—Jamás os fiéis de una cinta métrica ajena —advertía Luzia a los hombres, repitiendo el consejo de tía Sofía.
Sólo la gente muy rica —coroneles, comerciantes, políticos— tenía tesoros con lujosos bordados y apliques. Ahora también los poseían los cangaceiros. Y como les ocurría con todo lo que tenía valor, querían más. Pidieron a Luzia que adornara las cartucheras, que hiciera fundas para las vasijas y cantimploras, que cosiera sus iniciales sobre los guantes de cuero de vaqueiro. Hasta Orejita y Medialuna le entregaron silenciosamente sus posesiones para que las decorara. De este modo, los cangaceiros, al principio recelosos con la presencia de Luzia, terminaron creyendo que la predicción del Halcón se había cumplido parcialmente: todavía Luzia no había traído ni buena ni mala suerte, pero había resultado útil.
Todas las noches deslizaba un morral desteñido por debajo de la aguja de la máquina, y Ponta Fina giraba con orgullo la manivela El resto de los hombres observaba. Luzia bordaba los puntos más delicados a mano, pero usaba la Singer para coser los apliques de tela —meticulosamente cortados en diminutos triángulos, diamantes, medialunas y círculos— sobre bolsos y fundas de cantimploras. La máquina transformó la costura en una habilidad aceptable, en un oficio útil. Los hombres no se interesaban por las puntillas ni por los bastidores que se utilizan para bordar, pero podían usar las máquinas de coser. En medio del estrépito, los cangaceiros hacían preguntas a Luzia y admiraban su trabajo. Algunos probaron a coser, pero el grupo tenía poca paciencia. Movían los retales bajo la aguja demasiado rápido. Dejaban que el hilo de la bobina se enrollara y se formaran gruesos nudos. Querían ser hábiles de buenas a primeras. Luzia sacudió la cabeza.
—Debéis prestar atención a cada puntada —decía, reuniendo sus bastidores y enseñando a los hombres a coser a mano.
Cada puntada era un diseño en sí. Cada una tenía su punto de partida, su punto de llegada, su longitud y su tensión. Un sastre habilidoso (no se atrevía a llamar a los hombres «costureros») podía leer las puntadas como las letras de un alfabeto, decía Luzia; entonces, como veía a los hombres desconcertados, se corregía. Un sastre habilidoso era como un buen vaqueiro: podía distinguir las puntadas como éste a cada vaca de su manada. Se necesitaba memoria, y la de los hombres era pésima. Dieron nombres nuevos a los puntos para recordarlos mejor. El punto atrás se transformó en Baiano porque era constante, directo, y se usaba para una línea definida. El punto gusano era Vanidad, porque cuando se enroscaba el hilo alrededor de la aguja de bordado, el punto parecía elegante y sofisticado, pero el resultado siempre era menor del esperado: sólo unos pequeños bultos extraños en la tela. Inteligente y Canjica eran punto satinado y punto contorno. El satinado era un punto de relleno. Podía ser engorroso y torcerse si no había un contorno para guiarlo y contenerlo. Orejita, para el deleite de Ponta Fina, era el punto espino: una simple hebra de hilo sujeta por pares de puntadas claramente cruzadas. Cada puntada nueva que enseñaba Luzia tenía su correlato en un hombre.
—¿Y el capitán? —preguntó Ponta—. ¿Cuál es?
—No lo sé —dijo Luzia, concentrándose en la Singer—. No he descubierto una puntada con sus características.
Era mentira. La suya fue la primera puntada que pensó cuando comenzaron el juego de memoria. Era el punto sombra. En realidad no parecía un punto, sino un bloque de color que se entreveía a través de una trama. Se realizaba sobre el revés de una tela delgada, casi transparente, un lino fino o un crepé ligero. Desde el reverso, era imposible saber cómo se lograba el efecto o qué puntada se usaba. Quienes lo admiraban sabían que había algo detrás de la tela, pero no distinguían qué. El efecto era bello y desconcertante. El punto sombra era engañoso: podía ser indicio de una gran costurera o la estrategia de una mala costurera para ocultar sus errores. Cada vez que Luzia veía el punto, odiaba darle la vuelta a la tela. En el reverso, las puntadas podían estar bien urdidas y apretadas o ser una maraña de nudos.
Luzia no podía revelar esto a los hombres, aunque la apremiaran, riéndose cuando perdía la compostura y se impacientaba. No tenían mala intención: los cangaceiros se provocaban unos a otros sin piedad y el hecho de que Luzia fuera incluida en sus bromas consolidó su posición dentro del grupo. Algunos —Orejita, Medialuna y alguno más— seguían albergando dudas respecto a ella, pero los demás adoptaron una actitud juguetona e informal. Trataban a Luzia como una prima varonil que conocieran desde la infancia, poniendo ranas dentro de su manta, enseñándole a jugar al dominó e intentando infructuosamente escandalizarla con sus conversaciones. Después de semanas en el matorral sin pasar por una aldea o un pueblo, los hombres se ponían chabacanos y estaban nerviosos. Hablaban de las conquistas pasadas e imaginaban las nuevas.
Luzia cosía en silencio, fingiendo no escuchar. Los hombres evocaban el sabor salobre y perfumado de la transpiración femenina. El placer de sentir el aliento caliente de una muchacha sobre el cuello cuando bailaban forró. Recordaban que la boca de las chicas se quedaba seca cuando comenzaban a besarlas porque estaban nerviosas y cómo en un instante volvía a ponerse húmeda y caliente. Luzia escuchaba fascinada con el saber de los cangaceiros. Hablaban de olores, de cuerpos, de cabellos y de suavidad. Manifestaban la misma pericia técnica e interés que cuando hablaban de sus armas; pero se advertía asombro en sus voces, mayor reverencia.
A menudo Luzia echaba un vistazo al Halcón durante estas discusiones. Jamás participaba en ellas. La mayoría de las noches, ni siquiera prestaba atención, y elegía en cambio trazar los planes del día siguiente con Baiano. Pero a veces el Halcón se recostaba y escuchaba, sonriendo ante las observaciones de los hombres como si estuviera de acuerdo. Entonces Luzia cosía más rápidamente, metiendo la aguja con brusquedad en la tela sujeta al bastidor. Ella también era una mujer, se decía a sí misma. Pero ¿hablaría alguna vez un hombre de su cabello, de su aliento, de sus besos? No se parecía a las criaturas perfumadas y solícitas a las que los cangaceiros cortejaban en los pueblos, muchachas que se estremecían de temor y curiosidad, algunas ofreciendo tortas de macaxeira en fuentes, otras bailando y volviendo la cabeza con coquetería cuando los hombres intentaban besarlas mientras sonaba una canción. Bailaban tensas al comienzo, pero al avanzar la noche los hombres y sus parejas se acercaban, sus caderas se ondulaban rítmicamente y los pies se arrastraban con tanta rapidez sobre el suelo de tierra que Poma Fina tenía que regarlo con agua para que el polvo no se levantara y no se metiera en los ojos. Al final de la noche, bastantes parejas de baile desaparecían juntas. Luzia acampaba con Ponta Fina y cualquier otro cangaceiro que ya hubiera terminado de divertirse. El Halcón jamás bailaba, pero algunas veces también desaparecía y Luzia pasaba una noche incómoda sobre sus mantas, sin poder dormir. Le indignaba que hubiera encontrado a una mujer para pasar la noche, pero también se sentía extrañamente tranquila; no era célibe ni un santo, sino un hombre con debilidades y necesidades como los demás cangaceiros.
Luzia aprendió a controlar su torpeza y a hablar con tranquilidad cuando se dirigía al Halcón. Aún sentía una terrible oleada de calor en el vientre y en las mejillas si se acercaba demasiado. Había intentado erradicar esa sensación, y luego contenerla. Intentó ser una parte invisible del grupo, y no pensar en el futuro ni en el pasado. No había tiempo para fantasías. El Halcón había seducido a sus hombres, pero Luzia resolvió que ella no se dejaría seducir por él. Era temperamental, impaciente, a menudo vanidoso. De todas maneras, era difícil no dejarse cautivar por su confianza. En el matorral, nada era seguro. Ni la lluvia, ni la siguiente comida, ni sus vidas. Pero el Halcón jamás vacilaba, jamás se arrepentía, jamás perdía la fe. Tenía habilidad con el cuchillo y a menudo ayudaba a Ponta Fina a desollar las reses. Era un maestro paciente. Era un excelente tirador. No parecía haber nada que no supiera hacer, por lo que, cuando hacía un aparte con alguien para pedirle ayuda o consejo, le hacía sentirse imprescindible y único. Lo mismo sucedía con Luzia. Ella intentaba ignorarlo, pero recibir su atención exclusiva, ser mirada como si fuera la única persona en el matorral, la subyugaba.
—Léeme —le pedía a menudo, entregándole un ejemplar estropeado de un periódico que había logrado comprarle a un comerciante o sonsacarle a un buhonero por el camino. Los periódicos eran difíciles de hallar; poca gente fuera de la capital y de los grandes pueblos tierra adentro sabía leer. El Halcón siempre decía que leer la letra diminuta de los artículos le provocaba dolor en los ojos. Luzia no sabía si era verdad o si leía mal. Todos los días leía en voz alta su colección de oraciones, pero tal vez fuera como tía Sofía, lo suficientemente astuto como para fingir que leía mediante la repetición y la memorización.
El
Semanario Caruaru
, un periodicucho de circulación local, publicó una serie de artículos sobre el ataque a Fidalga y la respuesta del coronel Machado. Al regresar a Fidalga y hallar a sus capangas muertos y a su hijo humillado, el coronel Machado había viajado a la capital. Ejerció toda su influencia para solicitar tropas al gobernador. Las elecciones estaban previstas para enero de 1930, pero la campaña ya había comenzado. La brigada 1761, mandada por el joven capitán Higino Ribeiro, llegó a Caruaru por tren en medio de una gran algarabía. Tenían uniformes nuevos de color verde con una franja amarilla en el costado. El coronel local repartió flores para arrojar a las tropas cuando descendieran del tren. Desde allí, las tropas tendrían que caminar varias semanas a través del monte para investigar el paradero del Halcón.
—¿Qué dice el periódico gordo? —preguntó el Halcón después de que Luzia le leyera el
Semanario
. El
Diario de Pernambuco
era un periódico que salía todos los días, grueso, impreso en la capital. Sólo incluía una pequeña nota sobre el despliegue de fuerzas, en la página 11, entre las notas necrológicas y un anuncio de tónico para el cabello. Las primeras páginas del
Diario
estaban dedicadas a las inminentes elecciones presidenciales. Un sureño de baja estatura y nariz corva, llamado Celestino Gomes, dominaba la primera plana.
—¡Gomes! —masculló el Halcón—. ¿Quién es este Gomes? ¿Qué hizo para aparecer en primera plana todos los santos días?
Luzia leyó lentamente los artículos en voz alta, enfatizando cada palabra. Gomes sería el candidato a presidente de su nuevo partido, la Alianza Liberal. Para sorpresa de todos, su compañero de candidatura sería un norteño, un hombre llamado José Bandeira. Antes de que terminara, el Halcón había encendido un cigarrillo y se había alejado.
Luzia continuó leyendo. Le gustaban las fotos estridentes de mujeres con melena corta que se desplomaban en brazos de hombres gallardos. Le gustaban las historias de tranvías que perdían el control y de caballos desaparecidos. Todo ello le recordaba a Emília y la pasión de su hermana por ese tipo de asuntos. Pensaba en Emília con frecuencia. Intentó recordar el perfume del jabón de lavanda de su hermana, la sensación de sus fuertes manos. Luzia se preguntó si habría logrado escapar con el profesor Celio. Luzia rogó a Dios que en ese caso no maltratara a su hermana. Le preocupaba lo que Emília estaba dispuesta a soportar para cumplir su sueño de conseguir una casa refinada con la cocina alicatada.
Una noche se incrementaron sus preocupaciones. El último periódico que los hombres habían traído, un
Diario de Pernambuco
comprado a un arriero de mulas, era de hacía varios meses y apestaba a estiércol. En la sección de ecos sociales anunciaba una boda. «La señorita Emília dos Santos», decía en letras pequeñas. «La señorita Emília dos Santos». Luzia lo leyó una y otra vez. Dos Santos era un apellido común. También lo era el nombre de Emília. Y Toritama no era Taquaritinga. Aun así, Luzia arrancó la noticia de la página y la metió en su morral.
El grupo se trasladó tierra adentro, no para escapar de las tropas, insistía el Halcón, sino para seguir el trayecto de las lluvias. El estado de Pernambuco era estrecho y alargado. Ya en mayo comenzaba la temporada húmeda en la costa y lentamente se desplazaba hacia el oeste; en enero llegaba al extremo del estado. Ese año, las lluvias menguaron a medida que avanzaban tierra adentro, como si las nubes se hubieran cansado del trayecto. Las pequeñas hojas celosas que emergían de los árboles de la caatinga no tenían tiempo de crecer con fuerza. Los barrancos se redujeron hasta convertirse en hilos de agua. Las enredaderas se marchitaron y Luzia creyó que estaban muertas. Estaba equivocada. La estepa, según explicó el Halcón, se complacía en gastar bromas a la gente. Por fuera, las plantas se mostraban grises e inertes. Pero cuando el Halcón retorció una ramilla de un árbol de angico, Luzia vio que por debajo de la corteza gris el árbol estaba verde, vivo, confinado en su caparazón de espinos y de piel gruesa e impenetrable.
Luzia envidió esas plantas resistentes de la caatinga. Cuando andaba, incluso por las mañanas bien temprano, Luzia sentía como si estuviera atrapada en un horno. El sudor se evaporaba de su cuerpo antes de enfriarlo. Sus espinilleras de cuero, su sombrero y la correa de su odre de agua se curtieron y agrietaron bajo el sol. Todos los días al mediodía los hombres paraban y buscaban el refugio de la sombra. El calor hacía que avanzaran lenta y silenciosamente. Cuando dejaban su lugar a la sombra a última hora de la tarde, una vez que el sol había descendido, Ponta Fina improvisaba una escoba con la maleza del matorral y la arrastraba tras él para borrar sus huellas. Si se topaban con el muro de piedra de una granja, hacían equilibrio sobre la cornisa de roca y caminaban en hilera para no dejar huellas de su paso. Como las tardes eran más frescas, el grupo caminaba hasta bien entrada la noche. Luzia no podía coser. No había luz ni tiempo, y el Halcón decía que el estrépito de la máquina era demasiado fuerte. Pero a pesar de todas sus precauciones, los hombres podían ser vistos desde varios kilómetros de distancia. En el matorral color gris, sus tesoros bordados y con apliques, es decir, cubiertos con tonos rojos y verdes, rosas y amarillos, hacían que resaltaran como pájaros de brillante plumaje. Luzia sugirió que se arrancaran los bordados, pero el Halcón no lo consintió.