El automóvil descendió hacia la oscuridad del garaje. Allí estaba su sitio de siempre, esperándole.
El piso de Ballesteros, situado en la séptima planta de un edificio del barrio de Salamanca, era tal como Rulfo había imaginado: confortable, clásico, repleto de fotografías y diplomas. Pensó en la notoria diferencia con que el médico y él habían reaccionado ante la muerte de la persona a la que amaban: él escondía todos los retratos de Beatriz, Ballesteros llenaba cada rincón con los de Julia. La esposa de Ballesteros había sido muy hermosa y alegre. Aparecía en las fotos derrochando esa felicidad inacabable de las instantáneas tomadas en los mejores momentos. También había retratos de sus tres hijos: la hija había salido a la madre y el hijo mayor era una réplica larga y delgada del padre.
—Ésta puede ser tu habitación —le dijo el médico a Raquel. Era un cuarto espacioso y muy iluminado mediante una amplia ventana, con baño individual.
—Es maravillosa.
—La mala noticia es que el pesado de Salomón dormirá en una cama mueble junto a ti, al menos durante las primeras noches. No quiere dejarte sola.
En realidad, había sido Ballesteros quien había insistido en aquel punto. Los psiquiatras con los que había hablado no se mostraban especialmente preocupados por una recaída, pero él tenía la suficiente experiencia como para no olvidar las medidas elementales.
La muchacha miró a Rulfo, luego a Ballesteros, y volvió a sonreír. No parecía molestarle tal precaución. El médico propuso preparar el almuerzo y se dirigió a la cocina, pero Raquel lo detuvo.
—No, no, yo prepararé algo —se ofreció.
—No es necesario. Yo puedo...
—No, no, de verdad. Además, me apetece realizar alguna actividad.
—¿Te encuentras bien de veras?
—Todo lo bien que puedo estar. —Esbozó una tímida sonrisa—. Gracias a vosotros.
Para Rulfo, aquella sonrisa fue casi una luz.
Ballesteros, que casi nunca almorzaba en casa (desde la muerte de su esposa le resultaba insoportable la ancha soledad del apartamento), insistió en revisar qué había en la despensa y se alejó. Raquel entró en su habitación. Rulfo se disponía a seguirla cuando percibió que una sombra se cernía sobre él: la puerta se estaba cerrando.
—¿Raquel?
Cogió el pomo. En ese momento escuchó algo. Un sonido mínimo y vulgar, pero le heló la sangre.
Un pestillo.
—¡Raquel! —Probó a abrir infructuosamente.
Recordó la gran ventana de la habitación: iluminada, amplia, en un séptimo. Sintió que la boca se le secaba.
Ballesteros acudió de inmediato. Se maldecía por no haber recordado a tiempo aquel pestillo (la habitación había pertenecido a su hija, que se preocupaba por la intimidad). Arrojó su enorme corpachón contra la puerta en vano. Entonces los dos hombres tomaron impulso a la vez y realizaron un nuevo intento. La abrazadera del pestillo saltó por los aires y ambos se precipitaron dentro de la habitación.
Ha fingido
, pensaba Ballesteros.
Dios mío, ha estado fingiendo justo para
abajo
poder quedarse un segundo a solas... Es increíble...
abajo, a siete pisos de distancia
¿Qué clase de... de persona puede tener esa... frialdad... ?¿Cómo se puede fingir...?
—¡Raquel...!
La ventana estaba abierta y los visillos blancos se agitaban como pañuelos diciendo adiós.
Abajo, a siete pisos de distancia, la muchacha yacía sobre la acera como una muñeca rota.
—Debo bajar —murmuró Ballesteros por fin, apartándose de la ventana. Quiso añadir: «Quizá pueda hacer algo», pero le pareció demasiado ridículo.
En la calle, la gente empezaba a rodear el cuerpo. Venían corriendo de todas partes. Miraban hacia arriba, señalaban. Podía distinguirse el uniforme azul de un municipal.
Mucho más tarde, al recordar aquellos momentos, Rulfo apenas obtenía otra cosa que una llovizna de sensaciones dispersas (el aire frío de la mañana, el cielo índigo, la dureza del antepecho en que se apoyaba, la acera como una larga lápida de granito, un transeúnte vestido de rojo) y, en medio de todo, la nítida imagen de Beatriz, ahora destrozada sobre la calle, pero siempre ella, la mujer que lo había amado, la única a la que había amado de verdad.
En ese instante comprendió que había estado intentando resucitar a Beatriz mediante Raquel y Susana. Ésa era la auténtica razón de sus «buenas» acciones. Aquellos últimos y agobiantes días de hospital habían formado parte de esa voluntad de saldar cuentas. No se había enamorado de Raquel, y lo supo de repente, la certeza centelleó ante sus ojos como una luz. Había gozado con ella más que con ninguna otra mujer y la compadecía hasta el infinito, pero nada de eso era amor. El diablo sabe lo que es, pero no es nada de eso. Y con Susana le había ocurrido otro tanto. Solo había amado a Beatriz Dagger. Beatriz también había muerto, pero en la distancia, invisible e inalcanzable, y él había pretendido expiar la culpa de esa lejanía intentando amparar a aquellas dos mujeres. Su primer fracaso había sido Susana.
Ahora contemplaba sobre la acera su segunda y última derrota.
Para Ballesteros, aquel recorrido de siete pisos en ascensor fue como bajar al infierno.
Una voz interior le repetía que no era culpable de nada, pero hasta aquella voz sabía que sus palabras no eran sino un pobre consuelo. ¿Culpable? No, no la había asesinado. Sin embargo, en cierto modo, sí lo era, de igual forma que lo había sido de la muerte de Julia. Y allí estaba otra vez, dentro de un coche humeante y retorcido con olor a sangre, contemplando a su víctima. Pensó que toda su vida no era sino un cúmulo de delitos secretos. Traicionaba a sus pacientes, engañándolos con falsas esperanzas. Traicionaba el recuerdo de Julia cada vez que miraba a Ana. Y ahora había traicionado mortalmente la confianza de aquel hombre (que, pese a todo, había decidido compartir con él su sufrimiento), por no mencionar la de aquella muchacha desconocida.
Culpable. Claro que sí. ¿Acaso esperabas otra cosa?
Sin embargo, el trayecto también le permitió recobrar la serenidad y volver a adoptar la máscara de médico abnegado. Cuando salió al portal, y de allí al día luminoso y frío, ya no quedaban vestigios del hombre atormentado por los recuerdos. Era, de nuevo, la herramienta siempre dispuesta a servir de ayuda.
En la acera el público había ido apiñándose hasta formar un corro nutrido y compacto de espaldas inclinadas. Los últimos en llegar se alzaban de puntillas. Ballesteros detestaba especialmente a esos individuos morbosos que, más allá de la compasión o las razones humanitarias, actuaban como coleccionistas visuales de entrañas, cerebros y rostros taladrados por disparos o golpes. Con aquellos tipos carecía de paciencia. Pensaba que era debido a que, por su profesión, no veía otra cosa en el estropicio de las muertes que el horrendo sufrimiento de las vidas.
—Apártense, por favor, soy médico.
Entonces se dio cuenta del inmenso silencio.
Aquello era completamente anormal. En ese tipo de sucesos, él bien lo sabía, ningún testigo dejaba de expresar al menos una opinión a la persona de al lado, un comentario, unas cuantas palabras que atenuaran el nerviosismo. Pero aquel grupo de mirones era un bosque de personas petrificadas.
¿Qué podía ocurrir? ¿Qué estaban contemplando? ¿Y por qué el policía que había visto desde la ventana no los dispersaba? Se disponía a abrirse paso por la fuerza cuando observó que el individuo que tenía delante, en lugar de alejarse de él para seguir conquistando posiciones cada vez más próximas al centro, se acercaba caminando hacia atrás.
Y, con la geometría perfecta de una flor que se abre, el corro de curiosos se dilató despejando un área central.
ella
Tras un instante de sorpresa, avanzó a empujones y divisó por fin al policía: un chico joven, una pequeña cabeza casi completamente afeitada bajo una gorra azul. Sus ojos dilatados estaban fijos en un punto a sus pies que Ballesteros aún no podía distinguir. Sintiendo un brutal escalofrío, llegó a la primera fila.
ella miraba
Comprendió en ese momento por qué el policía no había apartado a los transeúntes. Su estómago se convirtió en un pedazo de hielo.
La muchacha estaba allí, sentada en la acera, jadeando. Sin heridas, sin una sola gota de sangre. Nada. Era una chica sentada en la acera.
Pero eso no era lo peor.
ella miraba al suelo
Lo peor era aquel desgarro en su muñeca izquierda que acababa de provocarse con los dientes. Aquella profunda mordedura que ahora, ante los ojos de Ballesteros, se cerraba con suavidad de anémona y pulcritud de hoja de libro, sin dejar huellas, como el retroceso de una absurda moviola orgánica que devolviera a su piel y a sus músculos toda la integridad perdida...
Ella miraba al suelo.
—No puedo matarme. No he podido nunca, pero no lo he sabido hasta hoy. La filacteria que llevo tatuada me lo impide. —Volvió a mirar a los dos hombres, impasible, implacable—. Debí pensar que ella también tendría en cuenta esta posibilidad. El suicidio es un alivio que no desea concederme...
Guardó silencio y se pasó la lengua por los labios. Rulfo pensó en un símil: una fiera en medio de una pausa durante el terrible combate que mantiene contra otra.
Se encontraban en el salón del piso de Ballesteros. Había anochecido ya, y los rostros mostraban las huellas de aquel día extenuante. Sin embargo, el médico se hallaba extrañamente feliz. Era, con mucho, el más feliz de los tres. Alzó una de sus grandes manos en aquel silencio.
—Antes de que se me olvide, quiero deciros que aquí tenéis a un nuevo santo Tomás. Ignoro si me canonizarán o no, pero soy el santo Tomás más convencido de toda la religión... No es para menos: el de la Biblia tocó las llagas, pero yo las he visto esfumarse... Coño, os juro que esta noche me emborracho. ¿Alguien quiere beber algo?
No obtuvo ninguna sonrisa, pero tampoco lo esperaba. Rulfo optó por whisky y él decidió acompañarle. Apenas bebía (la botella de Chivas, regalo de un paciente, estaba intacta), mucho menos después de la muerte de Julia, pero aquella noche era especial. ¿Qué importancia pueden tener unos cuantos gramos de alcohol aferrados a tu hígado cuando acabas de comprobar que las heridas desaparecen sin rastro, los hechizos son efectivos, las brujas existen y la poesía, después de todo, resulta mucho más eficaz que la medicina?
Mientras se dirigía a la cocina a por la botella y unos vasos no pudo evitar sonreír al rememorar los acontecimientos de aquel día inolvidable.
Tras intentar tranquilizar a los testigos del accidente, incluyendo al policía, y avisar a Rulfo, había llevado a Raquel (indiferente, aletargada) a un centro de urgencias donde certificaron con análisis lo que él ya había comprobado al examinarla superficialmente: se encontraba ilesa. Sus colegas se negaban a creer que hubiera caído desde siete pisos de altura, ya que su piel no presentaba la menor contusión. Ballesteros prefirió no mencionar el desgarro de la muñeca, del que no quedaba ni rastro. Afortunadamente, pocos la habían visto morderse la muñeca después de caer, y nadie se había percatado en toda su magnitud de la regeneración veloz y pavorosa de sus tejidos.
Pero al regreso a casa le aguardaba lo peor.
No menos de dos cadenas de televisión y tres periódicos lo esperaban para entrevistarlo, y, a poder ser, hablar con la protagonista. Supo actuar con rapidez. Al ver a los periodistas apostados en la acera, siguió adelante, estacionó en el garaje y llevó a la muchacha a su piso por el ascensor interior, dejándola al cuidado de Rulfo. Luego bajó al portal y habló con ellos. Salió del trance con su acostumbrada y respetable labia. Siempre le había resultado fácil engañar a los demás aun sin proponérselo, y ahora que sí se lo proponía no iba a ser menos. Explicó que era paciente suya y que todavía se hallaba impresionada por lo ocurrido. Citó varias caídas gatunas célebres, incluyendo la de la niña que salió despedida de un avión de pasajeros en pleno vuelo y sobrevivió. Por supuesto, no agregó que en casi todos aquellos casos lo milagroso era la supervivencia, y que la ausencia de lesiones era como otro milagro más añadido al primero. A esas horas de la tarde aún le quedaban dos citas telefónicas con radios nocturnas, pero se podía decir que lo peor había pasado y la curiosidad de los medios de comunicación también. Ballesteros deducía, no sin disgusto, que la tragedia que acababa milagrosamente interesaba mucho menos a la prensa que el milagro que acababa en tragedia.
Tras pensarlo un instante, decidió no añadir hielo. Trajo la botella de Chivas y los dos vasos a la mesa y sirvió cantidades generosas para Rulfo y él. La muchacha repitió que no deseaba beber nada. Él podía comprender su horrible dolor pero, por desgracia, seguía sintiendo una pizca de felicidad. Pensó que al día siguiente todo volvería a su cauce, pero en aquel momento necesitaba más que nunca sumergirse en la algarabía de sus emociones: se daba la circunstancia de que su Razón, en activo durante los últimos cincuenta años, se había marchado de vacaciones (
mejor dicho, Eugenio: ha pedido una excedencia indefinida
). ¿Acaso no había motivos para celebrarlo?
Rulfo miraba a Raquel.
—Deberíamos decidir qué vamos a hacer.
—A mí se me ocurre algo. —Ella le devolvió la mirada—. Yo no puedo matarme, pero estoy segura de que no soy inmortal.
—Ése no es el camino. Sé lo que estás pensando, pero ése no es el camino...
—Entonces os mataré yo. Os obligaré a matarme: tendréis que hacerlo para conservar la vida.
—Oye —intervino Ballesteros sin impresionarse, animado por las dos porciones de licor que había bebido—, por mí, ya puedes tirarte desde esa ventana cincuenta veces, rebotar y volver a probar. Pero no nos amenaces. Sabemos lo que has sufrido, pero Salomón y yo somos los únicos aliados que te quedan. Métete eso en la cabeza...
—No vamos a hacerte daño, Raquel —añadió Rulfo—. Nunca. En cuanto a ti, puedes hacer lo que quieras. Pero te advierto que mi vida ha dejado de importarme hace mucho.
—Vaya grupito de gente feliz —rezongó Ballesteros—. ¿Qué os parece si, en vez de alegrarnos tanto, hablamos sobre algo práctico...?
Rulfo asintió.
—De hecho, hay un asunto muy importante sobre el que debemos hablar. Los tres hemos tenido sueños que han logrado unirnos. ¿Quién los ha producido y por qué?