La canción acabó con un arpegio cristalino y estalló una salva de aplausos que hicieron que Rulfo girara la cabeza. La anciana se inclinó y le envió un beso aéreo que él devolvió encantado. Cuando retornó a la ventana, alguien había corrido las cortinas.
Una pregunta, sin embargo, comenzó a asediarle. Una duda largamente postergada. Tenía mucha relación con lo que acababa de contemplar.
Deseoso de saber la respuesta, buscó a su alrededor y vio a un hombre gordo de cabellos blancos bebiendo champán. Se acercó a él, abrió la boca y emitió algunos sonidos desarticulados. El tipo lo miró con cierto desprecio y se apartó. Rulfo se maldijo a sí mismo por olvidar que había perdido la capacidad de hablar.
Alguien en el salón había empezado a recitar «El gusano conquistador» de Poe. En ese momento se sintió muy mareado. La luz comenzaba a ser derogada de sus ojos. Anduvo algunos pasos trastabillando hasta tropezar con otro hombre que no vestía de esmoquin sino una especie de largo caftán. El hombre le dijo algo y Rulfo intentó pedir disculpas, pero descubrió que ni siquiera sabía cómo hacerlo. Cayó al suelo de rodillas, entre una nubada de palabras inglesas. Mientras cerraba los ojos pensó en la pregunta que no había podido hacer.
Cada vez le parecía más urgente responderla, como si fuera vital, como si de eso dependiera su felicidad y su futuro y la felicidad y el futuro de muchos como él.
Siempre eran doce.
Doce.
Faltaba una.
Quería que alguien le dijera dónde estaba la que faltaba.
B
allesteros alzó la cabeza tras auscultar la respiración del anciano.
—No está usted tan mal como cree, abuelo, así que no ponga esa cara.
El paciente esbozó una sonrisa, y su esposa, una viejecita menuda con gafas y rostro afilado, miró al techo y susurró algo en dirección a Dios. Pero Ballesteros pensó que Dios sí sabía la verdad: la insuficiencia respiratoria de aquel hombre había empeorado un poco, aunque no de forma preocupante. Además, lo mismo había ocurrido con el clima. Noviembre había comenzado con semblante hosco: gruesos nubarrones grises que no terminaban de cuajar en lluvia desfilaban por la ventana removidos por un viento helado. Tal circunstancia empeoraba invariablemente los bronquios de todos sus ancianos. Supuso que con una ligera modificación del tratamiento su estado mejoraría. A él no le ocurría lo mismo.
Necesito algo más que una ligera modificación de tratamiento
, pensó.
Devolvió la sonrisa que el matrimonio le dedicó al despedirse. Entonces sintió que los aceitunados y hermosos ojos de Ana lo contemplaban.
—Hoy trae usted mala cara —le dijo la enfermera cuando los ancianos se marcharon—. A ver, qué ha estado haciendo el fin de semana, confiese...
Lo deslumbraba con aquella semiluna de marfil sonriente enmarcada en su rostro moreno. Intentó bromear, como siempre hacía cuando hablaban a solas.
—Los lunes los he llevado mal toda la vida. En esto se nota que no he envejecido.
—Pero, no estará usted malo, ¿no?
Le quitó importancia al tema. Y lo hizo de manera muy simple, con un leve gesto y una sonrisa de confianza. Comprendió de repente que le resultaba muy fácil engañar. Todo el mundo le creía. Para evitar que supieran la verdad, para impedir que descubrieran las tinieblas que albergaba, solo tenía que sonreír y sacudir la cabeza. Eran los privilegios de la soledad y la profesión.
Se alegró de que la conversación y la entrada del siguiente enfermo quedaran interrumpidos a la vez por el teléfono. Su enfermera contestó, y él dispuso de cierto tiempo para cerrar los ojos. Aunque sabía que, si lo hacía,
el bosque
todo se repetiría de nuevo.
—Doctor.
—Qué.
Volvería a
verla
, como en los últimos días. Y todo sería espantoso.
—Es de parte del doctor Tejera, del Provincial. Quiere hablar con usted sobre un paciente ingresado.
El bosque era el sueño.
Asintió y cogió el auricular. No era infrecuente que lo llamaran desde un centro clínico para comentarle el caso de alguno de sus enfermos, hospitalizado por cualquier motivo. Fuera como fuese, agradecía a Tejera aquel descanso: le serviría para dejar de pensar en la oscuridad que lo rodeaba.
Pero momentos después supo que estaba completamente equivocado.
Aquélla era la voz de la oscuridad.
El bosque era el sueño.
El mar, la vigilia.
Esta curiosa, doble certidumbre le asedió durante un tiempo impreciso. Si se dormía, si se hundía en la inconsciencia, todo quedaba quieto y sombrío. Era como encontrarse en medio de un bosque impenetrable. Pero al despertar se sentía flotando en un mar que cumplía casi todos los requisitos para serlo salvo la presencia de agua: respiración de olas, luz, balanceos, ausencia de peso. Entonces, en un momento dado, la luz se le convirtió en memoria.
Y lo traspasó.
Irónicamente, fue en ese instante cuando Caparrós (el nombre que aparecía en una de las muchas Tarjetas rectangulares que flotaban sobre él) le dijo a Tejera (otro de los nombres) algo parecido a: «Está mejor». Casi se echó a reír al oírlo, porque aquél era el primer día en que se sentía realmente
mal.
—Díganos lo último que recuerda.
—Este hospital.
—¡Y antes de venir aquí?
—Mi casa.
—¿Dónde vive usted?
—Calle Lomontano, número cuatro, tercero izquierda.
Está bien, le decían, está muy bien. Luego descubrió que todo se desarrollaba de la misma forma absurda: al día siguiente se sintió mucho
peor
, y Caparrós y Tejera le dijeron que le iban a dar el alta; al otro, su estado había «mejorado del todo» pero él se encontraba sumido en una horrenda pesadilla de recuerdos. Se dio cuenta de que Caparrós y Tejera —que ya no eran Tarjetas sino Rostros, o, mejor dicho, Médicos— veían la llama, y la llama hablaba y respondía preguntas, y eso les hacía pensar que nada malo ocurría. Pero no advertían al hombre que
se quemaba dentro
.
Se defendió de las preguntas haciendo otras. Le contestaron que se encontraba en un hospital público de Madrid. Le dijeron que era domingo cuatro de noviembre, y que había estado casi setenta y dos horas en coma. Le explicaron quién lo había hallado —un camionero regresando de un reparto—, cómo había visto su cuerpo tirado en la cuneta de una comarcal cerca de aquel almacén abandonado y llamado a la policía, y éstos a una ambulancia. Diagnóstico provisional: coma etílico.
Le dijeron todo eso, salvo lo que más le importaba. Tuvo que preguntarlo también.
Tejera, que era quien estaba de guardia aquel domingo, asintió con la cabeza. Era un médico joven, moreno, de espeso pelo rizado. Tenía cierta tendencia a convertir la boca en un punto rosado cuando asentía.
—Sí, había otra persona junto a usted, también desmayada. Una mujer. Ignoramos su identidad. Carece de documentación y aún se encuentra en coma.
la miró.
—¿Puede describírmela?
—Lo siento, pero no la he visto. Está en la UVI y la llevan otros compañeros. Pensábamos que usted sabría decirnos...
—Necesito verla —dijo él, tragando saliva.
—La verá.
Pensó que existían dos opciones. Le habían asegurado que no estaba herida, pero eso no probaba nada. Quizá todo lo que él creía que le había sucedido a Susana era falso (rogaba por que fuera así). La otra posibilidad se le antojaba más increíble. ¿Por qué iban a dejar a Raquel con vida, si era obvio que deseaban hacerla pedazos?
No, no podía ser Raquel. Era absurdo. Y cruel. Sería mejor que estuviese muerta.
La miró.
Se hallaba inmóvil, clavada con sondas, sueros y cables a la cama. Tenía los ojos cerrados. La reconoció de inmediato.
—¿La conoce? —preguntó Tejera.
—No.
Y le pareció que, después de todo, no estaba mintiendo.
La mañana del lunes, Merche, la enfermera de largas pestañas (sabía el nombre de pila de todas las enfermeras pero solo el apellido de los médicos), le anunció que iban a trasladarlo a un sitio más tranquilo que la sala de observación. Un celador fornido de rostro plano y redondo como la luna llena manipuló su silla de ruedas con parsimonia de chofer. Su nueva habitación, situada en otra planta, era todo lo agradable que podía ser un lugar de aquellas características, con una pequeña cama, una mesilla y una ventana basculante donde el cielo aparecía enmarcado como un cuadro de tormenta. El cambio de silencio le hizo caer de inmediato en un profundo sopor del que despertó casi gritando, tras haber soñado con una serpiente que escribía con su lengua un verso de Juan de la Cruz sobre su rostro y desplegaba sus anillos aceitosos para deslizarse por la órbita vacía de
Basta. Pedos mentales.
Aquel súbito recuerdo trajo a su memoria un nombre. Habló con el doctor Tejera y le pidió que le telefoneara.
Recibió la visita por sorpresa, esa misma noche. Creyó que volvía a soñar, porque, de improviso, en la oscuridad dorada de su habitación (solo la lámpara de la cama encendida) vio aparecer el blanco cabello, la barbita bien recortada, el rostro amplio y la corpulencia del médico, que lo miraba con misteriosa tranquilidad.
—¿Entró, por fin?
Comprendió de inmediato a qué se refería, pero no quiso contestar. Ballesteros acercó una silla y acomodó su anatomía con un suspiro de cansancio.
—¿Por qué ha venido tan pronto? —inquirió Rulfo—. Creí que ni siquiera se acordaría de mí...
—Hoy no tengo nada que hacer, y no suelo dejar para mañana lo que puedo hacer hoy. ¿Cómo se siente?
—He tenido épocas mejores. Pero ahora no me encuentro demasiado mal —mintió—. Lo único que necesito es volver a fumar.
Ballesteros alzó las cejas y sacudió su cabeza nevada.
—Usted y sus vicios —rezongó—. Ya sabe que esto es un hospital. Y, aunque no fuera así, ¿cómo se atreve a decirle eso a un médico...?
—Me alegro de que haya venido —sonrió Rulfo—. De veras. Se lo agradezco, doctor.
—No se haga el tierno y cuénteme lo que ha pasado.
Rulfo quedó un momento en silencio rumiando aquella petición. Entonces se echó a reír. Pero su ronca carcajada no contagió a Ballesteros.
—La verdad, no sabría explicárselo.
Ballesteros se encogió de hombros.
—Si piensa que así será más fácil, le haré preguntas. El doctor Tejera me dijo que un buen samaritano lo había encontrado desmayado en la cuneta de una comarcal, junto a un almacén cerrado por incendio. ¿Cómo llegó hasta allí?
Hubo una pausa. Rulfo volvió a apoyar la cabeza en la almohada y miró al techo.
Había comprendido de repente el grave error que había cometido.
No dejarán testigos.
Aquella tarde había experimentado la necesidad de compartir con alguien su estado de ánimo, y había recordado el nombre del médico que lo había atendido al principio de todo. Pero ahora se daba cuenta de que había sido una metedura de pata, y no precisamente por la razón que aducía (la imposibilidad de explicarse) sino por otra, mucho más importante, más ominosa.
Contempló los cansados y leales ojos grises de Ballesteros rodeados por un rostro enorme de Papá Noel de incógnito, y sintió rencor contra sí mismo. No podía brindarle ni la más leve información, por que, en caso contrario, aquel pobre médico sufriría las consecuencias: como Marcano, como Rauschen..., quizá también como César, que no respondía a sus repetidas llamadas telefónicas...
No dejarán testigos.
A él mismo le sorprendía seguir conservando la vida y la memoria, pero el motivo de aquella excepción —sospechó— debía de ser que aún lo necesitaban: quizá para seguir interrogándolo. Saga lo había dicho:
Tenemos mucho tiempo por delante.
No, no podía hablar. Ya había implicado a demasiados inocentes.
—¿Y bien? —exigió Ballesteros.
—Le diré lo que recuerdo... Me temo que esa noche bebí más de la cuenta. Luego cogí el coche, salí de Madrid y aparqué en algún sitio para dormir la mona. Entonces desperté en este hospital.
Ballesteros lo escrutaba como si fueran los ojos de Rulfo los que dijeran cosas.
—Eso no es tan difícil de explicar —comentó—. Y puedo creerlo perfectamente. De hecho, tenía usted altos niveles de alcohol en sangre cuando lo trajeron. He estado revisando su historia antes de entrar a verle.
—Pues entonces, todo aclarado. Fue una borrachera estúpida.
—¿Y la mujer?
Rulfo se le quedó mirando.
—Ya veo que ha hecho bien los deberes.
—Siempre los hago —replicó Ballesteros, ojeroso—. Ahora, dígame: ¿quién es la mujer que apareció junto a usted, también inconsciente...? ¿Otra borracha...?
—No la conozco. No la había visto en mi vida.
—Pues es una suerte, porque se encuentra muy grave. Casi en estado de muerte cerebral. El doctor Tejera me ha asegurado que no pasará de esta noche.
Toda la sangre se retiró del rostro de Rulfo.
—¿Qué?
Ballesteros lo miró con calma.
—Que esa mujer desconocida la va a palmar esta noche —dijo tranquilamente—. Pero ¿por qué me mira así...? ¿No dice que no la conoce...? Claro que a lo mejor sobrevive. Quizá no esté tan grave. Todo depende de si usted la conoce o no.
—Hijo de puta —masculló Rulfo entre dientes.
Ballesteros esbozó la única sonrisa sincera que había logrado producir en aquellos últimos y largos días.
—Por lo visto, le afecta mucho el destino de la gente desconocida. Siempre supe que era usted buena persona.
—Y yo siempre supe que usted era...
—Un cabrón, sí. No se preocupe, dígalo. Lo tengo merecido. No está bien bromear con la salud de la gente. La verdad es que el estado clínico de esa señorita apenas ha variado en las últimas horas... Si acaso, ha experimentado una ligera mejoría: ya parece reaccionar a los estímulos. Y ahora, si me permite, este cabrón le va a hacer otra vez la pregunta: ¿quién es esa mujer y de qué la conoce?
—Ya le he dicho que...
—De acuerdo. Veo que he estado perdiendo el tiempo.
Ballesteros se levantó como un resorte, sorprendentemente ágil para su inmenso cuerpo, y salió de la habitación sin decir palabra. Rulfo respiró aliviado. Le dolía irritarle, pero al menos había logrado evitar las preguntas. Prefería un millón de veces soportar su indignación que ser responsable de todo lo que podía ocurrirle si hablaba.