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Authors: Louis Auchincloss

La educación de Oscar Fairfax (2 page)

BOOK: La educación de Oscar Fairfax
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De cualquier modo, el semisolipsista que acechaba en mi psique ha desempeñado un papel durante toda mi vida, un papel persistente que en ocasiones me ha distraído. Las personas han sido mi constante preocupación. En ocasiones, sin embargo, no ha estado claro si ellas existían solamente en mí, o yo solamente en ellas. Existir en el sentido de lo que yo podía hacer con ellos, o para ellos, o quizá, finalmente, por ellos. ¿Quería ser biógrafo o novelista o psicólogo o sacerdote o incluso misionero? Al final acepté el consejo de mi padre y me convertí en abogado. Él decía que no importaba a lo que prestase más atención: a los clientes o a la ley.

Mi madre sospechó desde muy pronto que a mí me hacía falta que me ataran bien corto. Ella era una persona mucho menos pintoresca que él: pequeña y seca, pero con un aire enérgico, una agudeza extraordinaria y un gran aplomo. Era conservadora en lo moral y lo político, como su pareja, pero no porque él la dominara, ni siquiera porque ella le amase (que le amaba), sino porque creía profundamente en los principios en los que él, al menos, había declarado creer. Si no hubiese sido así, ella habría sido capaz de mantener un total desacuerdo aun cuando fingiera aceptar la antigua concepción de la esposa sumisa. Pero en alguna ocasión me permitió vislumbrar sus incómodas sospechas acerca del vacío que existía detrás de las aceptables creencias de su marido y de sus igualmente aceptables acciones. Estaba molesta, por ejemplo, por el incidente de la bicicleta.

«Supongo que tendrá que comprarte un yate para que sigas sacando buenas notas cuando vayas a la universidad», dijo con cierto desprecio. «¡Se diría que tu padre cree que todo aquel que ose sugerir que un hombre puede trabajar por un incentivo que no sea un manojo de billetes es un socialista!»

Me afectaba que ella y mi padre, tan aparentemente unidos en su comportamiento externo, pudieran estar divididos en sus creencias. La fe de él, por supuesto, no era realmente una verdadera fe; era más bien una confianza inquebrantable en el mantenimiento de las formas para sustentar la estructura de un mundo poco civilizado. La de mi madre era una fe en la fe; ella y sus numerosos hermanos creían firmemente en su padre. Para ellos, el obispo Fish era el representante de Dios en la tierra, creían en Dios porque también creían en él.

—Los Fishes, o Fish, como deberíamos llamarles, son un auténtico banco de peces —me comentó mi padre en una ocasión con cierto sarcasmo—. Siguen al líder. Al menos es el instinto lo que les mantiene juntos. O más bien son una tribu. Tu madre es una mujer admirable y la mejor de las esposas, pero cuando la suerte está echada y hay que tomar partido, siempre estará con el jefe.

—¿El jefe?

—Tu santo abuelo. ¿Quién si no?

Ahora que yo iba a cumplir catorce años, me hacía más confidencias. Tenía pocos amigos íntimos, y nunca se encontraba verdaderamente cómodo en compañía de mujeres. Mi madre era inteligente, pero no intelectual, y huía de cualquier discusión sobre temas abstractos. Mi hermana mayor, Henrietta, era muy poco sociable por esa época; se mostraba malhumorada, irritable y resentida ante cualquier interferencia de los padres. Solamente quedaba yo, que valoraba la idea de esta nueva camaradería.

—¿Te refieres al asunto de la catedral? —pregunté. Había sorprendido en dos ocasiones a mis padres en total desacuerdo respecto a un proyecto del abuelo Fish, y habían dejado la discusión cuando vieron que yo estaba escuchando. El proyecto era la catedral de San Lucas, el gran templo gótico que estaban construyendo en la parte baja de Broadway. Iba a ser la obra maestra del obispo, el resplandeciente símbolo de la Iglesia episcopaliana en América y, a su debido tiempo, la basílica del reverendo Oscar Fish.

—Precisamente —respondió con una prontitud que demostraba cuánto le importaba el asunto—. A tu madre le preocupa mucho que yo tenga dudas acerca del proyecto. ¿No ha tocado su padre ya las trompetas y ha alertado a las multitudes? ¡Todo el mundo debe tomar partido!

—Pero ¿tú no estás en el comité para conseguir el dinero?

—Eso es justamente lo que me preocupa, hijo.

—¿Quieres decir que ya no crees en el proyecto?

—Empiezo a preguntarme si alguna vez lo hice.

—Entonces ¿por qué te metiste?

—Buena pregunta. Porque tu abuelo es un hombre muy persuasivo. Y la catedral es su pasión. Y todos sus hijos consideran un deber sagrado hacer todo lo que puedan por verla terminada. Dudo que se haga. Incluso dudo que pueda hacerse. Aunque el viejo, lo admito, es un genio de la recaudación de fondos. ¡Qué bien se le da lo de hacer que los ricos desembolsen! Supongo que es porque los adora.

—¿Quieres decir que los adora porque son ricos?

Su mirada dejó entrever que se estaba preguntando si no había ido demasiado lejos.

—No los ve así. Los ve como apreciados trabajadores del jardín de Dios. Si ellos no se ven a sí mismos bajo esa luz, tiene que encargarse de llevarlos de nuevo por el buen camino. Una misión con la que goza profundamente.

Ahora parecía volver a sus propios pensamientos. De repente soltó una risita.

—Algunas veces creo que cuando muera el obispo, se irá de veraneo a Newport.

—¿Qué quieres decir?

—No importa, hijo. Supongo que ya he dicho bastante.

Fue así cómo la educación comenzó realmente para mí: en el contraste entre el abuelo Fish y mi padre. Supongo que podría decir, incluso: en el contraste entre el abuelo Fish y el resto del mundo. Mientras que mi padre albergaba dudas acerca de su educación y de sus orígenes, la seguridad que el abuelo tenía en sí mismo, en su iglesia y en su nación era inquebrantable y serena. Era un hombre bajo cuya voz, suave y grave, podía convertirse en el púlpito en un trueno dorado. Pelo gris corto y bien peinado, frente alta, nariz diminuta, y unos ojos de un azul glacial que parecían asignarte el lugar exacto en la escala social, ni un peldaño de menos ni, por supuesto, uno de más. Nada podía perturbar su ecuanimidad; Dios cuidaba de todo.

Lo que no significaba, sin embargo, que no pudiese haber algún descuido en la obra del Creador. El obispo era famoso por su energía y su eficacia administrativa, que no limitaba al gobierno de su diócesis, sino que también aplicaba a los asuntos de la Iglesia en su conjunto. Estaba constantemente presidiendo congresos eclesiásticos y encuentros con alcaldes, gobernadores e incluso presidentes. Se había convertido en una figura pública, blanco de parodias en los periódicos ateos, un símbolo de santidad remilgada para el agnóstico, aunque en privado estaba lejos de ser remilgado, e incluso a veces rayaba en lo subido de tono. Lo imagino ahora, limpiándose suavemente los labios con una servilleta antes de levantarse a responder al tintineo de las cucharillas contra las copas y dirigirse a una respetable multitud de corbatas negras y tiaras en el brillante salón de un hotel.

La abuela murió antes de que yo naciera, pero uno de sus nueve hijos e hijas estaba siempre «de servicio» en sus casas en Washington Square o en Lenox, Massachussets. Él no lo pedía; incluso ni siquiera lo esperaba; simplemente sucedía. Y se podría haber pensado que con tantos descendientes habría desarrollado una dulce y benevolente relación con sus nietos, pero no fue así. Nos trataba a cada uno de nosotros como a un adulto inteligente, merecedor de su absoluta atención. Yo no dudé, por ejemplo, en consultarle mis problemas teológicos.

—¿Me dices, Oscar, que tienes dificultad para creer en el más allá? Bueno, nadie puede creer en un más allá todo el tiempo.

—¿No sería aburrido, abuelo, estar siempre cantando aleluyas por calles de oro?

—¡Horrible! Pero no tienes que creerte esa tontería. Ese tipo de cosas es para la gente simple a la que le gustan los himnos evangelistas. No hay nada de malo en eso.

—Pero hicieras lo que hicieras en la eternidad, ¿no terminaría volviéndose aburrido? ¡Piénsalo! La eternidad.

Agitó la cabeza como si hubiese pronunciado una palabra gravísima.

—Preferiría no pensar en una cosa tan espeluznante. Claro que allí no habría tiempo en absoluto, en realidad.

—¿Cómo podría no haber tiempo?

—Bueno, eso es un misterio, ¿verdad? No podemos saber la respuesta, por lo tanto es absurdo preocuparse.

—Y hay algo más que me preocupa, abuelo. Mi padre dice que la gente que no cree en Dios —incluso la gente que no cree en ningún tipo de dios— puede ser tan buena como la gente que cree. ¿Tú estás de acuerdo con eso?

El obispo sonrió entre dientes.

—¿Con que me estás midiendo con tu viejo? Bien, de acuerdo. Sí, creo que hay ateos que son incluso tan buenos como la mayoría de los cristianos devotos. Ralph Waldo Emerson, por ejemplo.

Me sorprendió.

—Pero en el colegio nos enseñaron que Emerson era un hombre muy religioso.

El abuelo se encogió de hombros.

—Era un trascendentalista. Un deísta. Creía que cuando uno muere se convierte en un latido de la naturaleza eterna. Pero ¿cuál es la diferencia entre ser un latido —incluso un latido feliz, si se puede concebir tal cosa— y la completa extinción? Si la supervivencia significa algo, debe de significar la supervivencia de algún aspecto de nuestra personalidad. Si en la otra vida no voy a ser Oscar Fish —o un razonable facsímil de Oscar Fish— ya no quiero ser nada.

Tan joven como era, aquello me pareció bastante egoísta. De hecho ¿no era eso la esencia del egoísmo? Pero lo encontré admirable. Comprendí que iba a tener una discusión animada con mi padre. ¡La esperé con ansiedad!

—¿Serías igual de bueno, abuelo, aunque no creyeses en Dios ni en el más allá?

—No, hijo mío, me temo que sería un triste pecador. No digo que fuera a robar, a estafar y a cometer crímenes atroces. Eso me desagradaría. Pero sería mucho más indulgente conmigo de lo que soy ahora. Creo que buscaría el placer, en el sentido epicúreo del término. Y uno nunca sabe a donde puede conducir eso.

Tuve una extraña visión del abuelo con una túnica, con hojas de parra en la cabeza, recostado en un lecho en un banquete romano. Y entonces encontré la oportunidad de impresionarle con mis lecturas bíblicas.

—El propio Cristo no desaprobó algunos placeres terrenales ¿no? Convirtió el agua en vino en las bodas de Caná.

El obispo volvió a reírse entre dientes.

—Eso solía angustiar a uno de mis antiguos maestros en la escuela de teología. Despreciaba un poco ese milagro, y solía recordarnos que fue el primero que hizo nuestro Señor. ¡Al parecer, Jesús había tenido que practicar para desarrollar una taumaturgia más sublime! Pero a mí me gustaba que el Señor llegara para salvar a unos anfitriones a los que se les había agotado el vino y que se las tenían que ver con aquellos huéspedes sedientos. Aquélla fue una solución encantadora, y mostraba al hombre que había en el dios. Del mismo modo que su maldición de la higuera revelaba un enojo muy humano. Esto nos acerca a él.

Entonces no me di cuenta de que, en la época de la Inquisición, este sofisma bíblico le hubiese costado al abuelo la vida. Pero se me ocurrió que, si hubiese sido un papa Médici, habría considerado la venta de indulgencias un espléndido mecanismo para recaudar fondos. Su fe era lo suficientemente fuerte como para aprovechar todos los medios para conseguir su fin. Era un realista.

Sin embargo, ésta fue justamente la pregunta que mi padre iba a plantear. ¿Lo era, realmente? La pregunta surgió cuando un sábado por la tarde me llevó a la ciudad a ver cómo progresaban las obras de la catedral. La iglesia ni siquiera estaba a medio construir, pero la fachada oeste estaba completamente terminada exceptuando las dos torres. Las tres puertas y sus pórticos, el rosetón y el sinfín de terrazas y pináculos formaban un conjunto de estricta simetría; imponente y solemne, muy parecido a Notre Dame de París, que había sido su inspiración evidente.

Había unos bancos en la placeta frente a la iglesia y nos sentamos en uno durante lo que me pareció un largo rato mientras mi padre, malhumorado, observaba el edificio.

—Está todo mal —refunfuñó por fin.

—¿Cómo que todo está mal?

—Todo está mal. No tiene cabida ni en esta ciudad ni en este siglo. Es falsa. No es auténtica. Simula ser algo que no es. Es arrogante. Es hipócrita. ¡No la haré!

Ahora parecía estar tratándome como si, en términos intelectuales, fuera su igual. Yo estaba atemorizado.

—¿Y qué vas a hacer?

—¡Me voy a ir del comité! El lunes enviaré mi dimisión.

Su tono mostraba que se estaba preparando para una batalla que no estaba seguro de poder ganar. Él y mi madre raramente mostraban sus diferencias de opinión delante de nosotros, los niños, pero supe por la expresión feroz de ella en la cena de esa noche que la batalla había comenzado poco después de que regresáramos de Broadway.

Al día siguiente, domingo, el abuelo Fish comía con nosotros. Dudo que hubiese sido convocado; su presencia en nuestro sabbat era una cosa normal. Pero mi madre debía de haber tenido la oportunidad de hablar con él antes de que nos sentásemos a la mesa, porque él abordó el tema de la catedral directamente, rechazando la sugerencia de ella de que esperase hasta después de la comida.

—No, Julia, quiero que los chicos lo oigan. Si su padre ha perdido la fe en nuestro proyecto, hay razones para que sepan el porqué. La iglesia, después de todo, es para todas las edades —Después compuso un rostro benigno para su yerno—. ¿Tú crees, querido Lionel, que nuestra catedral no representa el espíritu del nuevo siglo? Quizás estás pensando en la famosa carta del arzobispo Hugo sobre la construcción de Chartres. Estaba asombrado, le dijo a su corresponsal, del silencio y la gravedad religiosa de los ciudadanos que se sumaban a la tarea de acarrear las inmensas piedras de la catedral. No encuentras, supongo, ningún sentimiento parecido en los neoyorquinos de hoy día ¿no?

—Sí — respondió con sorpresa—. Eso expresa bastante bien mi sentimiento.

—Bien, a mí me encantaría liderar una procesión parecida por Broadway, pero me temo que el alcalde pondría alguna objeción.

—¿Cuánta gente le seguiría si el alcalde se lo permitiese? ¿Cuántos de los hombres que trabajan en la obra son episcopalianos?

—Tenemos que suponer que algunos. Pero ¿tú crees que el clero del siglo XII no habría aprovechado nuestras modernas máquinas si las hubiera tenido a su disposición?

—Supongo que sí.

—¿Y si los únicos trabajadores especializados que pudieran manejar la maquinaria hubiesen sido extranjeros, crees que habrían mirado con lupa sus creencias religiosas? De hecho, no me cuesta nada imaginar al gran abate Suger, en la reconstrucción de Saint Denis, prestando oídos sordos a cualquier acusación de herejía respecto a un maestro vidriero —Aquí el obispo me hizo un guiño amistoso—. Hasta que las vidrieras hubieran quedado terminadas, al menos. Él era un clérigo orgulloso y ambicioso, como yo. Era un tipo, me atrevería a afirmar, sin el cual las grandes catedrales de Francia no hubiesen sido construidas jamás.

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