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Authors: Louis Auchincloss

La educación de Oscar Fairfax (12 page)

BOOK: La educación de Oscar Fairfax
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Más adelante la duquesa de Nîmes me invitó a comer en el gran
hôtel
de la Rue du Varenne para que lo conociera; yo sabía que allí no me encontraría con Violet —la animosidad de mi anfitriona hacia ella era proverbial— y acepté con agrado. Ese día el gran abate iba a cambiar mi vida, pero no como yo había supuesto, con una charla acerca de arte y literatura, sino con una conversación acerca de mí.

Tuve la ocasión de hablar con él durante la suntuosa comida en el gran salón estilo Luis XV, donde las damas sentadas a su lado rivalizaban por su atención; pero después, cuando los huéspedes se fueron marchando y le oí preguntar a la duquesa si podía salir a dar un paseo al jardín, le seguí de inmediato, en silencio, hacia la parte trasera de la casa. Antes de salir se paró en el vestíbulo a examinar, con la nariz casi rozando los lienzos, un pequeño y encantador Fragonard con una ninfa desnuda bañándose en una fuente mientras un galán escondido tras las ramas la observaba. De pronto una voz burlona sonó detrás de mí.

—Ah, tu aimes ces nudités, mon cher Abbé? Tu n'as pas honte?

Era nuestro anfitrión, que había subido para asegurarse de que el abate encontraba la puerta del jardín. Me había dado cuenta de que los maridos de las amigas del abate le trataban con menos ceremonia. Tendían a ser un poco más cínicos acerca de su disfrute del mundo.


C'est un état d'âme
—respondió el abate mientras atravesaba la puerta que el duque le había abierto. Fuera le pregunté si podía unirme a él en el paseo y asintió moviendo benignamente la cabeza. Parecía haber notado que yo quería consultarle algo más serio que su amor por los jardines; sus parcos comentarios acerca de los macizos de flores que íbamos pasando, rigurosos pero educados, quizá estuvieran destinados a que mis nervios se tranquilizasen.

—Quería decirle, señor abate —le dije por fin bruscamente—, cuán profundamente admiro el modo en que usted reconcilia su amor a Dios con su amor por las cosas hermosas.

Hizo una pequeña pausa para dirigirme una sonrisa dubitativa.

—He aprendido, querido, que cuando los jóvenes me dicen tales cosas, parecen querer insinuar que soy un deplorable hombre de mundo. ¿No ha oído usted a nuestro anfitrión?

—¡Pero yo no quería decir tal cosa! —protesté. —Quiero decir casi lo contrario. Quiero decir que usted encuentra a Dios en todo. ¿O esto suena un poco estúpido? Por supuesto Dios está en todas las cosas, ¿no?

—¿En este maravilloso jardín y en esta enorme mansión? ¿Incluso en este almuerzo
mondain
? Bien por supuesto que debe de estar, pero, ¿dónde estoy yo? Ésta es la cuestión ¿no? ¿Estoy yo con él o estoy con los centros de mesa plateados, las
tartes à la crème
, los maravillosos artesonados, las encantadoras damas? Esta pregunta me la hago algunas veces cuando visito a los pobres, a los enfermos y a los moribundos.

— ¡Pero es solamente la belleza de todas estas cosas lo que usted admira! —insistí acaloradamente—. Del mismo modo que usted encuentra belleza en los libros que cuida tanto. He oído el asunto sobre su amado Chateaubriand. ¡Dios para usted está en el arte! ¡Y es en esto en lo que yo he perdido la fe! ¿Podría usted ayudarme a recuperarla?

—Bueno, estoy convencido de que Dios no estaba con Savonarola cuando éste prendió su hoguera de las vanidades en Florencia. ¡Piense en todas las cosas maravillosas que tienen que haber ardido aquel terrible día! Pero aquel pobre y desencaminado monje tenía razón en algo. Si Dios está en el arte, quizá es por eso por lo que el demonio acecha tan cerca de la capilla para atrapar a los devotos cuando menos se lo esperan.

Y mandarlos al infierno —dije divertido y sorprendido por su observación—. ¿Cree usted en el infierno, padre?

—Mi respuesta a esta pregunta es que tengo que creer. Es dogma de fe. Pero no necesito creer que haya nadie en el infierno.

—Algunas veces me pregunto si mi esposa, que es librepensadora, no cree que allí hay mucha gente.

—Hábleme de su esposa, señor Fairfax, hoy no estaba aquí. Espero que no esté enferma.

—Oh, no, está muy bien. Está haciendo un pequeño viaje por las iglesias románicas de Borgoña. Con un amigo, un hombre. —Dejé que mi voz lanzase una nota triste. Debió de sonar un poco tonto. Pero él hizo caso omiso de mi insinuación.

—Ah, sí, qué edificante. Esas iglesias son maravillosas. Pero si me permite pasar a un tema menos agradable, debo decirle que lamenté enterarme de la desagradable situación que se produjo entre su esposa y la princesa Nelidoroff.

—Oh, ¿ya le ha contado algo Violet?

—Violet y yo somos grandes amigos. Ella me ha adoptado como lo que ella denomina, lisonjera, «su guía y su mentor». Violet tiene sus pequeñas manías — ¿quién no las tiene?— pero me parece que la señora Fairfax quizá se mostró un poco dura con ella ¿es eso posible?

—La señora Fairfax se comportó de un modo atroz.

—Entonces, amigo mío, si puedo hacer una sugerencia, ¿no hubo un cierto elemento de celos femeninos en la situación? Mi sobrina es encantadora, y usted y ella se han estado viendo, y según entiendo, a solas.

De pronto me di cuenta de que lo sabía todo.

—¿Le ha contado Violet lo que sucedió entre ella y yo? —el silencio del abate fue un asentimiento—. Supongo que estaba obligada en confesión.

—No fue en confesión, señor Fairfax.

—No, no lo habría considerado un pecado —exclamé con una repentina queja de amargura—, no sería pecado si no hubo placer ¿no?

—Eso suena a una de sus doctrinas puritanas americanas. Creo que sería un pecado, de todos modos. —El abate ahora se mostraba severo—. Y si no he malinterpretado su tono de hace un minuto, ¿quiere decir que entre su esposa y ese cierto caballero habría algo pecaminoso?

Ahora yo estaba desesperado.

—Padre, ¿qué puedo hacer?

—¿Con el hombre que está con ella? ¿Es francés?

—No, es yanqui. Creo que usted incluso le conoce. David Finch.

—Ah, sí, es un joven muy estudioso. ¿Qué le hace a usted estar tan aseguro de que le está traicionando?

—¿Usted cree que los americanos son capaces de cometer adulterio solamente con las mujeres francesas?

—En absoluto. Pero he conocido a los suficientes americanos como para saber que no son tan predecibles en esos asuntos como los galos. Ustedes son grandes guerreros. Me gustaría preguntarle algo más. ¿Puedo serle franco?

—Oh, padre, se lo ruego.

Se dirigió entonces hacia un banco de mármol rosa y nos sentamos.

—Vamos a suponer que es verdad lo que usted por ahora solamente supone, y que su esposa y el señor Finch tienen una aventura amorosa. ¿No sería posible que para ellos —para ella, al menos— todo el asunto pudiese ser tan poco importante como lo que ocurrió entre usted y Violet?

Con una simple palabra, este anciano que ahora se me antojaba terrible había convertido mi mente en el marco de una ridícula escena de alcoba.

—¡Oh! —murmuré.

—¿Y no es también posible que lo que le preocupa a usted no sea tanto la posibilidad de una aventura como lo que todo el mundo pueda pensar de dicha aventura?

Tenía que darle vueltas a esto durante un momento.

—Entonces, ¿usted piensa que se trata de mi orgullo y no de mis celos?

—Tan sólo lo sugiero.

—¿Y qué debería hacer?

—Vaya a buscarles, hijo. Reúnase con ellos en su búsqueda maravillosa del románico. Si están teniendo una aventura seria, es mejor que usted lo sepa. Sólo con los hechos puede uno tomar decisiones razonables. Y si, como sospecho, no ha sucedido nada entre ellos, simplemente le darán una guía y continuarán su visita turística.

***

Encontré a Constance y a David en Beaune y los seguí hasta el Hôtel Dieu, donde los alcancé en el largo corredor de la sala dormitorio, dividida en cubículos con magníficas cortinas rojas. Cuando David me vio y me llamó con un agrado inequívoco, supe que había sido un estúpido.

—¡Oscar, qué alegría! ¿Qué viento favorable te ha traído a Beaune?

—Un terrible antojo de capiteles y arcos. ¿No te importa que os fastidie la fiesta?

—¡Pero si es providencial! Me temo que Constance estaba a punto de decidir que dos son multitud.

Constance no dijo nada. Su mirada interrogante parecía esperar una explicación de mi extraña conducta. Apenas respondió a mi amago de beso, y me di cuenta de que no le había dicho nada a David de nuestra pelea. ¡Muy propio de ella!

—Veamos —continuó David mirando el reloj—. Es hora de comer y he reservado mesa en el Hôtel de la Poste. Vosotros dos tenéis asuntos domésticos que tratar, dejad solo al pequeño Gordon. Yo comeré algo en un mesón y me reuniré con vosotros a las tres.

Constance y yo le tomamos la palabra, y durante la comida me disculpé humildemente por mis vulgares sospechas. Y puse la guinda a mi humildad al admitir que había abandonado mi libro. Le expliqué en detalle, con demasiado detalle, mi teoría acerca de lo mundanos que habían resultado mis artistas elegidos. Me escuchó sin prestarme demasiada atención, pero en silencio, hasta que terminé. Y entonces todo lo que dijo fue: «Bueno, no exageres. Recuerda a Cézanne. Y a Joyce».

Y con esto supuse que había sido perdonado. Permitió que me uniera a ella durante el resto del viaje. Pero cuando mucho más tarde, de vuelta en París, reuní el temple para finalmente confesar el breve e «intrascendente» episodio de Violet, imaginando que ella sería capaz de juzgarlo con su tan encomiada independencia de ideas e, incluso, divertirse ante el patético papel que yo había desempeñado, explotó y me amenazó durante dos terribles días con abandonarme y llevarse a Gordon. Y entonces, de pronto, olvidó el asunto y nunca volvió a mencionarlo. La sacerdotisa de la razón era mujer, a fin de cuentas.

Las debidas garantías

Pasó un tiempo considerable antes de que me aventurase con otro libro, y cuando lo hice, fue con la aprobación o, al menos, con la benigna indiferencia de mi esposa. En 1935 ya hacía unos años que habíamos vuelto a Nueva York, y durante aquel tiempo había dedicado mis mejores esfuerzos al trabajo en la oficina. Mis socios, que profesaban admiración por mi capacidad diplomática con las personas, o quizá la consideraban superior a mis habilidades jurídicas, me habían confiado la administración interna de la empresa que, de cualquier modo, me gustaba mucho más que la práctica de la abogacía.

Me gustaba estar al tanto de los problemas personales de los oficinistas y de los demás empleados, y me preocupaba por hacer de la empresa una especie de familia. Los salarios, la asignación de despachos y las condiciones laborales no eran mi única responsabilidad; me encargaba también de la salud y de los problemas domésticos de todos mis empleados. Y organizaba eventos sociales: comidas para los abogados, un baile para el personal, una excursión al club de campo de Long Island en primavera. A algunos de los socios más antiguos estos entretenimientos les parecían un derroche, pero los más jóvenes me apoyaban, y creo que puedo enorgullecerme de haber sido un pionero de la humanización de la antigua «fábrica del derecho».

También intenté, pero con mucho menos éxito, echar una mano con la historia de la firma que mi padre, ahora retirado, estaba escribiendo. Me temo que cuando por fin se editó —fue una edición personal— nadie ajeno al despacho llegó a leerla hasta el final. Mi padre apenas había prestado oídos a sugerencia alguna; su estilo era seco, y tan sólo unas cuantas pálidas anécdotas sobre las reverenciadas excentricidades de dos o tres venerables fundadores conseguían aligerarlo. Su insistencia en la extraordinaria inteligencia de sus asociados, pasados y presentes, era tal, que el lector podría preguntarse si no habían estado trabajando tanto para el bien público como para los intereses de sus clientes. De cualquier modo, para mi padre lo uno y lo otro eran lo mismo.

Pero el lugar que la historia escrita por mi padre ocuparía en mi vida no radicaba en lo que se decía acerca de la firma, sino en el modo en el que su capítulo sobre Gideon Hollister agudizó e intensificó mi ya considerable interés por aquel gran hombre. Mi padre, que había sido su compañero en la Facultad de Derecho de Harvard y que le había convencido para abandonar su Boston natal y probar suerte en Nueva York con Jason & Fairfax, contaba los detalles sobre la vida de su amigo, con la que yo estaba familiarizado, sólo a grandes rasgos. Hollister, de muchacho, había convencido a sus acaudalados padres de que le permitieran cumplir su sueño de endurecerse y probarse a sí mismo trabajando durante los veranos en la minas de cobre y en los ranchos. Se marchó un tiempo de nuestra firma para unirse a los Rouge Riders en la guerra de Cuba y seguir a su héroe, Theodore Roosevelt, en el asalto a la colina de San Juan. De nuevo se volvió a marchar, esta vez de la Corte de Apelaciones en Albany, cuyo escaño había conseguido a la edad de cuarenta años, para servir en el Estado Mayor de Pershing durante la Gran Guerra y, a los cincuenta años, combatió en el frente europeo. Incluso cuando era juez del Tribunal Supremo de los Estados Unidos, cargo al que el presidente Coolidge le había ascendido, había pasado algunos veranos cazando en Kenia. Como mi padre escribió en una de las más vívidas frases del libro: «Para el juez Hollister, las vacaciones perfectas consisten en estar solo en la selva sin que nada más que un fusil se interponga entre él y un gran felino o un paquidermo en plena embestida».

El juez y yo siempre nos llevamos bien. Él no era completamente inmune a la adulación, pero creo que mi entusiasmo por la maravillosa redacción de las sentencias de sus casos de Nueva York le parecía absolutamente sincero. Una parte de él ansiaba que le reconocieran sus méritos de artista, y yo se los reconocía de sobra.

Además, su único hijo le había decepcionado amargamente, y debía de estar buscando un sustituto. En diversos aspectos, el juez Hollister era todo lo opuesto a mí, pero a diferencia de la mayoría de los hombres, lo distinto siempre me había atraído.

Pero no fue ni el defensor del derecho consuetudinario ni el guerrero ni el cazador de caza mayor el que me dio la idea para un librito de ensayos; encontré la inspiración en la apasionada admiración de mi padre por Hollister como intérprete constitucional, admiración que, según pude apreciar, compartía la mayor parte de su generación. Para mi padre, el resuelto uso de su amigo de la cláusula de las debidas garantías procesales para revocar cualquier disposición encaminada a regular los grandes negocios equivalía a lo que hizo san Jorge matando al dragón. Yo tenía una visión diferente, pero el dramatismo del conflicto me fascinó.

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