La costurera

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Authors: Frances de Pontes Peebles

Tags: #GusiX, Histórico

BOOK: La costurera
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Una saga épica sobre la vida de dos hermanas en el Brasil de principios del siglo XX.

En el Brasil colonial de la década de 1930, dos hermanas huérfanas conviven con un trasfondo de inestabilidad política y desastres naturales. Emília y Luzia dos Santos, dos hermanas con una excelente destreza para la costura, sueñan con escapar de su pequeño pueblo, un anhelo que separa sus vidas… Luzia sufre una deformidad desde que un accidente en la infancia la dejara lisiada y se convierte en una muchacha ruda y también poco casadera. Su única oportunidad de conseguir la independencia y la felicidad será casarse con el bandido que la secuestra, Antonio el Halcón. En cambio, Emília es delicada como una flor. Quiere una vida acomodada y refinada en la ciudad, por lo que contrae matrimonio con el hijo de un rico médico, a pesar de no estar enamorada de él. Los caminos de las dos hermanas se vuelven a unir cuando la vida de una de ellas corre peligro, aunque ya no son las mismas que en el pasado: Emília se siente sola y desgraciada y Luzia se ha convertido en una forajida a la que apodan la Costurera.

Frances de Pontes Peebles nos demuestra con su novela la importancia de los lazos familiares, inquebrantables incluso en la distancia y en la adversidad. Su cuidado estilo, su sensibilidad y su facilidad para contar grandes historias de sagas familiares, le han servido además para que numerosos medios la comparen con Gabriel García Márquez e Isabel Allende. Novela ganadora del premio de la revista Elle Fiction Grand Prix 2008.

Frances de Pontes Peebles

La costurera

ePUB v2.1

dml33 / GusiX
06.09.12

Título original:
The seamstress

Frances de Pontes Peebles, 2008

Traducción: 2009, Julio Sierra y Jeannine Emery

Diseño/retoque portada: GusiX

Editor original: dml33 (v1.0 a v1.1)

Segundo editor: GusiX (v2.0 a v2.1)

Corrección de erratas: conde1988 y GusiX

ePub base v2.0

…Ascienden hacia un santo patrono

por estos lares aún venerado

las recámaras de papel abultadas y llenas de luz

que viene y se va, como los corazones…

que se alejan, menguan, solemne

y continuamente desamparándonos,

o, en la ráfaga que desciende de una cumbre,

volviéndose peligrosas de repente.

ELIZABETH BISHOP,
El armadillo

Prólogo

Recife, Brasil

14 de enero de 1935

Emília despertó sola. Se hallaba tendida sobre la cama maciza y antigua que antaño había sido el lecho nupcial de su suegra y ahora era el suyo. Tenía el color del azúcar quemado y en su gigantesca cabecera estaban tallados los racimos de la fruta del cajú. Las jugosas frutas campaniformes que asomaban de la madera de Jacaranda parecían tan suaves y reales que los primeros días Emília había imaginado que maduraban durante la noche, al tiempo que sus cascaras de madera se tornaban rosadas y amarillas y su compacta pulpa se ablandaba y se impregnaba de perfume con el amanecer. Al final del primer año en la casa de los Coelho, Emília había desistido de tales fantasías infantiles.

Fuera estaba oscuro. La calle, en silencio. La blanca casa de la familia Coelho era la más espaciosa entre las nuevas propiedades construidas sobre la Rúa Real da Torre, una calle recientemente empedrada que se extendía desde el viejo puente Capunga hacia las tierras pantanosas que aún no habían sido reclamadas. Emília siempre se despertaba antes del amanecer, antes de que los vendedores ambulantes invadieran las calles de Recife con sus ruidosas carretas y sus voces que se elevaban hasta su ventana como los gritos de aves extrañas. En su antigua casa en el campo acostumbraba a despertarse con los gallos, con las oraciones susurradas por su tía Sofía, y más que nada con la respiración rítmica y acalorada de su hermana Luzia sobre el hombro. De niña, a Emília no le gustaba compartir la cama con su hermana. Luzia era demasiado alta; abría el mosquitero, pateándolo con sus largas piernas. Tiraba de las mantas. Su tía Sofía no podía permitirse el lujo de comprarles camas separadas, e insistía en que era beneficioso tener una compañera de cama, porque eso enseñaría a las niñas a ocupar poco espacio, a caminar con discreción, a dormir en silencio, preparándolas para ser buenas esposas.

En los primeros días de matrimonio, Emília había permanecido en su lado de la cama, temerosa de moverse. Degas se quejaba de que su piel era demasiado tibia, su respiración demasiado fuerte, sus pies demasiado fríos. Después de una semana, él se mudó al otro lado del pasillo, volviendo a las sábanas bien ceñidas y el estrecho colchón de su cama de niño. Emília aprendió rápidamente a dormir sola, a estirarse, a ocupar lugar. Sólo había un hombre que compartía el cuarto con ella y dormía en el rincón, en una cuna que se estaba quedando demasiado pequeña para albergar su cuerpo cada vez más grande. Con tres años de edad, las manos y los pies de Expedito casi alcanzaban los barrotes de madera de la cuna. Un día, así lo esperaba Emília, tendría una cama de verdad en su propia habitación, pero no aquí. No sería así mientras vivieran en la casa de los Coelho.

Salió el sol y aclaró el cielo. Emília oyó los gritos en las calles. Seis años antes, la primera mañana en la morada de los Coelho, había temblado y había levantado la sábana bien arriba, hasta que se dio cuenta de que las voces del otro lado de las verjas no pertenecían a intrusos. No era a ella a quien llamaban, sino que voceaban los nombres de frutas y vegetales, canastas y escobas. Cada carnaval, las voces de los vendedores ambulantes eran reemplazadas por el redoble atronador de los tambores maracatú y los gritos embriagados de los juerguistas. Cinco años antes, durante la primera semana de octubre, los vendedores ambulantes habían desaparecido por completo. En todo Brasil había disparos y llamamientos a instaurar un nuevo presidente. Al año siguiente, las cosas se habían calmado. El gobierno había cambiado de manos. Los vendedores ambulantes estaban de vuelta.

Sus clamores eran ahora un bálsamo para Emília. Los hombres y mujeres voceaban los nombres de sus mercancías:

—¡Naranjas! ¡Escobas! ¡Alpargatas! ¡Cinturones! ¡Cepillos! ¡Agujas!

Las voces eran fuertes y alegres, un respiro después de los cuchicheos que Emília había tenido que padecer durante toda la semana. Una larga cinta negra pendía de la campana soldada a la verja de hierro de los Coelho. La cinta prevenía a los vecinos, al lechero, al hombre de la carreta de hielo y a todos los muchachos de reparto que traían flores y tarjetas de pésame ribeteadas de negro de que la casa estaba de luto. En su interior, la familia se hallaba sumida en el dolor, y no debía ser perturbada por fuertes ruidos ni visitas innecesarias. Aquellos que hacían sonar la campana llamaban con timidez. Algunos daban palmas para anunciar su presencia, temerosos de tocar la cinta negra. Los vendedores ambulantes la ignoraban. Gritaban por encima del muro, y sus voces franqueaban la maciza verja de metal, atravesaban las cortinas echadas en la casa de los Coelho y se adentraban en los oscuros corredores.

—¡Jabón! ¡Cordel! ¡Harina! ¡Hilo!

A los vendedores no les preocupaba la muerte: hasta la gente de luto precisaba las cosas que vendían, tenía que cubrir las necesidades básicas de la vida.

Emília se levantó de la cama.

Se puso un vestido por la cabeza, pero no subió la cremallera: el ruido podría despertar a Expedito. Estaba acostado, atravesado en su cuna, a salvo debajo del mosquitero. Su frente aparecía perlada de sudor. Su boca era una tensa línea delgada. Hasta en sueños era un niño serio. Había sido así de bebé, cuando Emília lo había hallado, raquítico y cubierto de polvo.

—Un huérfano —le decían las sirvientas—. Un niño del interior.

Había nacido allí durante la tristemente célebre sequía de 1932. Era imposible que recordara a su madre real, o aquellos terribles primeros meses de su vida, pero algunas veces, cuando Expedito fijaba sus ojos oscuros y hundidos en Emília, tenía la mirada reservada y madura de un viejo. A menudo, desde el entierro, había mirado a Emília así, como recordándole que no debía permanecer en casa de los Coelho. Debían volver al campo, por su bien y por el de ella. Debían llevar un mensaje. Debían cumplir con su promesa.

Emília sintió una opresión en el pecho. Durante toda la semana había sentido como si tuviera una soga en su interior, extendida desde los pies hasta la cabeza y anudada en el corazón. Cuanto más permanecía en casa de los Coelho, más se apretaba el nudo.

Salió de la habitación y se subió al fin la cremallera del vestido. La tela despedía un olor acre y metálico. La habían puesto en remojo en una cuba de tintura negra y luego la habían sumergido en vinagre, para fijar el nuevo color. El vestido había sido azul claro. Tenía un estilo moderno, con mangas suaves y etéreas y una falda estrecha. Emília marcaba tendencia. Ahora todos los vestidos de un solo color habían sido teñidos de negro y los estampados habían sido guardados hasta que terminara oficialmente el año de luto. Emília había escondido tres vestidos y tres toreras en una maleta debajo de su cama. Las chaquetas estaban pesadas; cada una tenía cosido un grueso fajo de billetes dentro del forro de raso. También había llenado una diminuta maleta con la ropa, los zapatos y los juguetes de Expedito. Cuando huyeran de la casa de los Coelho, sería ella misma quien tendría que cargar con las maletas. Sabiendo esto, había guardado sólo lo necesario. Antes de su matrimonio, Emília le daba demasiada importancia a los lujos. Había creído que los bienes suntuarios tenían el poder de transformar; que poseer un vestido de moda, un fogón a gas, una cocina con azulejos o un automóvil borrarían sus orígenes. Tales posesiones, pensaba Emília, harían que la gente viera más allá de los callos de sus manos o de sus rústicos modales campestres, y reconociera a una dama. Después de su matrimonio y su llegada a Recife, Emília descubrió que no era así.

A mitad del descenso de las escaleras olió las coronas fúnebres. Los arreglos florales circulares abarrotaban el vestíbulo y la entrada. Algunos eran tan pequeños como platos, otros tan grandes que descansaban sobre caballetes de madera. Todos estaban atiborrados con flores blancas y púrpuras —gardenias, violetas, azucenas, rosas— y tenían cintas oscuras que atravesaban los centros vacíos. Escritos sobre las cintas, en letras doradas, aparecían los nombres de los remitentes y frases de condolencia: «Nuestro más sentido pésame», «Nuestras oraciones te acompañan». Las coronas más viejas estaban mustias, las gardenias, amarillentas, y las azucenas, marchitas. Despedían un olor pútrido y ácido que impregnaba el aire.

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