Authors: Alejandro Casona
FALÍN.—¿Se casaron?
ADELA.—No. La reina, llena de celos, los mandó matar a los dos. Pero de ella nació un rosal blanco; de él un espino de albar. Y las ramas fueron creciendo hasta juntarse.. .
DORINA.—Entonces la reina mandó cortar también las dos ramas. ¿No fue así?
ADELA.—Así fue. Pero tampoco así consiguió separarlos:
"De ella naciera una garza,
de él un fuerte gavilán.
Juntos vuelan por el cielo.
¡Juntos vuelan, par a par!"
ANDRÉS.—Esas cosas sólo pasaban antes. Ahora ya no hay milagros.
ADELA.—Éste sí; es el único que se repite siempre. Porque cuando un amor es verdadero, ni la misma muerte puede nada contra él.
DORINA.—Angélica sabía esos versos; pero los decía cantando. ¿Sabes tú la música?
ADELA.—También.
(Canta)
.
"Madrugaba el Conde Olinos
mañanita de San Juan
a dar agua a su caballo
a las orillas del mar.
NIÑOS
(Acompañando el estribillo)
.—A las orillas del mar…
ADELA
(Viendo al Abuelo, que bajaba la escalera y se ha detenido a escuchar)
.—¿Quiere algo, abuelo?
ABUELO.—Nada. Te miraba entre los niños, cantando esas cosas antiguas, y me parecía estar soñando.
(Llega junto a ella y la contempla)
. ¿Qué vestido es ése?
ADELA.—Madre quiso que me lo pusiera para la fiesta de esta noche. ¿No lo recuerda?
ABUELO.—¿Cómo había de olvidarlo? Angélica misma lo tejió y bordó el aljófar sobre el terciopelo. Lo estrenó una noche de San Juan, como hoy.
(Mira lo que está haciendo)
. ¿Y esa labor?
ADELA.—La encontré empezada, en el fondo del arca.
ABUELO.—¿Sabe la Madre que la estas haciendo?
ADELA.—Ella misma me encargó terminarla. ¿Le gusta? Después de cuatro años, los hilos están un poco pálidos.
(Levanta los ojos)
. ¿Por qué me mira así?
ABUELO.—Te encuentro cada día más cambiada…, más parecida a Angélica.
ADELA.—Será el peinado. A Madre le gusta así.
ABUELO.—Yo, en cambio, preferiría que fueras tú misma en todo; sin tratar de parecerte a nadie.
ADELA.—Ojalá fuera yo como la que empezó este bordado.
ABUELO.—Eres como eres, y así está bien. Ahora, poniéndote sus vestidos y peinándote lo mismo, te estás pareciendo a ella tanto… que me da miedo.
ADELA.—Miedo, ¿por qué?
ABUELO.—No sé… Pero si te hubieran robado un tesoro y encontraras otro, no volverías a esconderlo en el mismo sitio.
ADELA.—No le entiendo, abuelo.
ABUELO.—Son cosas mías.
(Sale por la puerta del fondo, abierta de par en par, explorando el camino)
.
ADELA.—¿Qué le pasa hoy al abuelo?
DORINA.—Toda la tarde está vigilando los caminos.
ANDRÉS.—Si espera al gaitero, todavía es temprano. La fiesta no empieza hasta la noche.
FALÍN.—¿Iremos a ver las hogueras?
ADELA.—¡Y a bailar y a saltar por encima de la llama!
ANDRÉS.—¿De verdad? Antes nunca nos dejaban ir. ¡Y daba una rabia oír la fiesta desde aquí con las ventanas cerradas!
ADELA.—Eso ya pasó. Esta noche iremos todos juntos.
FALÍN.—¿Yo también?
ADELA
(Levantándolo en brazos)
— ¡Tú el primero, como un hombrecito!
(Lo besa sonoramente. Después lo deja nuevamente en el suelo dándole una palmada)
. ¡Hala! A buscar leña para la hoguera grande. ¿Qué hacéis aquí encerrados? El campo se ha hecho para correr.
NIÑOS.—¡A correr! ¡A correr!
FALÍN
(Se detiene en la puerta)
.—¿Puedo tirar piedras a los árboles?
ADELA.—¿Por qué no?
FALÍN.—El otro día tiré una a la higuera del cura, y todos me riñeron.
ADELA.—Estarían verdes los higos.
FALÍN.—No, pero estaba el cura debajo.
(Salen riendo. Adela ríe también. Entra Telva)
.
ADELA Y TELVA
TELVA.—Gracias a Dios que se oye reír en esta casa.
ADELA
(Volviendo a su labor)
.— Son una gloria de criaturas.
TELVA.—Ahora sí; desde que van a la escuela y pueden correr a sus anchas, tienen por el día mejor color y por la noche mejor sueño. Pero tampoco conviene demasiada blandura.
ADELA.—No dan motivo para otra cosa.
TELVA.—De todas maneras; bien están los besos y los juegos, pero un azote a tiempo también es salud. Vinagre y miel sabe mal, pero hace bien.
ADELA.—Del vinagre ya se encargan ellos. Ayer Andrés anduvo de pelea y volvió a casa morado de golpes.
TELVA.—Mientras sea con otros de su edad, déjalos; así se hacen fuertes. Y los que no se pelean de pequeños lo hacen luego de mayores, que es peor. Es como el renacuajo, que mueve la cola, y dale y dale y dale… hasta que se la quita de encima. ¿Comprendes?
ADELA.—¡Tengo tanto que aprender todavía!
TELVA.—No tanto. Lo que tú has hecho aquí en unos pocos meses no lo había conseguido yo en años. ¡Ahí es nada! Una casa que vivía a oscuras, y un golpe de viento que abre de pronto todas las ventanas. Eso fuiste tú.
ADELA.—Aunque así fuera. Por mucho que haga no será bastante para pagarles todo el bien que les debo.
(Telva termina de arreglar el vasar y se sienta junto a ella ayudándole a devanar una madeja)
.
TELVA.—¿Podías hacer más? Desde que Angélica se nos fue, la desgracia se había metido en esta casa como cuchillo por pan. Los niños, quietos en el rincón, la rueca llena de polvo, y el ama con sus ojos fijos y su rosario en la mano. Toda la casa parecía un reloj parado. Ahora ha vuelto a andar, y hay un pájaro para cantar las horas nuevas.
ADELA.—Más fueron ellos para mí. Pensar que no tenía nada, ni la esperanza siquiera, y cuando quise morir el cielo me lo dio todo de golpe: madre, abuelo, hermanos. ¡Toda una vida empezada por otra para que la siguiera yo!
(Con una sombra en la voz, suspendiendo la labor)
. A veces pienso que es demasiado para ser verdad y que de pronto voy a despertarme sin nada otra vez a la orilla del río…
TELVA
(Santiguándose rápida)
.—¿Quieres callar, malpocada? ¡Miren qué ideas para un día de fiesta!
(Le tiende nuevamente la madeja)
. ¿Por qué te has puesto triste de repente?
ADELA.—Triste no. Estaba pensando que siempre falta algo para ser feliz del todo.
TELVA.—¡Ahá!
(La mira. Voz confidencial)
. ¿Y ese algo… tiene los ojos negros y espuelas en las botas?
ADELA.—Martín.
TELVA.—Me lo imaginaba.
ADELA.—Los demás todos me quieren bien. ¿Por qué tiene que ser precisamente él, que me trajo a esta esa, el único que me mira como a una extraña? Nunca me ha dicho una buena palabra.
TELVA.—Es su carácter. Los hombres enteros son como el pan bien amasado: cuanto más dura tienen la corteza más tierna esconden la miga.
ADELA.—Si alguna vez quedamos solos, siempre encuentra una disculpa para irse. O se queda callado, con los ojos bajos, sin mirarme siquiera.
TELVA.—¿También eso? Malo, malo, malo. Cuando los hombres nos miran mucho, puede no pasar nada; pero cuando no se atreven a mirarnos, todo puede pasar.
ADELA.—¿Qué quiere usted decir?
TELVA.—¡Lo que tú te empeñas en callar! Mira, Adela, si quieres que nos encontremos, no me vengas nunca con rodeos. Las palabras difíciles hay que cogerlas sin miedo, como las brasas en los dedos. ¿Qué es lo que sientes tú por Martín?
ADELA.—El afán de pagarle de algún modo lo que hizo por mí. Me gustaría que me necesitara alguna vez; encenderle el fuego cuando tiene frío, o callar juntos cuando está triste, como dos hermanos.
TELVA.—¿Y nada más?
ADELA.—¿Qué más puedo esperar?
TELVA.—¿No se te ha ocurrido pensar que es demasiado joven para vivir solo, y que a su edad sobra la hermana y falta la mujer?
ADELA.—¡Telva!…
(Se levanta asustada)
. ¿Pero cómo puede imaginar tal cosa?
TELVA.—¿Y nada más?
ADELA.—Sería algo peor; una traición. Hasta ahora he ido ocupando uno por uno todos los sitios de Angélica, sin hacer daño a su recuerdo. Pero queda el último, el más sagrado. ¡Ése sigue siendo suyo y nadie debe entrar nunca en él!
(Comienza a declinar la luz. Martín llega del campo. Al verlas juntas se detiene un momento. Luego, se dirige a Telva)
.
TELVA, ADELA Y MARTÍN
MARTÍN.—¿Tienes por ahí alguna venda?
TELVA.—¿Para qué?
MARTÍN.—Tengo dislocada esta muñeca desde ayer. Hay que sujetarla.
TELVA.—A ti te hablan, Adela.
(Adela rasga una tira y se acerca a él)
.
ADELA.—¿Por qué no lo dijiste ayer mismo?
MARTÍN.—No me di cuenta. Debió de ser al descargar el carro.
TELVA.—¿Ayer? Qué raro; no recuerdo que haya salido el carro en todo el día.
MARTÍN
(Áspero)
.—Pues sería al podar el nogal, o al uncir los bueyes. ¿Tengo que acordarme cómo fue?
TELVA.—Eso allá tú. Tuya es la mano.
ADELA
(Vendando con cuidado)
.—¿Te duele?
MARTÍN.—Aprieta fuerte. Más.
(La mira mientras ella termina el vendaje)
. ¿Por qué te has puesto ese vestido?
ADELA.—No fue idea mía. Pero si no te gusta…
MARTÍN.—No necesitas ponerte vestidos de otra; puedes encargarte los que quieras. ¿No es tuya la casa?
(Comienza a subir la escalera. Se detiene un instante y dulcifica el tono, sin mirarla apenas)
. Y gracias.
TELVA.—Menos mal. Sólo te falta morder la mano que te cura.
(Sale Martín).
¡Lástima de vara de avellano!
ADELA
(Recogiendo su labor, pensativa)
.—Cuando mira los trigales no es así. Cuando acaricia a su caballo tampoco. Sólo es conmigo…
(Entra la Madre, del campo)
.
MADRE, ADELA Y TELVA. Después QUICO.
ADELA.—Ya iba a salir a buscarla. ¡Fue largo el paseo, eh!
MADRE.—Hasta las viñas. Está hermosa la tarde y ya huele a verano todo el campo.
TELVA.—¿Pasó por el pueblo?
MADRE.—Pasé. ¡Y qué desconocido está! La parra de la fragua llega hasta el corredor; en el huerto parroquial hay árboles nuevos. Y esos chicos se dan tanta prisa en crecer… Algunos ni me conocían.
TELVA.—Pues qué, ¿creía que el pueblo se había dormido todo este tiempo?
MADRE.—Hasta las casas parecen más blancas. Y en el sendero del molino han crecido rosales bravos.
TELVA.—¿También estuvo en el molino?
MADRE.—También. Por cierto que esperaba encontrarlo mejor atendido. ¿Dónde está Quico?
TELVA
(Llama en voz alta)
.—¡Quico!…
VOZ DE Quico.—¡Va!…
MADRE.—Ven que te vea de cerca, niña. ¿Me están faltando los ojos o está oscureciendo ya?
ADELA.—Está oscureciendo.
(Telva enciende el quinqué)
.
MADRE.—Suéltate un poco más el pelo… Así…
(Lo hace ella misma, acariciando cabellos y vestido)
. A ver ahora…
(La contempla entornando los ojos)
. Sí…, así era ella… Un poco más claros los ojos, pero la misma mirada.
(La besa en los ojos. Entra Quico, con un ramo en forma de corona adornado de cintas de colores)
.
QUICO.—Mande, mi ama.
MADRE.—La presa del molino chorrea el agua como una cesta, y el tejado y la rueda están comidos de verdín. En la cantera del pomar hay buena losa.
(El mozo contempla a Adela embobado)
. ¿Me oyes?
QUICO.—¿Eh?… Sí, mi ama.
MADRE.—Para las palas de la rueda no hay madera como la de fresno. Y si puede ser mañana, mejor que pasado. ¿Me oyes o no?
QUICO.—¿Eh?… Sí, mi ama. Así se hará.
MADRE.—Ahora voy a vestirme yo también para la fiesta. El dengue de terciopelo y las arracadas de plata, como en los buenos tiempos.
TELVA.—¿Va a bajar al baile?
MADRE.—Hace cuatro años que no veo arder las hogueras. ¿Te parece mal?
TELVA.—Al contrario. También a mí me está rebullendo la sangre, y si las piernas me responden, todavía va a ver esta mocedad del día lo que es bailar un perlindango.
ADELA
(Acompañando a la Madre)
.—¿Está cansada? Apóyese en mi brazo.
MADRE
(Subiendo con ella)
.— Gracias…, hija.
TELVA Y QUICO
TELVA.—Las viñas, el molino y hasta el baile de noche alrededor del fuego. ¡Quién la ha visto y quién la ve!…
(Cambia el tono mirando a Quico que sigue con los ojos fijos en el sitio por donde salió Adela)
. Cuídate los ojos, rapaz, que se te van a escapar por la escalera.
QUICO.—¿Hay algo malo en mirar?
TELVA.—Fuera del tiempo que pierdes, no. ¿Merendaste ya?
QUICO.—Y fuerte. Pero, si lo hay, siempre queda un rincón para un cuartillo.
(Telva le sirve el vino. Entre tanto él sigue adornando su ramo)
. ¿Le gusta el ramo? Roble, acebo y laurel.
TELVA.—No está mal. ¿Pero por qué uno solo? Las hijas del alcalde son tres.
QUICO.—¡Y dale!
TELVA.—Claro que las otras pueden esperar. Todos los santos tienen octava, éste dos:
"La noche de San Pedro
te puse el ramo,
la de San Juan no pude
que estuve malo."
QUICO.—No es para ellas. Eso ya pasó.
TELVA.—¿Hay alguna nueva?
QUICO.—No hace falta. Poner el ramo no es cortejar.
TELVA.—¡No pensarás colgarlo en la ventana de Adela!…
QUICO.—A muchos mozos les gustaría; pero ninguno se atreve.
TELVA.—¿No se atreven? ¿Por qué?
QUICO.—Por Martín.
TELVA.—¿Y qué tiene que ver Martín? ¿Es su marido o su novio?
QUICO.—Ya sé que no. Pero hay cosas que la gente no comprende.
TELVA.—¿Por ejemplo?
QUICO.—Por ejemplo… Que un hombre y una mujer jóvenes, que no son familia, vivan bajo el mismo techo.
TELVA.—¡Era lo que me faltaba oír! ¿Y eres tú, que los conoces y comes el pan de esta casa, el que se atreve a pensar eso?
(Empuñando la jarra)
. ¡Repítelo si eres hombre!
QUICO.—Eh, poco a poco, que yo no pienso nada. Usted me tira de la lengua, y yo digo lo que dicen por ahí.
TELVA.—¿Dónde es por ahí?
QUICO.—Pues, por ahí… En la quintana, en la taberna.
TELVA.—La taberna. Buena parroquia para decir misa. ¡Y buen tejado el de la taberna para tirarle piedras al del vecino!
(Se sienta a su lado y le sirve otro vaso)
. Vamos, habla. ¿Qué es lo que dice en su púlpito esa santa predicadora?