Read La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento Online
Authors: Mijail Bajtin
Originalmente, también la retórica estuvo relacionada con la plaza pública. Pero en el elogio retórico de Plinio ya no quedan vestigios de este origen, se trata del producto de una cultura refinada y puramente libresca. Mientras que, en el texto de Rabelais, se perciben los tonos que ruedan por la plaza pública, y son idénticos a los de los
Dichos de la herboristería,
a los anuncios de los herbolarios y los vendedores de pomadas milagrosas.
Se perciben también reminiscencias de las leyendas folklóricas locales consagradas a las hierbas mágicas. Gracias a la plaza pública y al folklore regional, la celebración de Pantagruelión adquiere el radicalismo utópico y el profundo optimismo que faltaban totalmente a Plinio el pesimista. Es evidente que las formas exteriores del «pregón», adaptadas a los elogios dirigidos al
Pantagruelión,
se hallan sumamente debilitadas y atenuadas.
En la literatura post-rabelesiana cabe destacar el empleo del voceo de los remedios medicinales en la
Sátira Menipea,
de la que ya hemos hablado. Esta notable obra está saturada de elementos de la plaza pública. La introducción (que corresponde al «pregón» de la moraleja y la gangarilla) presenta en escena a un charlatán español: mientras en el Palacio del Louvre se desarrollaban los preparativos para la reunión de los elementos de la Liga, el charlatán se dedica en el patio a vender una panacea universal que cura todas las desventuras y males y que se llama «el Cacholicón español». Mientras vocea el remedio, elogiándolo en todas las formas imaginables, utiliza también este anuncio ditirámbico para denunciar alegre y acerbamente la «política católica» española y su propaganda. Este voceo del charlatán en la introducción prepara la atmósfera de cínica franqueza en la que los hombres de la Liga revelarán, a continuación, sus puntos de vista. Por su estructura e intenciones paródicas, el voceo del charlatán español es análogo a los prólogos de Rabelais.
Los «pregones de París» y los «pregones» de los vendedores de remedios milagrosos y charlatanes de feria, pertenecen al registro laudatorio del vocabulario de la plaza pública. Son expresiones ambivalentes, llenas de risa e ironía; pero listas también a mostrar su otra cara, convirtiéndose en injurias e imprecaciones. Cumplen además funciones degradantes, materializan y corporalizan el mundo, y están ligadas substancialmente a lo «inferior» material y corporal ambivalente. Sin embargo, predomina el polo positivo: la comida, la bebida, la cura, la regeneración, la virilidad y la abundancia. Las groserías, imprecaciones, injurias y juramentos constituyen el reverso de los elogios que se escuchan en la plaza. Aunque sean también ambivalentes, en este caso domina el polo negativo de lo «inferior»: la muerte, la enfermedad, la descomposición, el desmembramiento, el despedazamiento y la absorción del cuerpo.
Al examinar los prólogos, ya analizamos diversas imprecaciones y groserías. Ahora pasaremos revista a una variedad del vocabulario de la plaza pública, relacionada a éstas últimas por su origen y funciones artísticas e ideológicas, es decir, los juramentos.
Las groserías, juramentos y obscenidades son los elementos extraoficiales del lenguaje. Son y fueron considerados una violación, flagrante, de las reglas normales del lenguaje, un rechazo deliberado a adaptarse a las convenciones verbales: etiqueta, cortesía, piedad, consideración, respeto del rango, etc. La existencia de estos elementos en cantidad suficiente y en forma deliberada, ejerce una poderosa influencia sobre el contexto y el lenguaje, transfiriéndolo a un plano diferente, ajeno a las convenciones verbales. Más tarde, este lenguaje, liberado de las trabas y de las reglas, jerarquías y prohibiciones de la lengua común, se transforma en una lengua particular, en una especie de argot. Como consecuencia, la misma lengua, a su vez, conduce a la formación de un grupo especial de personas «iniciadas» en ese trato familiar, un grupo franco y libre en su modo de hablar. Se trata en realidad de
la muchedumbre de la plaza pública,
en especial de días de fiesta, feria y carnaval.
La composición y el carácter de los elementos capaces de metamorfosear el conjunto del lenguaje y crear un grupo de personas que utilicen este idioma familiar, se modifican con el transcurso del tiempo. Numerosas obscenidades y expresiones blasfematorias que, a partir del siglo
XVII
tuvieron fuerza suficiente para transformar el contexto en el que se decían, aún no tenían ese valor en la época de Rabelais, y no sobrepasaban los límites del lenguaje normal y oficial. Así mismo, el grado de influencia de tal o cual palabra o expresión extra-oficiales (o indecentes) era muy relativo. Cada época tiene sus propias reglas de lenguaje oficial, de decencia y corrección.
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Existen en cada época palabras y expresiones que sirven como señal; una vez empleadas, se sobreentiende que uno puede expresarse con entera libertad, llamando a las cosas por su nombre y hablando sin reticencias ni eufemismos. Esas palabras y expresiones crean un ambiente de franqueza y estimulan el tratamiento de ciertos temas y concepciones no oficiales.
En este sentido, las posibilidades que ofrece el carnaval se revelan
plenamente
en la plaza pública
de fiesta,
en el momento en que se suprimen todas las barreras jerárquicas que separan a los individuos y se establece un contacto familiar real. En estas condiciones, tales expresiones actúan como parcelas conscientes del aspecto cómico unitario del mundo.
Los «juramentos» tenían precisamente esa función en la época de Rabelais, al lado de los demás elementos no-oficiales.
Se juraba en especial por diversos objetos sagrados: «por el cuerpo de Dios», «por la sangre de Dios», por las fiestas religiosas, los santos y sus reliquias, etc. En la mayoría de los casos, los «juramentos» eran supervivencias de antiguas fórmulas sagradas. El lenguaje familiar estaba lleno de «juramentos». Los diferentes grupos sociales, e incluso cada individuo en particular, tenían un repertorio especial o un juramento favorito que empleaban regularmente. Entre los héroes de Rabelais, el hermano Juan profiere juramentos a diestro y siniestro, no puede dar un paso sin lanzar uno. Cuando Pornócrates le pregunta por qué jura de esa forma, el hermano Juan le contesta:
«Para embellecer mi lenguaje. Son los colores de la retórica ciceroniana.»
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También Panurgo dice muchos juramentos.
Eran un elemento extraoficial del lenguaje. Estaban prohibidos, y eran combatidos por la Iglesia, el Estado y los humanistas de gabinete. Estos últimos los consideraban como elementos superfluos y parasitarios del lenguaje, que sólo servían para alterar su pureza; los tomaban por una herencia de la Edad Media bárbara. Este es también el criterio de Pornócrates, en el trozo que acabamos de citar.
El Estado y la Iglesia veían en ellos un empleo blasfematorio y profano de los nombres sagrados, incompatible con la piedad. Bajo el influjo de la Iglesia, el poder real había promulgado varias ordenanzas públicas que condenaban los «juramentos»: los reyes Carlos VII, Luis XI (el 12 de mayo de 1478) y por último Francisco I (en marzo de 1525) los prohibieron. Esas condenas y prohibiciones sólo sirvieron para sancionar su carácter extraoficial y reforzar la impresión de que, al emplearlos, se violaban las reglas del lenguaje; lo que a su vez acentuaba la naturaleza específica del lenguaje cargado de esas expresiones, tornándolo aún más familiar y licencioso. Los juramentos eran considerados por el pueblo como una violación del sistema oficial, una forma de protesta contra las concepciones oficiales.
No hay nada más dulce que el fruto prohibido. Los mismos reyes que dictaban las prohibiciones tenían sus propios juramentos favoritos, convertidos en sobrenombres por el pueblo. Luis XI juraba por la «Pascua de Dios», Carlos VIII por el «buen día de Dios», Luis XII por «que el demonio me lleve» y Francisco I por su «fe de gentilhombre». Roger de Collerye, contemporáneo de Rabelais, tuvo la original idea de componer el pintoresco
Epitheton de los cuatro reyes:
Cuando murió la «Pascua de Dios»
El «buen día de Dios» lo sucedió,
Y cuando éste murió
«Que el demonio me lleve lo reemplazó».
También éste murió
Y la «fe de un gentilhombre» lo suplantó.
Estos juramentos se convirtieron así en distintivos de un soberano y en apodo. Ciertos grupos sociales y profesionales eran descritos del mismo modo.
Hay una doble profanación de las cosas sagradas en los versos: «cuando murió la Pascua de Dios», o cuando se dice que «el buen día de Dios» (es decir las Pascuas) es reemplazado por «que el demonio me lleve». Aquí se manifiesta íntegramente el carácter licencioso de los juramentos dichos en la plaza pública. Son los que crean el ambiente en el cual este juego libre y alegre con las cosas sagradas se hace posible.
Dijimos que cada grupo social y cada profesión tenían sus juramentos típicos y favoritos. Al transcribir los juramentos de la muchedumbre, Rabelais esboza un notable y dinámico cuadro de la plaza pública formada por numerosos elementos. Cuando el joven Gargantúa llega a París, se cansa de la curiosidad impertinente de los papanatas parisinos, y los inunda de orina. Rabelais no describe la muchedumbre, sino que se limita a referir los juramentos en que prorrumpen, de modo que el lector pueda
escuchar
quienes componen esa multitud:
«Creo que esos pillos quieren que les pague mi cuota de ingreso y mi
proficiat.
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Está bien. Les daré el vino, pero será por reír.
«Desabrochó entonces, sonriente, su enorme bragueta y, sacando su pene afuera, orinó tanto que ahogó a doscientos sesenta mil cuatrocientos dieciocho, sin contar las mujeres y niños.
»Algunos lograron escapar de su orina a fuerza de correr, y cuando llegaron a lo alto de la Universidad, sudando, tosiendo, escupiendo y sin aliento, comenzaron a renegar y a jurar, algunos coléricos y otros en broma:
»¡Por las calamidades de Dios! ¡Reniego de Dios! ¡Por la sangre de Dios! ¡Por la madre de Dios! ¡Por la cabeza de Dios! ¡Que la pasión de Dios te confunda! ¡Por la cabeza de Cristo! ¡Por el vientre de San Quenet! ¡Por San Fiacre de Brye! ¡San Treignant! ¡San Thibaud! ¡Pascua de Dios! ¡Buen día de Dios! ¡Que el demonio me lleve! ¡Fe de gentilhombre! ¡Por la santa morcilla! ¡Por San Guodegrin que fue martirizado con manzanas fritas! ¡Por San Foutin Apóstol! ¡Por San Vito! ¡Por Santa Mamye! ¡Nos ha bañado en
orina! (par rys).
»Desde entonces la ciudad se llamó
Paris.»
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Aquí tenemos un retrato muy vivo, dinámico y sonoro (auditivo) de la abigarrada multitud parisina del siglo
XVI
. Estos son sus componentes: el gascón:
Po cab de bious
(la
cabeza
de Dios); el italiano:
pote de Chistro
(por la cabeza de Cristo); el lansquenete alemán
das dich Gots leyden schend
(que la Pasión de Dios te confunda); el vendedor «de las cuatro estaciones» (San Fiacre de Brye era el patrón de los horticultores y jardineros); el zapatero (cuyo patrón era San Thibaud); el borracho (San Guodegrin era su patrón). Los demás juramentos (son 21 en total) tienen cada uno un matiz específico y suscitan una especie de asociación suplementaria. Se escuchan también en orden cronológico los juramentos de los cuatro últimos reyes de Francia, lo que confirma la popularidad de esos pintorescos sobrenombres. Es muy probable que no hayamos captado otros matices u alusiones que resultaban claros para sus contemporáneos.
Lo característico de este retrato sonoro de la multitud es su estar hecho únicamente en base a juramentos, es decir, fuera de las reglas del lenguaje oficial. De allí que la reacción verbal de los parisinos se asocie orgánicamente al gesto vulgar de Gargantúa inspirado en que la Antigüedad orina a los asistentes. La acción de Gargantúa es tan poco oficial como la reacción popular.
Ambos expresan el mismo aspecto del mundo.
Tanto el gesto como las palabras crean una atmósfera propicia para la parodia licenciosa de los santos y sus funciones. Así, por ejemplo, «Santa morcilla» (con el sentido de falo), San Guodegrin que significa «cubilete grande», nombre además de un popular cabaret de la plaza de la Greve (que Villon menciona en su
testamento)
.
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En otros juramentos se invoca a «San Foutin», denominación paródica de «San Photin» o «San Vito» que significa el falo. Por último, hay invocaciones a Santa Mamye, es decir buena amiga. De modo, pues, que los nombres de los santos invocados por la multitud son parodiados en sentido obsceno o referidos a la buena comida.
En este ambiente de carnaval se comprende fácilmente las alusiones de Rabelais al milagro de la multiplicación de los panes. Rabelais dice que Gargantúa ahoga a 260.418 personas (
sin contar mujeres y niños).
Esta fórmula bíblica (que Rabelais emplea muy a menudo) está tomada directamente de la parábola de la multiplicación de los panes. El episodio que referimos sería por lo tanto una alusión encubierta del milagro evangélico.
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Veremos luego que esta no es la única inversión de este tipo.
Antes de efectuar su acción carnavalesca, Gargantúa declara que hace
par rys.
También la muchedumbre concluye con su letanía de juramentos diciendo: «nos han bañado de orina». Después de lo cual el autor afirma: «Desde entonces la ciudad se llamó París». Lo cual significa que el episodio es una alegre parodia carnavalesca del nombre de la capital, y al mismo tiempo una parodia de las leyendas locales referentes al origen del nombre de la ciudad (las adaptaciones poéticas serias de esas leyendas estaban muy de moda en Francia. Jean Le Maire en especial, y otros poetas de la escuela retórica habían escrito gran número de adaptaciones). Por último, todas las alternativas del episodio terminan por
par rys.
Es, desde el principio al fin,
un acto cómico público, un juego carnavalesco de la multitud en la plaza pública.
Este juego
par rys
engloba el nombre de la capital, nombres de santos, mártires y el milagro bíblico. Es un juego con las cosas «elevadas» y «sagradas» que se asocian aquí a las figuras de lo «inferior» material y corporal (orina, parodias eróticas y parodias de los banquetes). Los juramentos, elementos no oficiales del lenguaje que implican una profanación de lo sagrado, se unen a este juego, y por su tono y sentido participan armónicamente de él.