La costurera (16 page)

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Authors: Frances de Pontes Peebles

Tags: #GusiX, Histórico

BOOK: La costurera
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—Cierro mi aura —dijo al fin, y en su rostro apareció una sonrisa.

Capítulo 3

Emília

Taquaritinga do Norte, Pernambuco

Junio-noviembre de 1928

1

Emília tenía una noche para coser el traje fúnebre de tía Sofía.

Lo confeccionó con el lino negro más suave que encontró el coronel. Doña Conceiçao le dio cuatro botones de madreperla y un metro de encaje negro. Emília cosió el vestido con la Singer a pedal en la casa del coronel, y dejó a tía Sofía tumbada, inmóvil, en la cama, bajo el cuidado de doña Chaves y la comadre Zefinha, que lloraban y discutían mientras encendían velas, balbuceaban avemarías y colocaban rodajas de limón en agua hirviendo para disimular el hedor. Emília ya sabía las medidas de su tía. Usó el encaje de manera astuta, aplicándolo al cuello del vestido, y empleó los cuatro botones preciados sobre la parte delantera, donde los pudieran ver los dolientes. Cuando terminó el vestido, lo remojó en almidón. Luego, a pesar de la fatiga, las piernas entumecidas y los ojos hinchados, Emília sacó el vestido del almidón y preparó la plancha. Las brasas tintineaban dentro de la estructura de metal. Emília sacudió la plancha de un lado a otro, como si fuera a arrojarla al otro lado de la habitación; saltaron chispas. El humo salió formando pequeñas nubecitas sobre la nariz metálica. Cuando apoyó la superficie plana sobre el vestido, chisporroteó. Emília comenzó a planchar con tanta rapidez que el vestido no se secaba y las arrugas no se estiraban. El sudor le nublaba la vista. Emília trabajó con mayor esmero. Presionó con mayor fuerza, como si cada arruga, cada pliegue húmedo fuera un surco oscuro en su interior que debía recibir calor y ser planchado y borrado.

Tío Tirso y ella fueron los únicos presentes durante las últimas horas de tía Sofía. Emília puso la caja de huesos al lado de su tía. Había rechazado toda ayuda. Ella sola hirvió la hierba de santa María con leche y la metió a cucharadas en la boca de tía Sofía, para calmarle la tos. Ella sola colocó toallas humeantes con vapor de menta sobre el pecho de tía Sofía, para ayudarla a respirar. Ella sola cepilló las sábanas manchadas, acercó pañuelos a la nariz de su tía y suavizó los labios secos de tía Sofía con aceite de coco. En el peor momento, cuando cedió la tos y sobrevino la fiebre, tía Sofía emitió unas palabras:

—¡Tirso! —le gritó a la caja de madera—. ¡Esas malditas aves de rapiña! —Emília dio unas palmaditas sobre la frente de su tía con una toalla húmeda. Tía Sofía le agarró la muñeca con fuerza—. María —dijo, confundiendo a Emília con su madre—, cuida de ese hijo que tienes en el vientre. La gente que te vea, tan preciosa y embarazada, te echará el mal de ojo. Lo transmitirá a tus hijas.

Cuando tía Sofía habló de su madre, Emília quiso saber más, pero los ojos de su tía se cerraron, inapelables, y entró en un estado de sueño febril. Había momentos en los que la tía Sofía estaba lúcida. Sonreía débilmente a Emília y le rogaba al Señor que cuidara de sus hijas cuando se marchara de este mundo. Emília la tranquilizó. Le aseguró a tía Sofía que no se iría de este mundo, todavía no. Pero una noche tía Sofía no pudo dejar de toser. La falta de aire la ahogaba. Su pecho temblaba. Luego miró fijamente al techo, como si hubiera descubierto algo entre las tejas. Tía Sofía exhaló un largo silbido y luego quedó en silencio.

—¿Tía? —susurró Emília—. ¿Tía?

En su último ataque de tos, tía Sofía había echado a un lado las sábanas. Emília percibió una mancha gris sobre el colchón. Tocó la sábana; estaba húmeda y caliente. Emília se alegró: si tía Sofía había orinado, entonces aún estaba viva y durmiendo. Pero después de una hora, y después dos, la tía Sofía permaneció inmóvil, a pesar de los intentos de Emília para despertarla. La mancha del colchón se enfrió. Emília encendió una vela y envolvió los dedos de su tía alrededor de ella.

2

El vestido estuvo listo a tiempo para el velatorio. Tía Sofía descansaba sobre el suelo, acostada sobre la blanca hamaca fúnebre que Emília había extendido debajo de ella. Era un préstamo del coronel y estaba destinada a ser usada en su propio funeral cuando llegara el momento. La lona era suave y resistente, ribeteada con un fleco exquisitamente bordado, que se arrastró por el suelo cuando levantaron la hamaca. De acuerdo con las costumbres, los pies de tía Sofía estaban descalzos y apuntaban hacia la puerta, para que su alma pudiera salir fácilmente de la casa. Emília colocó montones de dalias alrededor de su tía, y doña Chaves salpicó el cuerpo con un frasco entero de una intensa agua de colonia. A pesar de las dos bolitas de algodón en los agujeros de su nariz, el rostro de tía Sofía había quedado fijado en una mirada severa, con los labios apretados, como si no aprobara el perfume con que la habían rociado.

El traje fúnebre tenía un aspecto elegante; Emília estaba orgullosa de su trabajo.

—¿Acaso no está espléndida? —susurraban los presentes arrodillándose al lado del cuerpo. Nadie la llamó «Sofía», porque si los muertos oían su nombre, permanecían en el mundo de los vivos, pues pensaban que aún los necesitaban.

A la mañana siguiente, un grupo de hombres levantaría la hamaca en la que se hallaba envuelta tía Sofía y la llevaría a la misa del padre Otto y luego a enterrarla. Hasta ese momento, Emília debía saludar a quienes venían a presentar sus respetos. Era la víspera de San Juan, un momento inoportuno para un velatorio. La gente quería celebrar la fecha, lanzar fuegos artificiales, encender hogueras con sus familias y ver a sus hijos bailar en la charanga local. Tía Sofía siempre había disfrutado del alboroto de ese día.

Todos los años, Luzia, Emília y ella dedicaban una semana a fabricar un globo de papel con ramas secas y trocitos de papeles de colores. En la víspera de San Juan, encendían el pequeño bote de queroseno dentro del globo y lo lanzaban al viento para rendir homenaje al santo. Juntas observaban el suave ascenso del globo al cielo nocturno. Primero ardía el papel y luego la madera, hasta que todo el artilugio estallaba en llamas y descendía en picado, como un cometa que caía a la Tierra. Ese año no habría globo de papel. Sólo un entierro.

El humo saturaba la casa. La mesa de costura y los alféizares de las ventanas estaban abarrotados de velas. El coronel había colocado cuatro candelabros de bronce —tan altos como Emília— alrededor de tía Sofía. No había escatimado gastos. Después de todo, era culpa suya. Emília sabía que había otros tan culpables como él: los cangaceiros que se habían llevado a su hermana, el aire frío de la noche y la lluvia. Pero el coronel pudo haberlo evitado. Pudo haber llamado a sus peones y a sus vaqueiros para ir tras su hermana. Pudo haber ido a buscar a un doctor como Dios manda para que se ocupase de su tía. Cada vez que Emília veía su cuerpo encorvado o los ojos que rehusaban encontrarse con los suyos, percibía el remordimiento del coronel y lo culpaba aún más.

Los asistentes al velatorio entraron en la casa uno a uno; saludaban a Emília y luego se congregaban alrededor de tía Sofía. Xavier, el tendero, levantó la mano de Emília de la caja de tío Tirso, posada sobre las rodillas, y la apretó entre las suyas.

—Si necesitas alguna cosa —dijo—, no dudes en pedirlo. Lo cargaré en tu cuenta.

Sus ojos recorrieron la casa. No hallaría nada, pensó Emília. Ninguno lo haría. Su casa se había transformado en una curiosidad —un lugar que los cangaceiros habían invadido, llevándose a la pobre Gramola—, y los asistentes al duelo buscaban signos de trifulca. Pero no los había. Ya antes de que muriera tía Sofía, la gente insistió en guardar luto por Luzia, y aconsejaban a Emília y a su tía que encargaran una misa y cubrieran el antiguo retrato de comunión —la única foto de Luzia— con un trapo negro. Ahora que tía Sofía había fallecido, insistieron todavía más. Emília se negaba a oírlos. Había dejado el retrato de comunión sobre la pared. Usó el baúl que empleaban para guardar la ropa como una barricada para impedir que los curiosos entraran en su habitación. Cortó el paso a la entrada del armario de los santos de Luzia con una silla de cocina.

Hacía calor en el salón, con toda la gente reunida. Un grupo de mujeres repetía avemarías, hasta que Emília se sintió adormecida por las voces. Fuera, el relincho de los caballos atravesó los cánticos. Habían llegado doña Conceição y el coronel.

Cuando la tía Sofía cayó enferma, doña Conceição envió una caja de jabones para manifestar su solidaridad. Eran pastillas redondas y perfumadas, envueltas individualmente en papel de seda de color pastel. Emília no las había usado nunca. Sin embargo, las colocó alrededor de tía Sofía, entre sus dalias y los cuencos de agua con limones. Doña Conceição sostenía en la mano enguantada un pañuelo y llevaba un sombrero con un velo de encaje negro. Unas semanas antes, Emília habría pensado que era el epítome de la elegancia, pero ahora su buen gusto le parecía ridículo, hasta insensible. Doña Conceição se levantó el velo.

—Querida mía —dijo, tomando el rostro de Emília en sus manos enguantadas—, ¿qué puedo hacer para ayudarte?

Los asistentes al velatorio callaron. Los rezos bajaron el tono y se convirtieron en susurros. Todos esperaban que Emília manifestara agradecimiento a su patrona; que le rogara a doña Conceição que no dejara de brindarle ayuda.

—Queda una clase de costura —respondió Emília. Los ojos de doña Conceição se agrandaron—. Es la última clase —dijo Emília—. No me la puedo perder.

Doña Conceição se apartó súbitamente, retirando las manos del rostro de Emília. Se cubrió de nuevo con el velo.

—Sí —dijo—, por supuesto. Te enviaré a un acompañante.

Emília se había perdido las lecciones de mayo y junio. No iba desde que Luzia había sido secuestrada y su tía había enfermado. Pidió a su anciano acompañante habitual que hablara al profesor Celio de las dificultades de su familia, y que le dijera que no se perdería la última clase. La lección sería una semana después y Emília estaba preparada. Cuando terminó el vestido fúnebre de tía Sofía, la joven hizo una visita a la tienda de Xavier y puso todos sus ahorros —una pequeña fortuna— sobre el mostrador. Señaló una maleta de tela. Era verde y tenía un asa de marfil y rebordes metálicos. Volvió caminando a su casa con el vestido fúnebre en una mano y la maleta en la otra. Por supuesto que hubo murmuraciones, pero Emília las soportó. No pensaba huir con el profesor Celio llevando un hato vulgar a la espalda, como una pordiosera. Ella, Emília do Santos, estaba lejos de ser una tosca campesina.

Le había regalado a Luzia su vieja maleta —de cuero gastado y agrietada— la noche que su hermana se marchó con los cangaceiros. Después, Emília no pudo pensar en otra cosa que en comprar una nueva maleta. Durante los días posteriores a la partida de los cangaceiros, el padre Otto dirigió un grupo de búsqueda. Todo el mundo esperaba por aquel entonces que regresara con un cadáver. Cuando volvió sin haber encontrado nada, hasta el coronel quedó perplejo. Los cangaceiros tenían fama de actuar de manera imprevista: algunas veces robaban provisiones, otras las compraban; a algunas personas las mataban, a otras sólo las castigaban; a algunas mujeres les robaban el honor, a otras no las tocaban siquiera. Pero jamás habían oído que se llevaran a una mujer y se quedaran con ella.

El pueblo quiso que se difundiera la noticia del rapto de Luzia y de las muertes de los dos soldados. El coronel envió un telegrama a la costa. Los cadáveres permanecieron en la plaza, cubiertos con cal viva, como prueba de lo ocurrido. Pero la capital no respondió. No apareció ningún regimiento. Taquaritinga era una población demasiado pequeña y lejana para darle semejante importancia. Iban a tener que protegerse ellos mismos.

Enterraron los cadáveres. El padre Otto dirigió numerosas oraciones colectivas por Luzia, rezando novenas que duraban nueve días y nueve noches, y luego empezaban de nuevo. Si Emília cabeceaba de sueño, si sus ojos se cerraban o el cuello se ladeaba durante la oración general, tía Sofía la espabilaba a codazos y proseguía. Las rodillas de Emília sufrieron. El cuello se le entumeció. Cuando llegó el momento en que empeoró la fiebre de tía Sofía, apenas se podía arrodillar.

Emília no descansaba de noche. Dormía en una silla al lado de la cama de tía Sofía, para calmar sus ataques de tos. Lo prefería a dormir en su propia cama, en donde se despertaba sobresaltada y desconcertada por el espacio vacío a su latido. ¿Se había levantado Luzia al excusado o a buscar un vaso de agua? Entonces se le aclaraba la mente y sentía un dolor intenso y profundo en el pecho, como una quemazón que salía desde dentro. Luzia ya no estaba. Se lo decía su cuerpo, pero su mente no lo aceptaba. Cada vez que Emília cocinaba o barría, veía moverse algo con el rabillo del ojo y pensaba que podía ser su hermana, que doblaba una esquina de la casa, volvía de rezar ante su armario de los santos o regresaba de su caminata matinal. Emília siempre se decepcionaba cuando se daba cuenta de que lo que se movía era en realidad su propia sombra, una polilla o una lagartija de vientre blanquecino que se escurría tras un mosquito. Incluso después de que pasara el mes de mayo, cuando menguaron las oraciones, cuando se deterioró la salud de tía Sofía y Emília sacó la caja de huesos de su lugar debajo de la cama de la tía, siguió creyendo en el regreso de su hermana. Le quitaba el polvo al altar de los santos de Luzia; sacaba al sol todas las semanas el bordado inacabado de su hermana, para protegerlo del moho y las polillas.

Cuando doña Conceição se marchó, los deudos permanecieron en silencio. Clavaron sus miradas en Emília por encima de sus manos entrelazadas y sus rosarios de cuentas. Las viudas podían vivir solas, protegidas por la memoria de sus esposos difuntos. Y los hombres huérfanos podían hacer lo que se les antojara. Pero una joven soltera, una muchacha atractiva, sin familia o patrimonio a su nombre, era algo raro y peligroso, que se prestaba a las habladurías. Emília no dio a conocer sus intenciones. No le habló a nadie de sus planes, razón por la cual los asistentes al velatorio la miraron, observándola desde detrás de sus negras mantillas y por debajo de sus gorras de cuero, esperando ver un indicio. El rostro de Emília permaneció impasible, sereno. Se puso de pie, se echó a tío Tirso bajo el brazo y salió de la habitación.

La gente hablaba sobre la caja de madera. Decían que era una prueba de que Emília no estaba en sus cabales. La llevaba con ella cada vez que salía de la casa. La trasladaba a la cocina cuando preparaba sus comidas. Para Emília, la caja de madera era una prueba de que no estaba sola. Aún tenía a su tío Tirso, y su presencia la consolaba.

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