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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Drama

La decisión más difícil (40 page)

BOOK: La decisión más difícil
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Poso la mano al lado de la suya, junto al borde de una foto que tiene una esquina doblada y que muestra a Kate, poco más que un bebé, lanzada al aire por Brian, con el pelo al viento y con los brazos y las piernas abiertos como una estrella de mar, segura sin la menor duda de que cuando vuelva a caer a tierra encontrará unos brazos firmes, segura de que no merece otra cosa.

—Era guapa —añade Kate, y con el dedo meñique acaricia la vivida y satinada mejilla de la niña que ninguno de nosotros llegó a conocer jamás.

J
ESSE

El verano en que tenía catorce años mis padres me enviaron a un campamento en una granja, uno de esos sitios regidos por la disciplina militar, con mucha actividad de acción y aventura para chicos problemáticos. Levantándote a las cuatro de la mañana para ordeñar vacas, ¿en qué líos te vas a meter? (La respuesta, por si les interesa: robarles marihuana a los rancheros, colocarse, tumbar vacas). El caso es que un día me asignaron a la patrulla de Moses, o por lo menos así era como llamábamos al pobre hijo de perra que nos llevaba a cuidar del rebaño de ovejas. Tenía que perseguir un centenar de ovejas por unos pastos que no tenían un maldito árbol que diera una mísera sombra.

Decir que una oveja es el animal más condenadamente estúpido que existe sobre la tierra es probablemente quedarse corto. Las encierran en rediles. Se pierden en corrales de dos metros cuadrados. Se olvidan de dónde está la comida, aunque hayan estado mil días seguidos en el mismo sitio. Y no son esa monada como de algodón que te imaginas cuando intentas dormirte. Huelen fatal. Balan. Son una lata.

El caso es que el día que me tocó pringar con las ovejas me había agenciado un ejemplar de
Trópico de Cáncer
y estaba señalando las páginas más cercanas al buen pomo, cuando oí gritar a alguien. Estaba completamente seguro de que no se trataba de un animal, porque nunca en mi vida había oído nada como aquello. Salí corriendo hacia donde se había oído el sonido, esperando encontrarme con alguien que se hubiera caído de un caballo con la pierna rota y retorcida como un andrajo o algún vaquero que se hubiera vaciado el revólver accidentalmente en los intestinos. Pero lo que me encontré fue, tirada a orillas del arroyo, una oveja pariendo con un pequeño rebaño esperando alrededor.

No necesitaba ser veterinario para darme cuenta de que si un ser vivo arma un estrépito como aquél, es que las cosas no van a salir como debían. Vaya, aquella pobre oveja tenía dos pequeñas pezuñas colgándole de sus partes. Estaba tumbada de lado, jadeando. Vi que giraba su o|0 negro y apagado hacia mí, y entonces se dejó ir.

Bueno, mientras había estado de patrulla no había muerto nada, aunque sólo fuera porque sabía que los nazis que dirigían el campamento me habrían hecho enterrar al maldito animal. Así que alejé a empujones de allí al resto de las ovejas que se habían agrupado a su alrededor. Me puse de rodillas y agarré las nudosas y resbaladizas pezuñas y estiré, mientras la oveja chillaba, como chillaría cualquier madre a la que le arrancaran un hijo de las entrañas.

El cordero salió afuera, con las extremidades dobladas como las cachas de un cuchillo del ejército suizo. Sobre la cabeza tenía un saquito plateado fino, como cuando te pasas la punta de la lengua por el interior de la mejilla inflada. No respiraba.

Lo que no iba a hacer era ponerle la boca encima a una oveja y hacerle la respiración artificial, pero sí que, con las uñas, rasqué el saquito de piel y lo arranqué del cuello del cordero. Y resultó que eso era lo único que necesitaba. Al cabo de un minuto enderezó las espigadas patas y se puso a caminar como sobre zancos buscando a su madre.

Durante aquel verano creo que nacieron como veinte corderos. Cada vez que pasaba junto al redil, yo era capaz de distinguir al mío de entre el rebaño. Era igual que todos los demás, salvo que se movía con un poco más de agilidad; siempre parecía que el sol se reflejaba en la lana lustrosa. Y si conseguías verlo lo bastante tranquilo para que te mirara a los ojos, veías que sus pupilas se volvían blancas como la leche, señal segura de que había estado en el otro mundo el tiempo suficiente para recordar lo que se estaba perdiendo.

Cuento todo esto porque cuando Kate despierta por fin en aquella cama de hospital y abre los ojos, sé que ella también ha tenido un pie en el otro mundo.

—Oh, Dios mío —dice Kate con voz muy débil al verme—. He acabado en el Infierno, después de todo.

Me inclino hacia adelante en la silla y cruzo los brazos.

—Ahora, hermanita, ya sabes que no soy tan fácil de matar. —Levantándome, le doy un beso en la frente, demorando los labios un segundo más de lo normal. ¿Cómo pueden las madres saber así si uno tiene fiebre? Yo lo único que veo es una pérdida inminente—. ¿Cómo va eso?

Ella me sonríe, pero es como un dibujo de cómic cuando ya has visto el cuadro de verdad en el Louvre.

—Genial —contesta—. ¿A qué debo el honor de su presencia?

«A que no vas a durar mucho», pienso, aunque no se lo digo.

—Pasaba por aquí. Además hay una enfermera en este turno que es un bombón.

Eso hace reír a Kate.

—Cielos, Jess, te voy a echar de menos.

Lo ha dicho con tanta naturalidad que me parece que nos ha cogido por sorpresa a los dos. Me siento en el borde de la cama y sigo con el dedo las pequeñas arrugas de la manta térmica.

—¿Sabes qué…? —empiezo una frase para dar moral, pero ella me pone la mano en el brazo.

—No. —Sus ojos cobran vida, sólo por un momento—. Tengo esperanza de reencarnarme.

—¿Como María Antonieta?

—No, tendría que ser algo para el futuro. ¿Te parece una locura?

—No —admito—. A mí me parece probable que todos estemos dando círculos.

—¿Y tú bajo qué forma volverás?

—Bajo forma de carroña. —Ella hace una mueca de desagrado, y entonces suena algo y me entra pánico—. ¿Quieres que vaya a buscar a alguien?

—No, ya estás bien aquí —responde Kate, y estoy seguro que no lo pretendía, pero casi me hace sentir como si me hubiera tragado algo horrible.

Me acuerdo de pronto de un viejo juego al que solía jugar cuando tenía nueve o diez años y me dejaban ir en bici hasta que oscurecía. Me gustaba apostarme cosas conmigo mismo mientras veía cómo el sol estaba cada vez más bajo en el horizonte: si era capaz de aguantar la respiración durante veinte segundos, no llegaría a hacerse de noche. Si no parpadeaba, si me quedaba tan quieto que se me paraba una mosca en la mejilla. Ahora me encuentro haciendo lo mismo que entonces, apostando a que conservaré a Kate, aunque las cosas no sean así.

—¿Tienes miedo? —le digo de sopetón—. ¿Miedo a morir?

Kate se vuelve hacia mí, mientras se le dibuja una sonrisa.

—Te lo diré. —Entonces cierra los ojos—. Voy a descansar sólo un segundo —consigue decir y se vuelve a dormir.

No es justo, pero Kate lo sabe. No hace falta toda una vida para darse cuenta de que raras veces conseguimos lo que merecemos. Me levanto, con ese regusto a centellas quemadas en la garganta que me impide tragar, y todo vuelve atrás como un río maldito. Salgo a toda prisa de la habitación de Kate, alejándome lo bastante por el pasillo para no molestarla, y entonces levanto el puño, que dejo marcado de un golpe en la gruesa pared blanca, pero tampoco me basta con eso.

B
RIAN

Ésta es la receta para hacer que algo explote: un recipiente Pyrex, cloruro de potasio (que puede encontrarse en las tiendas de comestibles, como sustitutivo de la sal), un hidrómetro y lejía. Se coge la lejía y se vierte en el cuenco Pyrex; se pone en el fuego de la cocina. Al mismo tiempo, se pesa la medida de cloruro de potasio y se añade a la lejía. Se mide con el hidrómetro y se hierve hasta que llegue a la señal de 1,3. Se deja enfriar a temperatura ambiente y se cuelan los cristales que se forman, que son lo que se guarda.

Es duro ser el que siempre espera. Quiero decir que siempre hay algo que decir del héroe que se apresta con prontitud a la batalla, pero también hay toda una historia que contar sobre el que se queda en la retaguardia.

Estoy en lo que debe de ser la sala de tribunal más fea de la Costa Este, sentado en una silla y en otra hasta que me toca el turno, cuando de repente me suena el busca. Miro el número, refunfuño e intento pensar lo que debo hacer. Soy uno de los testigos, pero para más tarde y, en cambio, el departamento de bomberos me necesita ahora mismo.

Me cuesta pasar por varios funcionarios, pero al final obtengo permiso del juez para abandonar las dependencias. Salgo por la puerta principal y me veo inmediatamente asaltado a preguntas, cámaras y focos. Tengo que hacer acopio de todas mis fuerzas para no empezar a repartir puñetazos entre todos esos buitres, que lo único que quieren es despedazar los huesos descalcificados de mi familia.

Al no encontrar a Anna el día de la vista, me fui a casa. Busqué en todos sus escondites habituales, la cocina, el dormitorio, la hamaca de la parte de atrás, pero no estaba. Como último recurso subí la escalera del garaje hasta el estudio de Jesse.

Tampoco él estaba, aunque, a esas alturas, había dejado de ser una sorpresa. Hubo una época en que Jesse me defraudaba con regularidad, hasta que al final me dije que no debía esperar nada de él y, como resultado, ahora me es más fácil aceptar las cosas tal como vienen. Llamé a la puerta, diciendo en voz alta el nombre de Anna, para que me oyera Jesse, pero no hubo respuesta. Aunque en casa había una llave de ese apartamento, me había impuesto no entrar en él. Volviéndome hacia la escalera, di varios golpes sobre la tapa del cubo rojo de reciclaje que vacío yo personalmente todos los jueves, dado que Dios prohibió a Jesse acordarse de bajarla hasta la acera él mismo. Un pack de botellas de cerveza verde brillante se cayó afuera. Un bote vacío de detergente para la ropa, un tarro de olivas, una garrafa de zumo de naranja.

Volví a meterlo todo, a excepción de la garrafa de plástico de zumo de naranja, que ya le dije a Jesse que no es reciclable y que aun así él tira todas las semanas al maldito contenedor.

La diferencia entre estos incendios y los otros ahora es que lo que está en juego es algo mayor. En lugar de un almacén abandonado o una cabaña a la orilla del agua, se trata de una escuela de primaria. Y, siendo verano, no había nadie allí cuando se inició el fuego. Pero a mí no me cabe la menor duda que ha sido por causas no naturales.

Cuando llego, las máquinas están recogiendo después del salvamento y ellos dando un último vistazo. Paulie viene directamente hacia mí.

—¿Cómo está Kate?

—Bien —le digo, señalando el desastre—. ¿Qué habéis encontrado?

—Ha conseguido destruir todo el lado norte de las instalaciones —dice Paulie—. ¿Quieres darte una vuelta?

—Sí.

El incendio se había declarado en la sala de profesores, las marcas negras apuntan como una flecha el lugar de origen. Un montón de objetos sintéticos que no se han quemado del todo son aún visibles; quienquiera que lo hiciera ha sido lo bastante listo para encender el fuego en medio de una pila de cojines de sofás y hojas de papel. Aún puedo oler el producto inflamable, esta vez ha sido algo tan simple como gasolina. Hay pedazos de cristal del cóctel Molotov diseminados sobre las cenizas.

Me acerco hasta el extremo más alejado del edificio, a mirar por una ventana rota. Los tipos han debido echar el fuego desde aquí.

—¿Cree que cogeremos a esa rata, capitán? —pregunta Caesar, entrando en la habitación. Vestido aún con su equipo ignífugo, con una mancha de hollín en la mejilla izquierda, baja la vista hacia los escombros dentro del perímetro del incendio. Luego se agacha y, con su pesado guante, recoge una colilla de cigarrillo—. Increíble. El escritorio de la secretaría reducido a ceniza y, en cambio, una maldita colilla de tabaco sobrevive.

Se la cojo de las manos y le doy vueltas en la palma.

—Eso es porque no estaba aquí cuando se inició el fuego. Alguien se echó el cigarrito mientras contemplaba todo esto y luego se fue. —Lo inclino de lado, hasta ver la zona en que el papel amarillento toca el filtro y leo la marca.

Paulie asoma la cabeza por la ventana rota, buscando a Caesar.

—Nos vamos. Sube al camión. —Y luego se dirige a mí—. Eh, una cosa, nosotros no la hemos roto.

—No iba a hacérosla pagar, Paulie.

—No, me refiero a que nosotros abrimos el tejado. La ventana ya estaba rota cuando llegamos.

Caesar y él se marchan, y al cabo de unos momentos oigo el pesado motor del camión alejarse.

Podría haber sido una pelota de béisbol perdida o un disco de los que lanzan los críos para jugar. Pero, incluso en verano, los conserjes vigilan la propiedad pública. Es mucha casualidad que baya una ventana rota sin arreglar, la habrían atrancado al menos.

A no ser que el mismo tipo que provocó el incendio supiera por dónde buscar el oxígeno, para que las llamas se inflamaran por la aspiración creada por ese vacío.

Observo el cigarrillo en la mano y lo aplasto.

Se necesitan 56 gramos de los cristales que se separan. Hay que mezclarlos con agua destilada. Se calienta a punto de ebullición y se deja enfriar de nuevo, apartando los cristales, puro cloruro de potasio. Se pulveriza hasta que quedan como polvos faciales y se calienta hasta secarlo. Se mezclan cinco partes de vaselina con cinco partes de cera. Se disuelve en gasolina y se vierte el líquido en noventa partes de cristales de cloruro de potasio en un cuenco de plástico. Se amasa. Se deja evaporar la gasolina.

Se le da forma de cubo y se le da un baño de cera para hacerlo sumergible. Este explosivo necesita una cápsula detonadora de al menos un grado A3.

Cuando Jesse abre la puerta de su apartamento, estoy esperándole en el sofá.

—¿Qué haces aquí? —pregunta.

—¿Qué haces aquí tú?

—Yo vivo aquí —dice Jesse—. ¿No te acuerdas?

—Ah, ¿sí? ¿O más bien lo utilizas como escondite?

Se saca un cigarrillo de un paquete del bolsillo delantero y lo enciende. Merit.

—No sé de qué demonios me hablas. ¿Por qué no estás en el tribunal?

—¿Cómo es que tienes ácido muriático debajo del fregadero? —le pregunto—. Teniendo en cuenta que no tenemos piscina…

—¡Vaya! Pero ¿qué es esto?, ¿la Inquisición? —Frunce el entrecejo—. Lo usé cuando trabajé con los embaldosadores el verano pasado. Sirve para limpiar la lechada. Si quieres que te diga la verdad, ni siquiera sabía que aún tenía.

BOOK: La decisión más difícil
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