Salieron del baño con aquella frenética carga entre los brazos.
—¡Dentro del círculo! —gritó Raquel.
La dejaron caer al suelo y Ballesteros comprendió que se había equivocado: eran piernas lo que había creído la gruesa cola de una anaconda; manos y pies, no patas de cuadrúpedo; rostro, no el hocico de un depredador; una cabellera desordenada y negra, no el pelaje de un felino...
Cuando despertó, el médico estaba tomándole el pulso.
—¿Cómo te encuentras?
Rulfo alzó la cabeza sin contestar, confuso, y reconoció su propio dormitorio, la puerta del baño abierta y un retrato sobre una silla con el cristal rajado. Entonces lo recordó todo. Su ropa chorreante se le había pegado a la piel. Alzó las manos. Estaban húmedas de sangre y agua, pero no advirtió ni rastro de los cortes en las muñecas. Raquel se hallaba al otro lado de la cama.
—Impidió tu muerte —dijo—. Antes de salir, cerró las heridas y te mantuvo vivo. No quiere perder su receptáculo todavía —añadió, irónica.
Él hizo, entonces, la pregunta que más le importaba. Por toda respuesta, sus amigos miraron hacia el comedor.
Con el corazón latiéndole con fuerza, se incorporó y salió de la cama tambaleándose. Ignoró el consejo de Ballesteros de permanecer en reposo un poco más. Nada ni nadie le impediría hacer lo que estaba deseando. Nada ni nadie le detendría en ese momento.
Quería
verla
.
Abrió la puerta del dormitorio, se asomó al comedor.
—Hola, Salomón.
Estaba sentada en el suelo en medio de un charco de agua, dentro de un círculo pintado de blanco, abrazándose las piernas, tan empapada como él, los cabellos pegados a la frente tatuándole los pómulos. Se hallaba completamente desnuda y su piel poseía una tenue tonalidad azul, como si hubiese permanecido mucho tiempo en una cámara frigorífica. Su expresión sonriente contenía cierto matiz de desprecio que Rulfo jamás le había observado antes.
Pero, sin lugar a dudas, era
ella
y, por primera vez en su vida, se sintió en el infierno al contemplarla.
Luego comprendió que aquella apariencia también era una ilusión, una imagen frangible. Las damas podían ser lobas, guepardos, serpientes o lechuzas. En realidad, no tenían una sola forma, eran cosas que la poesía había convocado, cosas que habitaban en los resquicios del lenguaje, logogrifos profundos. La número trece lo había conocido y elegido, quién sabía por qué, para anidar en su interior. Tal como le había dicho Raquel, no existía ninguna razón personal: era simple azar.
Ballesteros y Raquel entraron en el comedor y ocuparon sendas sillas alrededor. Rulfo permaneció de pie. La criatura agazapada dentro del círculo lo miraba sonriendo.
Raquel intervino sin elevar la voz.
—Te hemos hecho salir. Debes revelarnos cuándo será la próxima reunión. Y tendrás que darnos acceso al interior.
La dama no pareció oírla. Seguía mirando a Rulfo.
—¿Decepcionado? —dijo con voz ronca.
—No. Ahora ya no. Beatriz fue una hermosa mentira. Tú eres, simplemente, una verdad repugnante. No estoy decepcionado.
—Es increíble. —Ella abrió de par en par sus grandes ojos verdes—. Aún me amas.
—Dinos cuándo os reuniréis de nuevo —repitió Raquel con firmeza.
Beatriz giró la cabeza con brusquedad, como si su diálogo con la persona que le interesaba se hubiera visto interrumpido por un interlocutor indeseable.
—Hola, Raquel. Esta apariencia de ajena te sienta muy bien.
—¿Cuándo os reuniréis de nuevo?
—¿Dónde está tu pequeño, Raquel?
—¿Cuándo os reuniréis de nuevo?
—Tu hijo te envía saludos. ¿Quieres verlo?
Hubo un silencio, pero no fue perfecto: la mujer, o lo que fuese aquella cosa acurrucada dentro del círculo, producía, entre las pausas, un perceptible bordoneo de gata enferma, como si el aire resonara al atravesar su garganta. Repentinamente, Raquel se dirigió a Rulfo.
—¿Alguna vez escribiste poemas inspirados en Beatriz?
—Uno solo. Cuando murió.
—¿Podrías encontrarlo fácilmente?
—Lo sé de memoria.
—¿Cuántos versos tiene?
—Catorce.
—Recita los cuatro primeros, por favor.
Al principio, él pareció no haberla oído. Miraba fijamente el rostro de Beatriz. La dama aún mantenía la sonrisa, pero ahora semejaba hallarse al acecho, como si no supiera muy bien qué iban a hacer ellos.
—¿Salomón?
—Sí.
—Recita los cuatro primeros versos, por favor.
Inhaló profundamente y buscó en su memoria. No tuvo que hacer un esfuerzo especial. Repetidos y recordados una y otra vez, los versos viajaron hacia sus labios con docilidad, como sus lágrimas. Al principio su voz era trémula, luego se hizo más firme.
Niégate los crepúsculos
Olvídate de los sueños
Y mírate iluminada
Del sol de tu presencia.
Al final del tercero, la sonrisa de Beatriz desapareció. Con el cuarto, se inclinó hacia atrás y jadeó entrecortadamente. En sus labios despuntó algo similar a una lengua hendida, un résped violáceo, una cinta color livor afilada como la cola de un látigo. Pero, durante un fugaz instante, su expresión recordó a Rulfo la que adoptaba cuando hacían el amor. Apartó la vista, horrorizado, repugnado, y se secó los ojos con el dorso de la mano.
—Da resultado —dijo Raquel—. Está atada a ti con esos versos. ¿Cuándo os reuniréis de nuevo? —repitió.
La dama número trece los miró. En el borde de sus párpados se acumulaba la sangre.
—Tienes los días contados, Raquel. —Su voz era como la hojarasca al ser removida.
—Responde.
—No te servirá de nada saberlo. Aunque tuvieras acceso, ¿qué harás...?
—Recita los siguientes cuatro versos, Salomón.
Su voz resonó con más fuerza.
Tu hermoso cabello negro,
Tu dulce mirada verde:
He perdido tu figura
En el fondo del recuerdo.
El rostro que había sido de Beatriz Dagger mostraba ahora confusión y miedo. Se abrazaba a sí misma balanceándose adelante y atrás. Parecía sentir una especie de dolor. Y había adelgazado bruscamente: la espalda empezaba a revelar, como en una bajamar de la piel, la impronta de vértebras y costillas.
—Dios mío —murmuró Ballesteros.
—Dime cuándo y dónde volveréis a reuniros.
—Dentro de cuatro noches... —La dama temblaba, pero volvió a sonreír—. Demasiado pronto para ti, ¿verdad, Raquel...?
La muchacha miró a ambos hombres, momentáneamente desesperada con la noticia, pero ellos apenas habían escuchado la respuesta: contemplaban hipnotizados aquel espectro de cabellos húmedos, magro y azulenco, agazapado en el suelo.
—¿Dónde será la reunión?
—Sabrás dónde sin que yo te lo diga.
—¿Tenemos acceso?
—Lo tenéis. Pero te arrepentirás. —Y volvió el demacrado rostro hacia Rulfo—. Os está llevando a la muerte.
—Te equivocas —dijo Rulfo—. Ya
estamos
en la muerte.
Se dirigieron a la cocina para conversar. Raquel aseguró que no existía riesgo de que escapara hallándose dentro del círculo.
Por un instante, ninguno de los tres dijo nada. Miraban al techo, a la pared o a los ojos de los demás. Estaban agotados, física y mentalmente; solo la muchacha parecía conservar las fuerzas, aunque había perdido gran parte del ánimo que poseía.
—Dentro de cuatro noches —musitó—. Solo cuatro noches. Saga debe de haber sospechado algo y ha adelantado la reunión. Puede hacerlo en casos excepcionales.
Sus palabras no produjeron mayor impresión en los hombres.
—¿Y ahora? —preguntó Ballesteros.
—Tendremos que expulsarla.
Se escuchó un ruido fuerte y seco. Ella les tranquilizó.
—Está nerviosa, pero no puede escapar.
Ballesteros tomó aire y miró a Rulfo. Parecía el más derrotado de todos. Él conocía bien la expresión de su rostro: la había visto en infinidad de víctimas de trágicos accidentes y pacientes con enfermedades mortales. Era el semblante de quien ha perdido algo decisivo e irrecuperable. Mantenía las manos entrelazadas y los ojos clavados en las baldosas. Entonces alzó la vista.
—¿Cómo la expulsaremos?
—Depende de ti. Ella puede regresar a tu interior o marcharse para siempre. Si se marcha, buscará otro lugar donde residir. Ya hemos conseguido lo que queríamos: nos ha dado el acceso. Es como si tuviéramos una copia de la llave que ellas tienen. Ya no la necesitamos.
Rulfo asintió.
—¿De qué forma puedo expulsarla?
—Dile que se vaya. Si se niega, recita los últimos versos que compusiste para Beatriz.
—Ya no recuerdo los que le recité antes...
—Cuando recites los demás también los olvidarás. Al expulsarlos de tus labios, la expulsarás a ella.
Rulfo volvió a asentir. Durante cierto tiempo solo hizo eso: mover la cabeza en sentido afirmativo, sin decir nada, los ojos dirigidos al suelo. Luego se puso en pie, cogió la botella de whisky y se sirvió un buen trago. Ballesteros le pidió un poco. En aquel momento no se hubiese negado a probar cualquier clase de droga.
—De acuerdo. —Rulfo salió de la cocina.
En el comedor, apenas iluminada por la lámpara de pie del rincón, la dama continuaba dentro del círculo. Había adelgazado hasta extremos tenebrosos: su vientre era una rígida concavidad sobre la que se alzaba el artesonado de las costillas; los pechos pendían como ubres secas; la vulva era una herida sin sangre, un corte viejo y pálido bajo el pubis. Sin embargo, la piel tensa del cráneo seguía dibujando los contornos juveniles y exactos del rostro de Beatriz Dagger. A Rulfo le pareció una caricatura de la muchacha realizada por un demente.
Ella le miró.
—Te he dado motivos para vivir, Salomón.
—Me los has quitado todos.
—Entonces, mátate, y un problema menos.
—Lo haré, pero quiero empezar contigo.
—¿Es que esa buscona traidora no te lo ha explicado...? Si regreso a ti, todo volverá a ser como antes.
Haré que olvides este momento, seré otra vez el recuerdo de Beatriz. Podrás llorarme y soñarme. ¿No crees que es mejor eso que quedarte solo? Si me aceptas de nuevo, volverás a
creer en Beatriz.
Si me expulsas, la perderás para siempre. Es tu decisión. Tú mismo lo dijiste. Si regreso contigo, volveré a ser una hermosa mentira. De lo contrario, solo seré una verdad repugnante. Y voy a decirte lo que prefieres, Salomón. Eres poeta, y los poetas siempre habéis optado por la mentira cuando es más bella que la verdad... Acéptame, y volverás a estar enamorado. Acéptame, y Beatriz será tu ángel: te sonreirá en los sueños, te hablará desde el recuerdo, otorgará un sentido a tu dolor, una esperanza a tu vida. Los hombres desean vivir engañados. Acéptame, Salomón Rulfo, tú que eres poeta.
De repente, escuchando a la dama número trece, Rulfo comprendió algo.
Aquél era el verdadero objetivo de su
descenso
.
Había recorrido aquel infierno de horror y oscuridad únicamente para llegar a ese punto exacto, ese sótano hondo y congelado: más allá se extendía el vacío o el regreso a su vida de antes. Era casi como intentar elegir entre el yermo del futuro y la selva del pasado. Le pareció que sobre aquella decisión oscilaba toda su existencia.
Durante unos cuantos segundos, Rulfo y la dama número trece se miraron.
Comprendió que ella tenía razón. Era imposible vivir sin un sueño. Si perdía a Beatriz, perdería algo más que la vida que aún le quedaba: perdería también la que había vivido. No existía ser humano capaz de afrontar eso. Nadie es capaz de soportar la destrucción de la felicidad pasada, sobre todo si existe la posibilidad de conservarla. Ella tenía razón, en efecto, y, precisamente por eso, supo que la decisión estaba tomada. Porque hay cosas que no pueden razonarse pero son las más importantes de todas. Un ciclón. Un poema. Una venganza.
Sostuvo la mirada de la dama, la hermosa mirada de Beatriz clavada en un marco de espantosos huesos craneales.
—Ya he elegido.
Ella siguió sonriendo, pero ya no se trataba de una sonrisa consciente, producida por los músculos de las comisuras, sino la falsa tajada del marfil desnudo, del hueso amarillo engastado en la encía.
—Solo hay silencio detrás de mí, Rulfo —advirtió, amenazadora—. Soy el último verso. Solo hay silencio después del último verso.
—Ya lo sé. Pero yo
quiero
ese silencio. Vete.
—Te equivocas. Déjame demostrarte que te equivocas...
Rulfo no le permitió seguir hablando. Recitó la siguiente estrofa mirando los ojos que habían pertenecido a Beatriz Dagger:
Te amé, quizá, demasiado
Y ahora solo tu reflejo
Consuela mis negras noches.
Como si estuviera hecha de hielo derretido, la dama se angostó. La estructura ósea perdió volumen, se arrugó como papel. El cuello se hizo un asta delgada; los hombros semejaron los brazos de una cruz; las extremidades, las patas de un insecto; las articulaciones de la mandíbula se descoyuntaron y la boca se abrió como una tumba vacía. Solo los ojos, sueltos como gotas de agua al fondo de las cavernas de las órbitas, seguían incólumes. Los ojos verdes de Beatriz Dagger miraban a Rulfo sin parpadear, sumidos en el vértigo de un cuerpo que se disolvía.
—Salomón, no sabes lo que es el silencio... Cualquier cosa es preferible a eso...
—Tú, no.
—Salomón...
—Vete de mi vida.
—Salomón, no...
Rulfo ya había olvidado casi todo el poema, pero todavía recordaba la estrofa final, los últimos tres versos. Recitó dos.
Memoria rota, eso eres,
Sueño que ha de perderse.
La dama enmudeció. Su cuerpo ya no era sino jirones de formas pero sus ojos seguían brillando como esmeraldas dentro de una niebla crujiente y delgada.
Tomó aliento y recitó el verso final.
Vivir significa olvidar.
Una ráfaga de viento a su espalda abrió las ventanas y los visillos ondularon. La mirada de Beatriz osciló también en el oleaje del aire. Entonces, a través de aquellas pupilas verdes, Rulfo pudo atisbar los libros de poesía que había detrás, en las estanterías.
Un instante después
solo vio