
No, señor, pero puedo hacer una fragua entre un par de rocas y usar esas piedras negras para formar un yunque. Sam Johnson, el ayudante del armero, que es el primer remero, es la persona apropiada para ese trabajo. Trabajó durante mucho tiempo con un cuchillero y es muy cuidadoso.
Estupendo, estupendo. Entonces nos pondremos enseguida a hacer cuadernas y las picas. Veinte serán suficientes, porque yo tengo un sable y Blakeney tiene una daga y una pistola y seguramente no necesitará ninguna, y no creo que al señor Martin le parezca bien usar una. También necesitaremos anzuelos para pescar tiburones y los ataremos a todas las cadenas que podamos. Es mejor hacerlos antes que las picas, y es probable que den color a la luz de la fragua. Pero, señor Lamb, hágalo todo lo más discretamente posible, entre los árboles. Iremos a pescar en la lancha en cuanto los anzuelos estén listos y necesitaremos alguna armazón para secar y ahumar unas cuatrocientas libras de carne de tiburón cortada en tiras. También hay que asegurarse de que los toneles de agua no se salen. No quiero que se sienta agobiado, señor Lamb, pero no hay ni un momento que perder y todos los marineros deben trabajar doble turno.