—Debes tratar a tu esposo como a un invitado —dijo—. Una buena anfitriona aprende a conocer por anticipado los deseos de sus invitados, y a satisfacerlos.
—Pero Degas no tiene deseos —dijo Emília, y su voz se quebró—. No puedo complacerlos.
Una vez más, Dulce acarició una de las piezas de tela.
—Ningún hombre sabe lo que prefiere. Especialmente Degas. Se deja arrastrar por malas influencias, como ese Felipe. Pero ahora tú eres su esposa; debes ejercer tu influencia sobre él. El trabajo de una mujer es entrenar a su esposo para que tenga preferencias… y poder practicar el arte de satisfacerlas. Una esposa se vuelve indispensable de ese modo.
La modista interrumpió la conversación llamándolas para que volvieran a la tarima para tomar medidas. Doña Dulce exhibió una amplia sonrisa a aquella mujer, luciendo cada uno de sus pequeños e inmaculados dientes.
Tres semanas después de visitar el taller, Emília recibió su colección de vestidos de colores beis, marrón y gris. Doña Dulce también había supervisado la compra de dos pares de zapatitos de tacón bajo —uno negro, otro marrón— con cordones. Había encargado un quitasol negro de seda y un sombrero de ala ancha con cintas de gros intercambiables, para combinar con sus vestidos. Emília pensó en dejar el espantoso sombrero en el patio, a merced de las tortugas. Pensó en distraer a la criada de piel arrugada para que se descuidara con las brasas que soltaba su plancha al repasar los vestidos. Pero al final no se atrevía: el lino de los vestidos era costoso; el sombrero, refinado, y el cuero de los zapatos, el más suave que había poseído. Si no podía tener ropa elegante, al menos disponía de prendas de buena calidad.
Ese día, en lugar de llevar a Emília al salón de los espejos para su lección vespertina, doña Dulce le ordenó que se pusiera un vestido nuevo y se recogiera el cabello.
—Debemos poner en práctica lo que has aprendido —dijo doña Dulce.
El calor de la tarde se había mitigado cuando llegaron a la plaza del Derby. La brisa del mar refrescaba el aire. Los tranvías ya no tocaban sus campanas. Los pocos vendedores ambulantes que daban vueltas alrededor del parque ya habían vendido la mayor parte de sus hortalizas o sus escobas, y estaban casi silenciosos. El horizonte se hallaba poblado de cables negros de tranvías que se entrecruzaban, y esa visión recordaba a la joven los juegos con cordeles entrelazados entre los dedos que Luzia y ella solían hacer de niñas. Mansiones más grandes y más hermosas que la casa de los Coelho rodeaban el parque. En el extremo más lejano se alzaba el cuartel general de la Policía Militar, con su inmensa cúpula blanca. Emília y Dulce comenzaron su paseo por el sinuoso sendero del parque.
Otras mujeres, algunas jóvenes, otras ancianas, todas bien vestidas, caminaban en parejas o se sentaban de manera recatada sobre los bancos de hierro forjado. Cuando Dulce y Emília pasaban, las mujeres sonreían o asentían cortésmente con la cabeza. Luego, como si hubiera un acuerdo tácito entre todas ellas, guardaban silencio hasta que ambas quedaban fuera de su vista. Sólo entonces inclinaban la cabeza entre ellas y murmuraban.
Doña Dulce se comportaba de forma similar, acercando a Emília hacia sí y explicándole en voz baja a quién acababan de saludar y si las mujeres que se cruzaban eran de familias viejas o nuevas. Las mujeres de las viejas familias tenían los labios finos y se vestían con buen gusto. Sus vestidos tenían los cuellos intrincadamente bordados y llevaban prendedores redondos de perlas en la garganta. Usaban sombreros
cloche
de ala pequeña, con una pluma insertada dentro de las cintas. Cuando veían a Dulce y a Emília, asentían, pero rara vez sonreían. Las mujeres de familias nuevas no tenían la misma serena elegancia que las otras. Usaban vestidos más cortos y llevaban más joyas y sombreros cargados de plumas. Algunas incluso llevaban medias de seda de color carne, con lo que las pantorrillas parecía que iban desnudas. Ellas también observaban a Emília y Dulce, pero a menudo sonreían y se detenían para conversar, hablando en voz alta y lanzando sonoras carcajadas.
—¡Bienvenida! —dijo Teresa Raposo, la matriarca de cabello oscuro de una familia nueva. Intentó arrancar a Emília del brazo de Dulce, pero ésta se aferró aún más fuerte a ella. Frustrada, la señora Raposo bajó la voz y guiñó un ojo—: Esta ciudad necesita sangre nueva.
—Qué desagradable —masculló doña Dulce una vez que se alejaron de Teresa Raposo—. Como una horda de vampiros. ¡Como si la sangre vieja no fuera lo suficientemente buena!
Emília permaneció callada. Le dolían los pies, por los zapatos nuevos. La cabeza le latía, preocupada por cometer un error: camina encorvada, apresurarse o mover las manos cuando no debía hacerlo. Doña Dulce se dirigió rápidamente hacia el carruaje. Por ese día estaba hasta las narices. Aún conservaba su altura, su disciplina y su aire de superioridad, pero al lado de las mujeres de las nuevas familias parecía anticuada y tensa, y frente a las viejas, nerviosa y reverente. Cuando pasaron el portón de los Coelho, doña Dulce soltó un profundo suspiro; de alivio o de cansancio, Emília no estaba segura.
Volvieron a la plaza del Derby una vez por semana después de ese primer día, para realizar su gimnasia, como decía doña Dulce. Lentamente, a través de las reglas de doña Dulce, las historias del doctor Duarte y la propia observación de Emília, la ciudad y sus secretos comenzaron a tener forma, sentido, para la joven. Cualquier persona de importancia era vieja o nueva. El resto —de tez oscura o clara, educado o analfabeto, barrendero o profesor— era parte de una horda nebulosa sin dinero ni estirpe. Los periodistas, las costureras, los vendedores de cestas, los conductores de tranvía, hasta los hijos de los hacendados y coroneles entraban en este grupo. O no tenían nombre o eran pobres, o ambas cosas, y vivirían, rezarían y sufrirían como lo había hecho siempre la gente pobre y anónima: de manera invisible.
Muchas de las viejas familias habían perdido sus fortunas, o al menos una parte considerable de ellas, pero no su prestigio. Sus antepasados eran portugueses u holandeses que habían talado los árboles de la selva y habían plantado caña de azúcar o árboles de pau-brasil, cultivados por su tintura roja y su magnífica madera para fabricar violines. Eran los Feijó, los Sampaio, los Cavalcanti, los Carvalho, los Coímbra, los Furtado, los Van der Ley. Eran dueños de extensas plantaciones y enviaban a sus hijos a Recife, y luego a Europa, para ser educados. Pero el precio del azúcar sucumbió, la necesidad de tinte cayó, y las familias prefirieron vivir en la capital y no en sus haciendas. Aun así, conservaban su elegancia, su influencia política y lo más importante, su buena reputación.
Las nuevas familias no lo eran en absoluto, al menos no para Emília. La mayoría había estado en Recife siglos antes de que llegaran los holandeses y habían permitido que todo tipo de agrupaciones —judíos, gitanos y mercaderes indígenas— practicara el comercio libremente, para transformar la ciudad en aquello que los portugueses llamaban una «nueva Sodoma y Gomorra». Las nuevas familias no podían trazar la línea hasta sus antepasados tan minuciosamente como las viejas, por lo que su historia podía estar empañada por la presencia de marineros, pescadores y prestamistas. Las familias nuevas no estaban interesadas en poseer tierras, sino en hacer negocios. Eran los Raposo, un clan de cabello oscuro, cuyas mujeres tenían una sombra sobre el labio superior y cuyos hombres eran rechonchos, bajos y proclives a las reyertas. Eran dueños del enormemente próspero negocio textil Macaxeira. Los Lobo eran dueños del periódico
Diario de Pernambuco
. Sus hombres eran inteligentes y encantadores; las mujeres, enérgicas. Todos tenían larga nariz curva. Los Albuquerque poseían la Compañía de Pescado Poseidón, y eran un clan de baja estatura y tez bronceada, conocidos por su ecuanimidad y paciencia. Y los Lundgren, dueños de los talleres textiles Torre y Tacaruna, eran gente alta, de rostros alargados, de quienes se burlaban a menudo por su escaso sentido del humor, pero a los que elogiaban por sus guapas hijas.
A medida que pasaron las semanas, se le permitió a Emília dar más paseos en la plaza del Derby y acompañar a los Coelho a la misa del domingo. Iban a una iglesia recién construida en Madalena, de paredes blancas y bancos acolchados. Las familias viejas alababan a Dios en la antigua catedral del centro de la ciudad, de grandes bóvedas, donde se decía una misa más larga. Había muchas diferencias implícitas entre los clanes. Preferían periódicos diferentes, apoyaban a políticos diferentes, vivían en barrios diferentes. Los hombres —pertenecientes a las nuevas y viejas familias— a menudo hacían negocios entre ellos. El doctor Duarte importaba máquinas para uno de los molinos de melaza de los Feijó. La fábrica de los Lundgren hacía bolsas de arpillera para la cosecha de azúcar de los Coímbra. El doctor Duarte almorzaba a veces con un hombre de una familia vieja, en su club, y Emília a menudo veía a los hombres de las nuevas y viejas familias parados a la sombra de la plaza del Derby, fumando cigarros y dándose unos a otros palmaditas en la espalda. Pero aquellos mismos hombres jamás se invitarían a almorzar o a tomar café en sus hogares. Sus esposas no lo permitirían.
Parecía que las mujeres de Recife tenían mejores memorias y corazones más duros. Había dos clubes prestigiosos de mujeres en la ciudad: la Sociedad Princesa Isabel y las Damas Voluntarias de Recife, y creían que ayudando a la Iglesia —financiando capillas nuevas en el campo y realizando importantes proyectos de restauración en la ciudad— ayudaban a la sociedad. Las Damas Voluntarias, una creación de nuevas familias, hacían campañas de alimentos, maratones de costura y cenas con fines benéficos, para ayudar directamente a los pobres. Las mujeres de las viejas familias decretaban que las Damas Voluntarias eran vulgares, mientras que las mujeres de las nuevas familias consideraban que las isabelinas eran inútiles. Generalmente guardaban distancia entre sí, salvo en la plaza del Derby. En un tiempo reducto de viejas familias, lentamente las nuevas intentaron apropiarse de ella. Ninguna de las dos facciones renunciaba a su gimnasia vespertina en la plaza, por lo que viejas y nuevas damas caminaban, codo con codo, por los senderos de la plaza cubiertos de guijarros, y Emília se paseaba entre ellas. Se sentía nerviosa y torpe. No sabía cuándo sonreír y cuando, sencillamente, saludar con un movimiento de la cabeza. Le molestó que las mujeres de las viejas familias comenzaran a ignorarla. Algunas hasta se reían socarronamente cuando Dulce y ella pasaban a su lado.
—Es una buena señal —dijo doña Dulce cuando volvieron a la casa de los Coelho. Su voz sonaba forzada y cansada. Cada salida parecía extenuarla por completo—. Si un grupo te detesta, el otro te aceptará sin ninguna duda.
Aquella noche, la joven criada interrumpió la cena. Llevaba una bandeja con un sobre.
—Entra —dijo bruscamente doña Dulce, haciéndole un gesto a la criada.
—Es para la señora Emília —explicó la muchacha.
El sobre era grueso y del color de la mantequilla recién batida. Sobre la parte delantera, escrito en tinta negra, estaba su nombre, y sobre el reverso, un sello repujado con un remite que decía:
Baronesa Margarida Carvalho Pinto Lapa.
—Es baronesa por casamiento, no de familia —dijo doña Dulce.
La baronesa había sido, de soltera, Margarida Carvalho, la hija de un hacendado ganadero, continuó explicando doña Dulce. Fue poco menos que una solterona hasta que el anciano Geraldo Pinto Lapa, uno de los últimos barones que quedaban en Brasil, la conoció y la llevó a Recife. Poco después de que naciera su única hija, murió el barón, dejando a Margarida sola para decidir cómo tejer sus propias alianzas, sus propias relaciones. Se había casado con un miembro de una vieja y respetable familia, pero su presencia la transformó en una familia nueva.
—Es la única socia femenina del Club Internacional —dijo Degas, sonriendo—. Es una visita importante.
—La hija que tiene es un espanto —terció doña Dulce—. Una sufragista. —Frunció el ceño y escudriñó la invitación—. Tendré que acompañarte.
La baronesa parecía una de las tortugas del patio. El mentón cuadrado y fuerte sobresalía por encima de su cuello arrugado, que se movía lentamente de un lado a otro. Movía los ojos, negros y saltones como los de las ranas, de doña Dulce a Emília. Tomaron asiento en grandes sillones de mimbre sobre el porche que daba a la plaza del Derby y al cuartel general de la Policía Militar. Un tranvía se deslizó calle abajo, chirriando sobre las vías y obligando a las mujeres a hacer un alto en la conversación hasta que terminó de pasar. Emília fijó la mirada en los jazmines de la baronesa, a los que se les había dado una impecable forma cuadrada. Piedras de cuarzo rosadas y blancas estaban dispuestas en forma de círculo, dividiendo el jardín en secciones que alternaban flores y piedras. Doña Dulce estaba sentada, sonriente y tiesa, al lado de Emília. Habló de sus preparativos para el carnaval y lamentó lo tarde que caería la fiesta ese año, en la primera semana de marzo en lugar de en el mes de febrero. La baronesa se mecía en su hamaca de mimbre. Tenía un collar de perlas, y cada una de ellas era tan grande como los dientes delanteros de Emília. Su cabello gris ascendía y descendía con la brisa.
—¿Es capaz de hablar esta muchacha? —dijo de pronto la baronesa—. ¿O es muda?
—Es tímida —explicó doña Dulce.
—¿Te gustan los dulces? —preguntó la baronesa, golpeando ligeramente el brazo de Emília. Tenía unas manos enormes, con los nudillos abultados. Los dedos estaban torcidos y tiesos, como garras rojizas.
—Sí, señora —respondió Emília.
—Bien. Desconfío de la gente a la que no le gustan los dulces.
La baronesa tocó la campanilla. Una criada apareció y depositó una bandeja de uvas bañadas en leche condensada y espolvoreadas con azúcar. Colocó las uvas delante de Emília.
—Así que te casaste con Degas —dijo la baronesa —. Era un niño muy callado. Solía jugar con mi Lindalva; ¿lo recuerdas, Dulce? —La anciana se rió entre dientes—. El chico adoraba sus muñecas.
Doña Dulce esbozó una amplia y algo tensa sonrisa.
—Ustedes dos tienen algo en común —dijo—. Emília también procede del campo.
—Lo sé —respondió la baronesa Margarida. Escogió una uva azucarada—. El anuncio del casamiento en el periódico era tan pequeño que casi no lo pude leer. ¿Decía que eras de Toritama? No conozco ese pueblo.