La dama del alba (2 page)

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Authors: Alejandro Casona

BOOK: La dama del alba
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ABUELO.—Si no es más que eso, el mayoral puede hacerlo.

MARTÍN.—Él no los quiere como yo. Cuando eran terneros yo les daba la sal con mis manos. Hoy, que se van, quiero ponerles yo mismo el hierro de mi casa.

MADRE
(Con reproche)
.—¿No se te ha ocurrido pensar que esta noche te necesito más que nunca? ¿Has olvidado qué fecha es hoy?

MARTÍN.—¿Hoy?…
(Mira al Abuelo y a Telva que vuelve. Los dos bajan la cabeza. Martin comprende y baja la cabeza también)
. Ya.

MADRE.—Sé que no te gusta recordar. Pero no te pido que hables. Me bastaría que te sentaras junto a mí, en silencio.

MARTÍN
(Esquivo)
.—El mayoral me espera.

MADRE.—¿Tan importante es este viaje?

MARTÍN.—Aunque no lo fuera. Vale más sembrar una cosecha nueva que llorar por la que se perdió.

MADRE.—Comprendo. Angélica fue tu novia dos años, pero tu mujer sólo tres días. Poco tiempo para querer.

MARTÍN.—¡Era mía y eso bastaba! No la hubiera querido en treinta años más que en aquellos tres días.

MADRE
(Yendo hacia él, lo mira hondamente)
.—Entonces, ¿por qué no la nombras nunca? ¿Por qué, cuando todo el pueblo la buscaba llorando, tú te encerrabas en casa apretando los puños?
(Avanza más)
. ¿Y por qué no me miras de frente cuando te hablo de ella?

MARTÍN
(Crispado)
.—¡Basta!
(Sale resuelto hacia el corral)
.

ABUELO.—Conseguirás que Martín acabe odiando esta casa. No se puede mantener un recuerdo así, siempre abierto como una llaga.

MADRE
(Tristemente resignada)
.—¿También tú?… Ya no la quiere nadie, nadie…

(Vuelve a sentarse pesadamente, Telva se sienta a su lado poniendo entre las dos el cestillo de arvejas. Fuera se oye ladrar al perro)
.

TELVA.—¿Quiere ayudarme a desgranar las arvejas? Es como rezar un rosario verde: van resbalando las cuentas entre los dedos… y el pensamiento vuela.

(Pausa mientras desgranan los dos)
.

MADRE.—¿A dónde vuela el tuyo, Telva?

TELVA.—A los siete árboles altos. ¿Y el suyo, ama?

MADRE.—El mío está siempre fijo, en el agua.

(Vuelve a oírse el ladrido)
.

TELVA.—Mucho ladra el perro.

ABUELO.—Y nervioso. Será algún caminante. A los del pueblo los conoce desde lejos.

(Entran corriendo los niños, entre curiosos y atemorizados)
.

DICHOS Y LOS NIÑOS

DORINA.—Es una mujer, madre. Debe de andar perdida.

TELVA.—¿Viene hacia aquí o pasa de largo?

FALÍN.—Hacia aquí.

ANDRÉS.—Lleva una capucha y un bordón en la mano, como los peregrinos.

(Llaman al aldabón de la puerta. Telva mira a la Madre, dudando)
.

MADRE.—Abre. No se puede cerrar la puerta de noche a un caminante.

(Telva abre la hoja superior de la puerta, y aparece la Peregrina)
.

PEREGRINA.—Dios guarde esta casa y libre del mal a los que en ella viven.

TELVA.—Amén. ¿Busca posada? El mesón está al otro lado del río.

PEREGRINA.—Pero la barca no pasa a esta hora.

MADRE.—Déjala entrar. Los peregrinos tienen derecho al fuego y traen la paz a la casa que los recibe.

(Pasa la Peregrina. Telva vuelve a cerrar)
.

DICHOS Y LA PEREGRINA

ABUELO.—¿Perdió el camino?

PEREGRINA.—Las fuerzas para andarlo. Vengo de lejos y está frío el aire.

ABUELO.—Siéntese a la lumbre, y si en algo podemos ayudarle… Los caminos dan hambre y sed.

PEREGRINA.—No necesito nada. Con un poco de fuego me basta.
(Se sienta a la lumbre)
. Estaba segura de encontrarlo aquí.

TELVA.—No es mucho adivinar. ¿Vio el humo por la chimenea?

PEREGRINA.—No. Pero vi a los niños detrás de los cristales. Las casas donde hay niños siempre son calientes.
(Se echa atrás la capucha, descubriendo un rostro hermoso y pálido, con una sonrisa tranquila).
.

ANDRÉS
(En voz baja)
.—¡Qué hermosa es…!

DORINA.—¡Parece una reina de cuento!

PEREGRINA
(Al abuelo, que la observa intensamente)
.—¿Por qué me mira tan fijo? ¿Le recuerdo algo?

ABUELO.—No sé… Pero juraría que no es la primera vez que nos vemos.

PEREGRINA.—Es posible. ¡He recorrido tantos pueblos y tantos caminos…!
(A los niños, que la contemplan curiosos agarrados a las faldas de Telva)
. ¿Y vosotros? Os van a crecer los ojos si me seguís mirando. ¿No os atrevéis a acercaros?

TELVA.—Discúlpelos. No tienen costumbre de ver gente extraña. Y menos con ese hábito.

PEREGRINA.—¿Os doy miedo?

ANDRÉS
(Avanza resuelto)
.—A mí no. Los otros son más pequeños.

FALÍN
(Avanza también, más tímido)
.—No habíamos visto nunca a un peregrino.

DORINA.—Yo sí; en las estampas. Llevan una cosa redonda en la cabeza, como los santos.

ANDRÉS
(Con aire superior)
.—Los santos son viejos y todos tienen barba. Ella es joven, tiene el pelo como la espiga y las manos blancas como una gran señora.

PEREGRINA.—¿Te parezco hermosa?

ANDRÉS.—Mucho. Dice el abuelo que las cosas hermosas siempre vienen de lejos.

PEREGRINA
(Sonríe. Le acaricia los cabellos)
.—Gracias, pequeño. Cuando seas hombre, las mujeres te escucharán.
(Contempla la casa)
. Nietos, abuelo, y la lumbre encendida. Una casa feliz.

ABUELO.—Lo fue.

PEREGRINA.—Es la que llaman de Martín el de Narcés, ¿no?

MADRE.—Es mi yerno. ¿Lo conoce?

PEREGRINA.—He oído hablar de él. Mozo de sangre en flor, galán de ferias, y el mejor caballista de la sierra.

DICHOS Y MARTÍN,
que vuelve

MARTÍN.—La yegua no está en el corral. Dejaron el portón abierto y se la oye relinchar por el monte.

ABUELO.—No puede ser. Quico la dejó ensillada.

MARTÍN.—¿Está ciego entonces? El que está ensillado es el cuatralbo.

MADRE.—¿El potro?…
(Se levanta resuelta)
. ¡Eso sí que no! ¡No pensarás montar ese manojo de nervios, que se espanta de un relámpago!

MARTÍN.—¿Y por qué no? Después de todo, alguna vez tenía que ser la primera. ¿Dónde está la espuela?

MADRE.—No tientes al cielo, hijo. Los caminos están resbaladizos de hielo… y el paso del Rabión es peligroso.

MARTÍN.—Siempre con tus miedos. ¿Quieres meterme en un rincón, como a tus hijos? Ya estoy harto de que me guarden la espalda consejos de mujer y se me escondan las escopetas de caza.
(Enérgico)
. ¿Dónde está la espuela?

(Telva y el abuelo callan. Entonces la Peregrina la descuelga tranquilamente de la chimenea)
.

PEREGRINA.—¿Es ésta?

MARTÍN
(La mira sorprendido. Baja el tono)
.—Perdone que haya hablado tan fuerte. No la había visto.
(Mira a los otros como preguntando)
.

ABUELO.—Va de camino, cumpliendo una promesa.

PEREGRINA.—Me han ofrecido su lumbre, y quisiera pagar con un acto de humildad.
(Se pone de rodillas)
. ¿Me permite?…
(Le ciñe la espuela)
.

MARTÍN.—Gracias…

(Se miran un instante en silencio. Ella, de rodillas aún)
.

PEREGRINA.—Los Narcés siempre fueron buenos jinetes.

MARTÍN.—Así dicen. Si no vuelvo a verla, feliz viaje. Y duerma tranquila, madre; no me gusta que me esperen de noche con luz en las ventanas.

ANDRÉS.—Yo te tengo el estribo.

DORINA.—Y yo la rienda.

FALÍN.—¡Los tres!
(Salen con él)
.

MADRE, ABUELO, TELVA Y PEREGRINA

TELVA
(A la Madre)
.—Usted tiene la culpa. ¿No conoce a los hombres, todavía? Para que vayan por aquí hay que decirles que vayan por allá.

MADRE.—¿Por qué las mujeres querrán siempre hijos? Los hombres son para el campo y el caballo. Sólo una hija llena la casa.
(Se levanta)
. Perdone que la deje, señora. Si quiere esperar el día aquí, no ha de faltarle nada.

PEREGRINA.—Solamente el tiempo de descansar. Tengo que seguir mi camino.

TELVA
(Acompañando a la Madre hasta la escalera)
.—¿Va a dormir?

MADRE.—Por lo menos a estar sola. Ya que nadie quiere escucharme, me encerraré en mi cuarto a rezar.
(Subiendo)
. Rezar es como gritar en voz baja…
(Pausa mientras sale. Vuelve a ladrar el perro)
.

TELVA.—Maldito perro, ¿qué le pasa esta noche?

ABUELO.—Tampoco él tiene costumbre de sentir gente extraña.

(Telva, que ha terminado de desgranar sus arvejas, toma una labor de calceta)
.

PEREGRINA.—¿Cómo han dicho que se llama ese paso peligroso de la sierra?

ABUELO.—El Rabión.

PEREGRINA.—El Rabión es junto al castaño grande, ¿verdad? Lo quemó un rayo hace cien años, pero allí sigue con el tronco retorcido y las raíces clavadas en la roca.

ABUELO.—Para ser forastera, conoce bien estos sitios.

PEREGRINA.—He estado algunas veces. Pero siempre de paso.

ABUELO.—Es lo que estoy queriendo recordar desde que llegó. ¿Dónde la he visto otra vez… y cuándo? ¿Usted no se acuerda de mí?

TELVA.—¿Por qué había de fijarse ella? Si fuera mozo y galán, no digo; pero los viejos son todos iguales.

ABUELO.—Tuvo que ser aquí: yo no he viajado nunca. ¿Cuándo estuvo otras veces en el pueblo?

PEREGRINA.—La última vez era un día de fiesta grande, con gaita y tamboril. Por todos los senderos bajaban parejas a caballo adornadas de ramos verdes; y los manteles de la merienda cubrían todo el campo.

TELVA.—La boda de la Mayorazga. ¡Qué rumbo, mi Dios! Soltaron a chorro los toneles de sidra, y todas las aldeas de la contornada se reunieron en el Pradón a bailar la giraldilla.

PEREGRINA.—La vi desde lejos. Yo pasaba por el monte.

ABUELO.—Eso fue hace dos años. ¿Y antes?…

PEREGRINA.—Recuerdo otra vez, un día de invierno. Caía una nevada tan grande, que todos los caminos se borraron. Parecía una aldea de enanos, con sus caperuzas blancas en las chimeneas y sus barbas de hielo colgando en los tejados.

TELVA.—La nevadona. Nunca hubo otra igual.

ABUELO.—¿Y antes… mucho antes…?

PEREGRINA
(Con un esfuerzo de recuerdo)
.—Antes… Hace ya tanto años, que apenas lo recuerdo. Flotaba un humo ácido y espeso, que hacía daño en la garganta. La sirena de la mina aullaba como un perro… Los hombres corrían apretando los puños… Por la noche, todas las puertas estaban abiertas y las mujeres lloraban a gritos dentro de las casas.

TELVA
(Se santigua sobrecogida)
.—¡Virgen del Buen Recuerdo, aparta de mí ese día!

(Entran los niños alegremente)
.

DICHOS y LOS NIÑOS

DORINA.—¡Ya va Martín galopando camino de la sierra!

FALÍN.—¡Es el mejor jinete a cien leguas!

ANDRÉS.—Cuando yo sea mayor domaré potros como él.

TELVA
(Levantándose y recogiendo Ja labor)
.—Cuando seas mayor, Dios dirá. Pero mientras tanto, a la cama, que es tarde. Acostado se crece más de prisa.

ANDRÉS.—Es muy temprano. La señora, que ha visto tantas cosas, sabrá contar cuentos y romances.

TELVA.—El de las sábanas blancas es el mejor.

PEREGRINA.—Déjelos. Los niños son buenos amigos míos, y voy a estar poco tiempo.

ANDRÉS.—¿Va a seguir viaje esta noche? Si tiene miedo, yo la acompañaré hasta la balsa.

PEREGRINA.—¡Tú! Eres muy pequeño todavía.

ANDRÉS.—¿Y eso qué? Vale más un hombre pequeño que una mujer grande. El abuelo lo dice.

TELVA.—¿Lo oye? Son de la piel de Barrabás. Deles, deles la mano y verá cómo pronto se toman el pie. ¡A la cama, he dicho!

ABUELO.—Déjalos, Telva. Yo me quedaré con ellos,

TELVA.—¡Eso! Encima quíteme la autoridad y deles mal ejemplo.
(Sale rezongando)
. Bien dijo el que dijo: si el Prior juega a los naipes, ¿qué harán los frailes?

ABUELO.—Si va a Compostela puedo indicarle el camino.

PEREGRINA.—No hace falta; está señalado en el cielo con polvo de estrellas.

ANDRÉS.—¿Por qué señalan ese camino las estrellas?

PEREGRINA.—Para que no se pierdan los peregrinos que van a Santiago.

DORINA.—¿Y por qué tienen que ir todos los peregrinos n Santiago?

PEREGRINA.—Porque allí está el sepulcro del Apóstol.

FALÍN.—¿Y por qué está allí el sepulcro del Apóstol?

Los TRES.—¿Por qué?

ABUELO.—No les haga caso. Más pregunta un niño que contesta un sabio.
(Viéndola cruzar las manos en las mangas)
. Se está apagando el fuego. ¿Siente frío aún?

PEREGRINA.—En las manos, siempre.

ABUELO.—Partiré unos leños y traeré ramas de brezo que huelen al arder.

(Sale hacia el corral. Los niños se apresuran a rodear a la Peregrina)
.

PEREGRINA Y NIÑOS

DORINA.—Ahora que estamos solos, ¿nos contará un cuento?

PEREGRINA.—¿No os lo cuenta el abuelo?

ANDRÉS.—El abuelo sabe empezarlos todos pero no sabe terminar ninguno. Se le apaga el cigarro en la boca, y en cuanto se pierde "Colorín-colorao, este cuento se ha acabao".

DORINA.—Antes era otra cosa. Angélica los sabía a cientos, algunos hasta con música. Y los contaba como si se estuviera viendo.

ANDRÉS.—El de la Delgadina. Y el de la moza que se vistió de hombre para ir a las guerras de Aragón.

DORINA.—Y el de la Xana que hilaba madejas de oro en la fuente.

FALÍN.—Y el de la raposa ciega, que iba a curarse los ojos a Santa Lucía…

PEREGRINA.—¿Quién era Angélica?

DORINA.—La hermana mayor. Todo el pueblo la quería como si fuera suya. Pero una noche se marchó por el río.

ANDRÉS.—Y desde entonces no se puede hablar fuerte, ni nos dejan jugar.

FALÍN.—¿Tú sabes algún juego?

PEREGRINA.—Creo que los olvidé todos. Pero si me enseñáis, puedo aprender.

(Los niños la rodean alborozados)
.

FALÍN.—"Aserrín, aserrán, maderitos de San Juan…"

DORINA.—No. A "¡Tú darás, yo daré, bájate del borriquito que yo me subiré!"

ANDRÉS.—Tampoco. Espera. Vuelve la cabeza para allá, y mucho ojo con hacer trampa, ¡eh!
(La Peregrina se tapa los ojos, mientras ellos, con las cabezas juntas, cuchichean)
. ¡Ya está! Lo primero hay que sentarse en el suelo.
(Todos obedecen)
. Así. Ahora cada uno va diciendo y todos repiten. El que se equivoque, paga. ¿Va?

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