Read La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento Online
Authors: Mijail Bajtin
Rabelais relata a continuación la historia real del sienés Pantolfe de la Cassine, quien, sufriendo de estreñimiento, pide a un campesino que lo amenace con una horquilla, después de lo cual se siente maravillosamente aliviado, y la historia de Frangois Villon, quien felicita al rey Eduardo de Inglaterra por haber hecho pintar en sus habitaciones las armas de Francia, que le inspiran un miedo cerval. El rey pensaba humillar así a Francia, pero en realidad la vista de esas temibles armas le servían «de alivio» (se trata de una antigua historia que ha sido transmitida en diversas versiones desde principios del siglo
XIII
y que se aplica a diversos personajes históricos). En todos estos casos el miedo es un excelente remedio contra el estreñimiento.
La degradación del sufrimiento y del miedo es un elemento de gran importancia en el sistema general de las degradaciones de la seriedad medieval, totalmente impregnada de miedo y sufrimiento. Además, todos los prólogos de Rabelais se refieren a este tema. Ya hemos visto que el de
Pantagruel
es una parodia en el lenguaje alegre de la propaganda callejera de los procesos medievales de la «verdad salvadora», el «sentido secreto» y los «misterios terroríficos» de la religión. La política y la economía son degradados al nivel de la bebida y la comida. La risa se propone desenmascarar las mentiras siniestras que ocultan la verdad con las máscaras tejidas por la seriedad engendradora de miedo, sufrimiento y violencia.
El tema del prólogo del
Tercer Libro
es análogo. Defiende la verdad de la alegría y los derechos de la risa. Degrada la seriedad calumniadora y lúgubre. La escena final, en la cual los oscurantistas son injuriados y ahuyentados ante el tonel de Diógenes lleno de vino símbolo de la verdad de la alegría libre, otorga una conclusión dinámica a todas estas degradaciones.
Sería totalmente inexacto creer que hay cinismo grosero, solamente, en la degradación rabelesiana del miedo y los sufrimientos medievales, rebajados al nivel de las necesidades naturales. Debemos recordar que esta imagen, como todas las de lo «inferior» material y corporal, es ambivalente y contiene los gérmenes de la virilidad, el nacimiento y la renovación. Esto ya ha sido demostrado, pero aquí encontramos pruebas suplementarias. Al referirse al «masoquismo» de los calumniadores, Rabelais coloca, después de las necesidades naturales, la excitación sexual, es decir la capacidad de realizar el acto sexual.
Al final del
Libro Cuarto,
Panurgo, que se ha ensuciado los calzones bajo los efectos del temor místico (lo que hace reír a sus compañeros), pronuncia estas palabras después de librarse del miedo y recuperar su sonrisa:
«¿Qué diablos es esto? ¿Llamáis a esto mierda, cagacojones, deyección, estiércol, materia fecal, excremento, caca de lobos, liebres, conejos, aves de rapiña, cabras y ovejas, basura o cagarruta? Yo creo que es azafrán de Hibernia. Eso creo. Bebamos.»
Estas fueron las últimas palabras que escribió Rabelais. Se trata de una enumeración de quince nombres de excrementos, desde los más vulgares hasta los más «refinados». Por último, lo llama también «azafrán de Hibernia», es decir, algo muy precioso y agradable. El discurso termina con una invitación a beber, lo que en lenguaje rabelesiano significa entrar en comunión con la verdad.
El carácter de los excrementos, su vínculo con la resurrección y la renovación y su rol especial en la victoria contra el miedo aparece aquí muy claramente.
Es la alegre materia.
En las figuras escatológicas más antiguas, los excrementos están asociados a la virilidad y a la fecundidad. Además,
los excrementos tienen el valor de algo intermedio entre la tierra y el cuerpo,
algo que
vincula
a ambos elementos. Son también algo intermedio entre el cuerpo vivo y el cadáver descompuesto que se transforma en tierra fértil, en
abono;
durante la vida, el cuerpo devuelve a la tierra los excrementos; y
los excrementos fecundan la tierra, como los cadáveres.
Rabelais sintió y distinguió todos estos matices de sentido, como acabamos de ver, que no eran contrarios a sus concepciones médicas. Para él, pintor y heredero del realismo grotesco, los
excrementos
eran además una
materia alegre y desilusionante, al mismo tiempo degradante y agradable, el elemento que une de la forma menos trágica la tumba y el nacimiento: en una forma cómica, no espantosa.
Por ello, consideramos que no hay nada de grosero ni de cínico en las imágenes escatológicas de Rabelais (como tampoco en las del realismo grotesco). La proyección de excrementos, la rociadura de orina, la lluvia de insultos escatológicos lanzados contra el viejo mundo agonizante (y al mismo tiempo naciente) se vuelven sus
funerales alegres,
absolutamente idénticos (en el plano de la risa) al arrojar trozos de tierra en la tumba en testimonio de cariño o al arrojar semillas en el surco (en el seno de la tierra).
En comparación con la concepción medieval, lúgubre e incorpórea, se trata aquí de una corporalización alegre, de un cómico retorno a la tierra. Deben tomarse en cuenta estas ideas al analizar las imágenes escatológicas que tanto abundan en la obra de Rabelais. Volvamos al prólogo del
Tercer Libro.
No hemos hecho más que examinar su principio y su fin. Comienza con los gritos del charlatán de feria y termina con insultos. Pero en esta ocasión, tales formas del vocabulario popular que ya conocemos no son todo: hay además un nuevo aspecto de la plaza pública que tiene gran importancia. Escuchamos también la voz del heraldo de armas que anuncia la movilización, el asedio, la guerra y la paz, y cuyas proclamas se dirigen a todas las clases y corporaciones. Aquí se revela la fisonomía histórica de la plaza pública.
La figura central del tercer prólogo, Diógenes durante el sitio de Corinto, ha sido tomada evidentemente del tratado de Luciano
Cómo debe escribirse la historia,
del cual Rabelais conocía la traducción latina hecha por Budé en su dedicación a las
Anotaciones de las Pandectas.
En manos de Rabelais, este episodio es metamorfoseado completamente. Su versión está llena de alusiones a acontecimientos contemporáneos relativos a la lucha de Francia contra Carlos Quinto, y a las medidas defensivas tomadas por la ciudad de París. Rabelais describe minuciosamente los trabajos defensivos, mediante una célebre enumeración de los trabajos de acondicionamiento y de los armamentos. Es la más rica enumeración de objetos militares y armas de la literatura mundial: encontramos allí, entre otras cosas, trece nombres de espadas, ocho nombres de picas, etc.
Esta nomenclatura tiene un carácter específico. Se trata de
las palabras dichas a voz en grito en la plaza pública.
Encontramos ejemplos similares en la literatura de fines de la Edad Media; los misterios, sobre todo, contienen largas enumeraciones de armas. Así, por ejemplo, en el
Misterio del Viejo Testamento,
los oficiales de Nabucodonosor mencionan cuarenta y tres tipos de armas al hacer el inventario.
En otro misterio,
El martirio de San Quintín
(fines del siglo
XV
), el jefe del ejército romano enumera cuarenta y cinco tipos de armas.
Estas enumeraciones forman parte del ambiente típico de la plaza. La revisión y la exhibición de las fuerzas armadas está destinada a impresionar a las masas populares. Durante el enrolamiento de los soldados, la movilización y la partida al frente (véanse en Rabelais los reclutamientos de Picrochole), el heraldo enumera en voz alta los diferentes tipos de armas, los regimientos (estandartes), y proclama públicamente el nombre de los combatientes destacados o caídos en el campo del honor. Estas enumeraciones sonoras y solemnes trataban de impresionar por medio de la cantidad de nombres y títulos y por la longitud de los mismos (como en el ejemplo que ofrece Rabelais). Estas acumulaciones de verbos y adjetivos que ocupan varias páginas o las interminables series de nombres y títulos, son corrientes en la literatura de los siglos
XV
y
XVI
. Se encuentran muchos ejemplos en Rabelais, como en el tercer prólogo, en el que utiliza sesenta y cuatro verbos para designar las acciones y manipulaciones que realizó Diógenes con su tonel (formando pareja con la actividad guerrera de los ciudadanos); en este mismo
Libro Tercero,
Rabelais cita trescientos tres adjetivos calificativos de los órganos genitales masculinos en buen y mal estado, y doscientos ocho referidos al grado de estupidez del bufón Tribuolet; en
Pantagruel,
se enumeran los ciento cuarenta y cuatro libros que componen la biblioteca de San Víctor; en el mismo
Libro
se citan setenta y nueve personajes que están en el infierno; en el
Cuarto Libro
encontramos ciento cincuenta y cuatro nombres de cocineros ocultos en la
truie
(especie de carro de asalto y cobertura; en el episodio de la guerra de las morcillas); en el mismo
Libro
se encuentran además doscientas doce comparaciones en la descripción de las Carnestolendas, y los nombres de los 136 platos servidos por los Gastrólatras a su dios Ventripotente.
Todas esas enumeraciones comportan una apreciación
elogiosa-injuriosa
(hiperbólica). Pero, por cierto, hay diferencias capitales entre las diversas enumeraciones, cada una de las cuales es utilizada con un fin distinto. En el último capítulo estudiaremos su valor artístico y estilístico. Por ahora nos limitaremos a señalar su rasgo específico y
monumental
de desfile. Estas enumeraciones introducen en el prólogo un tono absolutamente nuevo. Por cierto que Rabelais no hace aparecer nunca al heraldo; la enumeración la hace el autor, quien toma prestado el tono del charlatán de feria que anuncia su producto en público, lanzando contra sus competidores una lluvia de groseros insultos. En este caso adopta el tono solemne del heraldo, en el que se percibe evidentemente la exaltación patriótica de los días en que fue escrito el prólogo. La conciencia de la importancia histórica del momento se expresa directamente en el pasaje siguiente:
«...he reputado como vergüenza más que mediana ser espectador vano y ocioso de tan valientes, discretos y caballerosos personajes como hoy se ofrecen a la consideración de toda Europa, tomando parte en esta insigne fábula y trágica comedia...».
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Destaquemos de paso lo
espectacular
de esta toma de conciencia, que expresa la gravedad histórica del momento.
Sin embargo, ese tono solemne se une a los demás elementos de los lugares públicos, como por ejemplo a la broma obscena sobre las mujeres corintias que se ofrecen «a su modo» para colaborar en la defensa, así como a la forma de las expresiones familiares, los insultos, imprecaciones y juramentos habituales de la plaza pública. La risa no se apaga nunca. La conciencia histórica de Rabelais y de sus contemporáneos no teme la risa. Lo único temible es la seriedad
unilateral y petrificada.
En el prólogo, Diógenes no participa en la actividad guerrera de sus conciudadanos. Pero para no permanecer inactivo en esas circunstancias históricas excepcionales, hace rodar su tonel hasta los muros de la fortaleza y ejecuta todas las manipulaciones posibles e imaginables, enteramente desprovistas de sentido y finalidad práctica. Ya hemos señalado que Rabelais emplea setenta y cuatro verbos para describir todas esas manipulaciones, verbos extraídos de los diversos campos de la técnica y el artesanado.
Esta vana y febril agitación en torno al tonel es una parodia de la actividad seria de los ciudadanos, pero sin intención denigratoria exclusiva, simple ni unilateral. Se insiste en que la alegre parodia de Diógenes es también indispensable, y que Diógenes contribuye a su modo a la defensa de Corinto. Se prohíbe estar ocioso, y la risa no está considerada como actividad ociosa. El derecho a la risa y a la alegre parodia de
las formas de la seriedad,
no se opone a los heroicos ciudadanos de Corinto, sino más bien a los siniestros delatores e hipócritas, enemigos de la verdad libre y alegre. Y cuando el autor identifica su propio rol con el que cumple Diógenes durante el sitio, transforma el tonel del griego en tonel de vino (típica reencarnación rabelesiana de la verdad libre y alegre). Ya hemos analizado la escena de la expulsión de los calumniadores y aguafiestas que se desarrolla ante el tonel.
Por lo tanto, también el prólogo del
Tercer Libro
está destinado al derrocamiento de la seriedad unilateral y a la defensa de los
derechos de la risa,
derechos que siguen vigentes incluso en las condiciones extremadamente graves de una batalla histórica.
Los dos prólogos del
Libro Cuarto
se refieren al mismo tema (el «antiguo prólogo» y la epístola al cardenal Odet). Rabelais desarrolla su doctrina del
médico alegre y de la virtud curativa de la risa,
basada en Hipócrates y otras autoridades. Encontramos allí numerosos elementos tomados de la plaza pública (sobre todo en el prólogo antiguo). Nos detendremos en la imagen del médico alegre que entretiene a sus enfermos.
Es importante destacar en primer lugar los numerosos rasgos populares que tiene la figura del médico que habla en este prólogo. El retrato que esboza Rabelais está muy alejado de la caricatura de tipo profesional que se encuentra en la literatura de épocas posteriores. Es una imagen compleja, universal y ambivalente. Dentro de esta mezcla contradictoria entran, en un plano superior, el «médico a semejanza de Dios» de Hipócrates, y a nivel inferior, el médico escatológico (comedor de excrementos) de la comedia y del mimo antiguo y de las chanzas medievales. El médico cumple un rol capital en la lucha entre la vida y la muerte en el interior del cuerpo humano, y cumple también una función especial durante el parto y la agonía, derivada de su participación en el nacimiento y la muerte Se ocupa del cuerpo que nace, se forma, crece, da a luz, defeca, sufre, agoniza y es desmembrado (no del cuerpo unitario, completo y perfecto), es decir, se ocupa del cuerpo al que son referidas las imprecaciones, groserías y juramentos, y las imágenes grotescas vinculadas a lo «inferior» material y corporal. El médico, testigo y protagonista de la lucha entre la vida y la muerte en el cuerpo del enfermo, tiene una relación especial con los excrementos y la orina sobre todo, cuyo rol era fundamental para los antiguos conocimientos médicos. Los grabados antiguos describían a menudo al médico en actitud de sostener a la altura de sus ojos una bacinilla llena de orina,
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de la que deducía el estado del enfermo; la orina era indicio de vida o muerte. En su epístola al cardenal Odet, Rabelais se refiere a los médicos de expresión triste y transcribe una de las preguntas típicas dirigidas por el enfermo a su médico, extraídas del
Maestro Patelin: