La dama número trece (29 page)

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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

BOOK: La dama número trece
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Un movimiento en la fila de las damas. Una de las más jóvenes se había separado del grupo y avanzaba con lenta languidez, como si desfilara por una pasarela. Era la número nueve, contando desde la niña: Rulfo recordó que recibía el nombre de Incantátrix. Observó con inquietud que venía hacia él.

—Por eso ese silencio de tu mente me desespera, me da pánico —prosiguió Saga—. Akelos y tú nos traicionasteis una vez...

—Yo no traicioné a nadie.

—Bien, tú quisiste engañarnos, si lo prefieres, y Akelos nos traicionó al ayudarte. Ahora podría ocurrir lo mismo. Si, al menos, fueras capaz de revelarme algo...

Se detuvo a unos pasos de Rulfo. Era una muchacha de pelo castaño oscuro, rostro anguloso y cuerpo atractivo que el ligero vestido revelaba hasta en sus más pequeños detalles. Dos gruesos pendientes adornaban sus lóbulos. Sus labios abultaban como rosas. Los movió para sonreír. Entre sus juveniles pechos respiraba una pequeña arpa de oro. ¿No decían
Los poetas y sus damas
que había inspirado a Lautréamont y a los surrealistas? Rulfo no lo recordaba. En aquel momento solo le importaba averiguar sus intenciones.

La vio inclinarse frente a él. Fue un gesto armónico, casi de ballet. Por un instante le pareció que quería hacer una reverencia, pero entonces vio cómo llevaba el esbelto brazo derecho al suelo, tendía la mano, frotaba la tierra con el índice.

—... un nombre, Raquel. Uno solo. El de una de ellas. Te protegeré de posibles represalias.

—No sé ningún nombre, Jacqueline... No sé...

—Entonces ¿qué hay dentro de ese silencio de tu mente?

—No sé, no sé...

—¿Por qué has recuperado la memoria?

—Tampoco lo sé... ¡Créeme!

—Sí, sé que «lo juras»...

—Quiero colaborar, Saga, por favor...

Rulfo escuchaba retazos del interrogatorio, pero sus ojos seguían fijos en la dama del símbolo del arpa. La vio incorporarse con el dedo índice manchado de tierra y acercarlo a su rostro. Intentó apartarse, pero la chica aferró su mandíbula con la otra mano. Tenía la fuerza de una zarpa de oso. Su dedo índice empezó a deslizarse por la mejilla derecha de Rulfo. Ahora no podía ver lo que sucedía a su alrededor, solo escucharlo.

—De acuerdo... —La voz de Saga hablando en francés—. El problema sigue como antes, hermanas. Deliberemos.

—No le hagáis nada al hombre... —La voz de la muchacha—. Es un ajeno. Tuvo los mismos sueños que yo, pero no sabe nada...

La dama seguía escribiendo en su rostro. Rulfo percibía el cepo helado de sus dedos, la aspereza de la tierra con que pintaba sus mejillas, el perfume a flor marchita de su aliento. El rostro (a un palmo de distancia del suyo) era el de una joven hermosa, pero su expresión desagradaba: parecía sonámbula o drogada. Entonces separó los gruesos labios y recitó algo mientras escribía.

Beaux... dés... pipés...

Pronunció las tres palabras de manera muy diferente, apenas sin relación con el idioma del que procedían. La última fue emitida como un silbido.

—¡No sabe nada...! —repitió la voz de Raquel—. ¡No tiene nada que , ver en...!

La dama terminó de escribir y soltó la cara de Rulfo. Se limpió el dedo en su esmoquin, dio media vuelta y se dirigió de nuevo a su puesto.

Rulfo estaba aterrado.

Es una filacteria, Dios mío, me ha escrito una filacteria en la cara.

Recordó el verso de Blake en el vientre de Susana. No estaba seguro del autor del suyo: quizá un Lautréamont. Sentía tanto miedo que no podía hablar y apenas respirar. Se había quedado helado, no solo las extremidades, como si se hubiese convertido en un tembloroso témpano. Sabía que iba a sucederle algo terrible. Acababan de sentenciarlo —no le cabía duda sobre eso—, aunque ignoraba a qué. Por un momento casi había soñado con la posibilidad de que lo dejaran libre, pero ahora comprobaba hasta qué punto se había dejado llevar por una esperanza absurda. Y lo peor era que la sentencia había sido ejecutada con cruel tranquilidad. Aquella chica semidesnuda que ahora se alejaba de él contoneando las estrechas caderas ni siquiera le había hablado: nadie le había hablado después de que la mujer obesa lo interrogara. Sin duda, lo consideraban peor que a un animal. Lo iban a torturar y ejecutar en un silencio despectivo, con más calma que la empleada en aplastar a un insecto.

Desde algún lugar remoto de su audición le llegaba la discusión de las damas en un francés rápido y susurrante:
¿Y si volviéramos a azotarla con un látigo de manatí ..? Pian, piano... Ne quid nimis... No costaría nada llevara la yegua al picadero... Error garrafal. Hagámoslo con palabras... Las puertas no deben abrirse a la fuerza... Seamos prudentes... Lo conocemos todo, o casi todo, sobre ella: falta el pequeño detalle del porqué...
Pero apenas las escuchaba. Permanecía temblando, los ojos cerrados y la piel bañada en sudor, aguardando los efectos del verso. Imaginaba cosas espantosas: que el rostro se le caería a pedazos y, aun así, seguiría vivo; que dentro de su cuerpo crecería una riada de cucarachas que buscarían la salida asfixiándolo; que sus órganos se devorarían a sí mismos. Todo le parecía posible. Sentía tanto miedo como un niño pequeño. Pero no sucedía nada.

Sabía que estaba perdido: era cuestión de esperar. Sin embargo, esa misma certeza le llevó a arrancarse del pecho la losa de aquel terror profundo. Volvió a llenar de aire los pulmones y una imprevista ráfaga de coraje le hizo despegar los labios.

—¡Callaos ya!

Todas las miradas giraron hacia él. Pensó en una manada de lobos olisqueando sangre fresca. Pero ya no podía detenerse.

—¡Panda de viejas brujas, callaos de una vez...! ¡Dejadla marcharse, a ella y a su hijo...! ¡Ya la habéis torturado bastante...! ¡No sabe nada! ¡La han utilizado...! ¡Alguien nos ha utilizado a los dos...! ¡Ahora lo único que hacéis es fingir...! ¡Estáis ahí, discutiendo, fingiendo discutir entre vosotras...! ¡Esta chica no sabe nada, ya os lo ha dicho...! ¡Y Susana tampoco sabía nada...! ¡Dejadnos libres o matadnos...! ¡Pero, sobre todo, callaos! —Estaba frenético. Tiraba de sus brazos atados con flores, pero algo más que las frágiles ataduras los mantenía quietos e inservibles—. ¡Callaos, cobardes! ¡Cobardes...!

De pronto se interrumpió.

Estaba completamente seguro de que, un instante antes, las damas llevaban vestidos rojos transparentes.

Ahora todas vestían de negro hasta los pies y sus semblantes mostraban una palidez de alabastro, de cadáver amortajado. Incluso sus peinados eran diferentes. Solo sus medallones eran los mismos. La transformación se había producido con la limpia suavidad con que las manecillas de un reloj cambian de posición.

Raquel también lo había notado. Se volvió hacia Rulfo.

—Cálmate, deja que sea yo quien hable...

—No les tengo miedo —mintió Rulfo.

Entonces Saga avanzó hacia él. Parecía haber reparado en su presencia por primera vez. Lo miraba con curiosidad, casi con un punto de diversión, pero en sus ojos Rulfo creyó advertir un vacío turbio y anodino habitado por sombras difusas: como un cielo gris donde se removieran barnaclas. Sintió que su cerebro era un dibujo agujereado y que los ojos de la joven lo manchaban obteniendo un calco perfecto, un estarcido de sus pensamientos íntimos.

Creyó que iba a morir. Deseó que así fuera.

Entonces Saga alzó la mano y acarició cariñosamente su mejilla en un gesto de lentísima bofetada. Luego dio media vuelta

un giro

y dejó de prestarle atención. Se dirigió a las damas.

—Seguimos en el mismo sitio, hermanas. Solo hacemos dar vueltas, vueltas... Cómo te burlas de nosotras, Raquel...

—No me burlo, te lo ase...

—¡Oh, cuando llegue el día en que dejes de reírte! —La interrumpió Saga alzando la voz—.

un giro veloz

¡Oh, cuando podamos ver ese día...! ¡Cuando podamos contemplar el día en que, por fin,
dejes... DE... REÍRTE
...!

El alarido, insospechado, produjo el silencio.

Al mismo tiempo que gritaba, giraba sobre sus pies como una bailarina. El vestido negro giró con ella descubriendo sus piernas menudas pero esbeltas.

Un giro veloz.

Y bajo su falda apareció el niño.

XI. EL NIÑO

V
estía una túnica negra hasta los pies y parpadeaba como si realmente acabara de despertar de un sueño profundo. Al ver a la muchacha corrió todo lo rápido que le permitía la longitud de la prenda y se abrazó a sus piernas. Se extrañó de que ella no lo abrazara. Alzó los ojos y la vio llorar.

—Se ha pasado durmiendo toda la tarde —comentó Saga en tono alegre.

—Saga —murmuró Raquel—, por favor... —El llanto le impidió continuar. Apartó el rostro de la mirada de su hijo. Deseaba abrazarlo; hubiera dado cualquier cosa por tener las manos libres y envolver con ellas aquel cuerpo menudo y frágil.

—¿Has visto lo nerviosa que está tu mamá? —Saga se agachó junto al niño—. Vamos a tranquilizarla. Dile si te hemos hecho daño desde que estás con nosotras. Vamos, díselo... Lamento haberte despertado, pero, ya sabes... A tu madre le iba a dar un patatús si no te veía... Creía que habíamos... ¡Yo qué sé, que nos habíamos comido tu cabeza...! Ahora que ha comprobado que estás bien... En fin, supongo que podremos reanudar nuestra charla. Déjanos un momento, ¿de acuerdo...? No te estoy pidiendo que te marches, hombrecito, sino que te retires unos cuantos pasos para que mamá y yo podamos seguir hablando...

—Obedécela —pidió Raquel.

El niño la miraba como intentando leer sus pensamientos. Una tristeza madura flotaba en sus pequeños rasgos. Entonces dio media vuelta y se alejó hacia el centro del cenador arrastrando la larga túnica negra. Sus movimientos asustaron a las mariposas.

—Saga —Raquel habló con rapidez—: Voy a colaborar... Yo misma te llevaré a donde está la figura y te la daré para que destruyáis lo que queda de Akelos...

Había improvisado una estrategia desesperada. Más que estrategia era casi un convencimiento. Le había dicho la verdad: ignoraba por qué había hecho todo lo que había hecho. Pero ya no le quedaban fuerzas para seguir obedeciendo sus impulsos. Ahora solo deseaba pensar por sí misma e intentar salvar la vida del niño, y eso era justo lo que se proponía hacer. Se aliaría con ella, se entregaría por completo a su torturadora. Le resultaba repugnante, pero no veía otro remedio.

—Haré todo lo que quieras —agregó.

—Magnífico.

—Podemos ir ahora mismo. O envía a alguien a comprobarlo. La imago está escondida en un zócalo del dormitorio de mi apartamento... Se me ocurrió dejarla allí, tenía miedo de que me la quitaran...

—Perfecto.

De repente Raquel se quedó mirándola.

Ni siguiera me escucha. Tan solo me observa.

—Compruébalo cuando quieras. ¡Por favor, compruébalo...! Soy tu aliada... Me someto a tu voluntad, soy tuya...

—Es una decisión afortunada.

—No te burles de mí, por favor...

—¿Burlarme...? ¿Quién se está burlando de quién...?

—Te he dicho que me someto a tu voluntad...

—Y yo he dicho: «Es una decisión afortunada. —Saga se volvió hacia las damas como exigiendo algún tipo de respaldo—. ¿Quién de vosotras cree que me burlo...? ¡Cómo puedes pensar semejante cosa, Raquel...! ¡De qué forma tan perversa lo entiendes todo...! ¿Dónde, en qué parte de mi cara o mis palabras, has percibido una burla? —La expresión de Saga era de suave reproche—. ¿Acaso quieres acusarme de tus propias culpas...? Te dije que tu hijo se encontraba bien, y aquí lo tienes. Te dije que no le haríamos daño, y no se lo haremos. A diferencia de ti, yo cumplo mi palabra. No me considero tan importante como para decidir por encima del grupo. No convierto mis juramentos en humo, como tú hiciste cuando te atreviste a procrear...

Raquel se había desmoronado. Solo las ataduras de flores impedían que cayese al suelo. Sus rodillas no la sostenían. Intentó, pese a todo, pensar con frialdad. El niño, de pie en el centro del cenador, inmensamente triste dentro de su túnica negra, la miraba.

No pierdas los nervios. No se atreverán a hacerle daño.

—¿Quién se ha creído siempre más importante, más fuerte que ninguna? ¿Quién nos ha despreciado hasta el punto de intentar ocultarnos su traición...?

no lo tocarán. Lo decidieron. Lo decidieron.

—¿Y ahora dices que me burlo...?

A él no. No se atreverán. No

Temblaba y lloraba sin control. El mundo que contemplaba era una lluvia de candelabros y bellas mariposas.

—No voy a caer en la trampa de enfadarme... —agregó Saga—. No, no voy a enfadarme por esto, como tú desearías. No voy a darte la excusa que necesitas para alimentar tu odio...

La música volvió a nacer en el interior de la casa: suaves valses. Como si ésa fuera la señal que esperaban, las damas comenzaron a retirarse. Saga se acercó a la muchacha y sonrió.

—Ya está todo dicho, todo hablado... Ya sabemos lo que podemos esperar de ti. Ahora debemos terminar. Confío en que por fin hayas comprendido que no tienes nada que temer de nosotras... —Por un instante ambas se miraron—. Ea, despidámonos con un beso... —A la muchacha aquella orden no le pareció más ni menos cruel que otras muchas. Inclinó el rostro (era bastante más alta que Saga) y acercó los labios. No sintió nada especial—. Oh, bésame mejor —pidió la joven, sonriendo. Raquel introdujo la lengua y permaneció un instante acorralando la tibia y quieta mucosa, acariciándola y aspirando su aliento. Luego Saga se apartó y habló en otro tono—. Cuánto daría por obtener de tus ojos lo que obtengo de tus labios. Pero tus ojos te superan con creces: no son cobardes, no besan nunca. Están ahí, invencibles, aferrados a sí mismos... Cuánto daría por quebrar esa dureza. O por poseerla. Pero ¿qué puedo hacer...? —Sonrió, casi como invitándola a responder a aquella ardua pregunta—. Te he oído decir: «Soy tuya». ¿Qué otra cosa puedo hacer...?

De improviso ocurrió algo.

Una sombra. Una certidumbre

abatiéndose sobre ella

como un halcón sobre la presa.

Fue como si los ojos de Saga se abrieran como dos cortinas y le permitieran vislumbrar durante una fracción de segundo lo que yacía detrás. Y lo que creyó ver allí la derrotó.

Quiere darme el último golpe, y todo lo que yo pueda hacer o decir es inútil.

Aquel pensamiento oscureció su mente.
No servirá de nada. Aunque me arrastre y le suplique. No hay remedio.

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