los libros.
Tres días. Faltaban tres días. Si la dama no había mentido (y no podía haberlo hecho, afirmaba Raquel), la reunión del grupo tendría lugar el sábado a las doce de la noche. Setenta y dos horas para planear qué iban a hacer. Setenta y dos horas para vivir y prepararse para lo que les aguardaba. Ballesteros no creía estar preparado, pero ignoraba qué tenía que hacer, e incluso en qué podía consistir el hecho de «estar preparado».
Pronto descubrió que era él quien peor lo llevaba de los tres. Rulfo mostraba una tenaz y absoluta indiferencia que nadie —y menos Ballesteros— hubiese podido censurarle: pasaba el tiempo acostado o sentado, hablaba poco y escuchaba aún menos. En cuanto a la muchacha, se había encerrado en su despacho a revisar libros de poesía. Ballesteros pensaba que al menos ella había encontrado una ocupación útil. ¿Y él? ¿Qué debía hacer?
Consumido por los nervios, subió al ático del edificio, sacó la llave de su trastero y lo abrió. Halló la escopeta y los cartuchos enseguida, embalados correctamente bajo el polvo y colocados en el lugar de costumbre. Su padre había sido cazador aficionado y, cuando Julia vivía, Ballesteros solía imitarle y aprovechaba la temporada de la perdiz para capturar piezas inútiles, nostálgicas, pequeñas muertes que le traían recuerdos familiares. Luego todo eso había acabado. Pero allí estaba de nuevo aquella longilínea y metálica frialdad, y el simple hecho de tocarla, abrirla y observar los ojos vacíos de la recámara, le hizo sentirse bien, incluso excitado. Jamás había imaginado que experimentaría tales emociones ante la posibilidad de dispararle a alguien, pero dudaba de que criaturas como la que había salido de la bañera de Rulfo dos noches atrás pudieran clasificarse bajo el epígrafe de «alguien».
Bajó a su piso con la escopeta abierta y una caja de cartuchos en la mano y tropezó con Rulfo en el pasillo. Observó cómo dirigía una mirada silenciosa al arma y casi sintió la necesidad de disculparse.
—Quizá sea una tontería inútil —dijo—, pero tengo que hacer algo o me volveré loco.
—¿Puedo hablar contigo? —preguntó Rulfo.
—Claro.
Se dirigieron al comedor y cerraron la puerta. De pronto, al sentarse frente a frente, Ballesteros se encontró ridículo sosteniendo aquella escopeta. La dejó sobre la mesa con cuidado. Rulfo había encendido un cigarrillo.
—Eugenio —dijo con calma, tras un silencio—, ya has llegado hasta aquí. Nos has ayudado mucho. Sin ti, no hubiéramos podido hacer nada. Pero creo que a partir de este punto debemos seguir solos. Este asunto nos atañe únicamente a Raquel y a mí. Hace días pensaba de otra manera. Creía que yo también estaba invitado a una fiesta que no me incumbía. Creía que Akelos había buscado mi ayuda, al igual que la tuya, por mera casualidad... Después he sabido que no es así. Yo era el receptáculo, y este problema me involucra tanto como a Raquel. Además, han matado a dos de mis mejores amigos, tras torturarlos con saña.
—¿Dos...? —murmuró Ballesteros, que recordaba solo a Susana.
Rulfo asintió en silencio.
—Acaban de dar la noticia. El ático de César se ha incendiado. Todo el vecindario ha sido evacuado. Hay varios heridos, pero los únicos fallecidos son Susana y él. Me da igual que se tratara de una chispa caída de la chimenea o que fueran ellas directamente, lo cierto es que los han matado. No van a dejar testigos. —Hizo una pausa antes de proseguir. Inhaló el humo del cigarrillo y lo soltó en lentas volutas—. Esto no te incumbe. Tienes otras cosas que proteger. Vete de aquí. Creo que tu hija vive en Londres, ¿no ...? Pues haz las maletas y vete con ella. Sé que me vas a decir que no servirá de nada, pero, al menos, inténtalo. Si te quedas, será mucho peor. Una vez le aconsejé lo mismo a César y Susana, y no me hicieron caso. No quiero repetir la experiencia.
El médico observó un instante su expresión rígida, pálida.
Está vacío por dentro. No le importa morir. Lo único que le queda es preocupación por los demás.
—¿Vamos a perder? —preguntó.
—Míralo de esta forma. Tenemos una posibilidad contra un millón. Y, aunque pudiéramos hacerle daño a una de ellas, a Saga, por ejemplo, quedarían las otras. Seremos muy afortunados si el sábado por la noche logramos escapar. Pero piensa cómo será nuestra vida a partir de entonces.
—¿Qué ocurre? —Ballesteros sentía escalofríos, pero decidió sonreír—. ¿Se ha marchado otra vez el Salomón Rulfo apasionado y ha venido el derrotista...? Te recuerdo que hemos hecho salir a la pieza clave de la debilidad del grupo, ¿no decías eso...? Y tenemos la sorpresa de nuestra parte. Quizá nos llevemos un susto el sábado, pero ellas se llevarán dos. —Señaló la escopeta—. Uno por cada cañón.
—Hace una semana me decías que estaba loco por intentar pelear. ¿Y ahora?
—Hace una semana no había visto todo lo que he visto desde entonces. Cuando recuerdo la imagen de Julia amenazándome me enfurezco. La habitación de mi hija aún sigue llena de sangre. Y aún siento entre los dedos la repugnancia de esa cosa que sacamos de la bañera y que después hablaba y parecía una mujer. Tengo miedo, Salomón, mucho más del que he pasado en toda mi vida, incluyendo aquella vez dentro del coche, con Julia a mi lado, mirándome... Pero he descubierto que el miedo me vuelve peligroso.
—¿Peligroso para quién?
Por un instante, Ballesteros lo miró sin decir nada.
—No lo sé, quizá para mí mismo, pero sé que no voy a abandonaros ahora. Tú opinas que no me atañe, y te equivocas. Mi padre solía decir que hay cosas que solo les suceden a unos cuantos hombres pero atañen a todos los hombres, y todos los hombres deben reaccionar ante ellas.
Rulfo soltó una breve y desgarbada risita.
—El miedo no te ha vuelto peligroso: te ha vuelto poeta.
—Exacto. Poeta, y, por lo tanto,
peligroso
.
Se miraron un instante. Rulfo imitó su sonrisa.
—Eres la mejor persona del mundo..., o la más estúpida.
—Entonces ya somos dos. Bebamos para celebrarlo. —Ballesteros sirvió whisky.
—Haz lo que quieras —dijo Rulfo—, pero no confíes en tu escopeta. La única que realmente puede ayudarnos, la única que puede hacer algo, se encuentra ahora mismo en tu despacho leyendo versos e intentando recordar cómo se recitan. Si ella no lo logra, ninguna escopeta del mundo servirá... Nada de lo que hagamos servirá para nada.
—Me encanta la gente como tú, tan optimista y llena de esperanza —repuso Ballesteros, y alzó los vasos—. Brindemos por Raquel. Ya lo creo que lo logrará. Tiene que lograrlo.
Un poema es un bosque lleno de trampas.
Recorres las estrofas ignorando que un solo verso, uno solo pero suficiente, afila las uñas aguardándote. Da igual que sea hermoso o no, posea valor literario o carezca de él por completo: allí te aguarda, cargado de veneno, centelleante y mortal, con sus escamas de berilo.
La muchacha había pasado horas enteras durante los últimos días intentando capturar alguno de esos ejemplares. Sabía que era bastante improbable que en tan corto período de tiempo pudiera llegar a aprender algo verdaderamente mortífero, pero el éxito obtenido con la dama número trece le había dado nuevas esperanzas. Ahora deslizaba el dedo, palpaba, hojeaba los libros buscando un destello en la oscuridad de la tinta. El verso de poder se hallaría encajado entre los demás como una veta en la roca. Era preciso un trabajo de atenta minería para extraerlo y aislarlo en todo su relampagueante aspecto. Cualquier error (despreciar una palabra, añadir otra) lo dejaría inservible.
Había establecido rápidamente sus prioridades. Los griegos y latinos clásicos eran muy fuertes, pero había decidido que no podía fiarse de su capacidad para pronunciar esas lenguas. Shakespeare resultaba excesivo: si lo manipulaba sin experiencia corría el riesgo de saltar por los aires. Algunos tercetos de Dante contenían, sin duda, suficiente poder para arrasar el
coven
, pero temía no saberlos recitar con la adecuada maestría. En cuanto a Milton, damas como Herberia lo usaban con efectos devastadores, pero solo en filacterias. Era difícil luchar con Milton.
Necesitaba un poema de resultados inmediatos cuyo recitado fuera relativamente sencillo. Había comprendido que no podía elegirlo entre los más complejos.
Era miércoles por la noche, pero el reloj del despacho de Ballesteros indicaba que, en realidad, ya era la madrugada del jueves. Disponía de setenta y dos horas. Se frotó los párpados, extenuada, y las letras bailaron ante sus ojos.
Una oportunidad, dame una oportunidad, y quizá te sorprenda, Saga.
Cerró un libro de Ezra Pound y cogió una selección de Dámaso Alonso.
Fue pasando las páginas con cuidado, inclinada hacia delante, la luz del flexo crudamente volcada sobre el texto. No se detenía ante la belleza de las palabras, la pulcritud de las estrofas, la importancia de los poemas o su posible significado. No intentaba captar eso. Quería que un verso la hiriera. Quería descubrir en una palabra reflejos de cuchillo, filo de hoja de afeitar, dureza de diamante. Quería encontrar un puñal de sílabas para hundirlo en el pecho de Saga. Estaba rastreando en busca de una bala de plata, una línea que poder cargar en la recámara de su boca para disparar a Saga entre los ojos.
Eran poemas cortos. Leyó «La victoria nueva» y prosiguió con «Viento de siesta» y «Elemental». Se detuvo en este último.
Viento y agua muelen pan,
viento y agua.
Arrugó la página con los dedos. Jadeaba. Tiró de la hoja casi hasta arrancarla.
Eran palabras sumamente simples. Las releyó.
Viento y agua muelen pan,
viento y agua.
Lo supo. Allí estaba. Ésa podía ser su arma.
Aquellos dos versos eran un cuchillo acerado, fácil de manejar incluso por gargantas inexpertas. Solo un cuchillo, pero hasta un cuchillo era capaz de matar. El secreto se encontraba en la aliteración de las tres palabras que contenían la letra ene:
Viento, muelen, pan
. Aislada de éstas,
agua
tendría que emerger en un grito brevísimo. Ignoraba: cuál podía ser el efecto total de las líneas, pero pensó que hasta ella, en el plazo de tiempo del que disponía, podría llegar a convertirlas en un dardo.
Cuando salió de la habitación se hallaba pálida y ojerosa.
—¿Quieres café? —ofreció Rulfo. Ella negó con la cabeza—. Tienes que tomar algo.
—Y descansar —terció Ballesteros.
—Estoy bien. —Dirigió hacia ellos sus densos ojos oscuros—. Existe una posibilidad. —Los dos hombres la observaron atentamente—. Encontré un verso simple. Creo que incluso yo puedo manejarlo. Frente al
coven
es como intentar luchar con un alfiler, lo sé. Pero la dama número trece nos ha dado acceso: estarán desprotegidas. Si logro dirigirlo bien, hasta un alfiler puede hacerles daño...
—Entiendo —reflexionó Ballesteros—. Es como si tuvieras un tirachinas y hubieras descubierto que golpeando en el centro de una diana podemos fastidiarlas.
Ella asintió.
—¿Qué posibilidades hay de que lo impidan? —indagó Rulfo.
La muchacha respiró hondo, como si hubiera esperado aquella pregunta.
—Solo una: que descubran el acceso. Pero es muy remota, porque hemos obrado por nuestra cuenta. Hemos hecho salir a la última dama. Creo recordar que no existen versos capaces de avisarlas, de ponerlas en guardia. Pero eso era
antes
, ¿comprendes...? No pasa ni un solo día sin que aparezcan..., en multitud de idiomas..., millones de versos nuevos... O bien una de ellas puede aprender a recitar de otra manera uno antiguo...
—¿Y si lo descubren? —preguntó Ballesteros.
—Entonces se anticiparán a nosotros... y el alfiler será solo un alfiler. Pero es poco probable. Descubrir un acceso es casi imposible. Se miraron entre sí. Hubo un breve silencio del que pendían, como un eco, sus últimas palabras.
—En cualquier caso —dijo Rulfo—, no tenemos otra elección.
La joven Jacqueline se encontraba en el interior de una habitación sin ventanas, insonorizada, cubierta de cortinas y alfombras, todo en color bermellón: era su rapsodomo, la cámara de los recitados. Cada dama poseía al menos uno. Su servidumbre no podía penetrar allí, ni siquiera sabían de su existencia. Se hallaba en la zona más aislada de la casa, y varias filacterias escritas en las jambas de la puerta hubiesen impedido la entrada incluso a otras damas.
Estaba desnuda y arrodillada en el centro de aquel reducido espacio, los brazos abiertos en actitud de oración, con el símbolo de Saga, el pequeño espejo de oro, colgando de su delgado cuello. A su alrededor y sobre ella, sobre sus muslos blancos y sobre la alfombra, había sangre. Era suya. Dos clavos largos y gruesos taladraban sus rótulas y Jacqueline se apoyaba sobre sus pequeñas cabezas en terrible equilibrio. Otros dos perforaban sus muñecas atravesándolas de parte a parte y asomando varios centímetros por el otro lado.
No sentía ningún placer. Todo lo contrario: un dolor gélido, devorador, la atenazaba, y se hacía más insoportable cuanto más tiempo permanecía descargando el peso sobre los clavos. Sus labios temblaban, su rostro estaba bañado en sudor; su corazón y su cerebro, embotados de sufrimiento, se hallaban a punto de claudicar. Desde luego, fuera del rapsodomo no se habría atrevido a tanto. Pero allí dentro Jacqueline no era Jacqueline sino la
otra
. La
cosa
que habitaba en sus ojos.
Y esa cosa la obligaba, a veces, a realizar actividades muy desagradables.
Pero necesarias, ya lo sabes.
Para recitar versos de poder era preciso, en ocasiones, utilizar algo más que un velo como mordaza, o bailar hasta el agotamiento, o consumir algún tipo de droga. Ella había descubierto que un verso emitido en un instante de terrible dolor podía provocar efectos insospechados. La voz era un instrumento maravilloso: se dejaba tañer por todos los estados de ánimo posibles. No sonaba igual con la fatiga, la alegría, la exaltación o la tristeza. Y no sonaba igual con el dolor más exquisito. Concentrar esa sensación en las palabras era como amplificar por mil o un millón el resultado. Y mutilar a Jacqueline no le importaba en absoluto, ya que, con una filacteria apropiada después de la sesión, no quedaría ni rastro de las heridas que le había infligido.
Ahora estaba preparando el recitado de su Eliot secreto.