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Authors: Louis Auchincloss

La educación de Oscar Fairfax (6 page)

BOOK: La educación de Oscar Fairfax
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Nunca sabré si sospechaba que yo le había dado información al director o, simplemente, me asociaba con lo que podía haber sido el incidente más doloroso de su vida y ya no me quiso ver más. Sea como fuere, el director debió de mostrarse muy categórico, porque la versión impresa de
Saint Augustine: Los años pastorales
no contenía descripción alguna de profesores jóvenes y apuestos o de apuestos muchachos en albercas comunales. Ni en ninguna otra parte. Ni siquiera presentaba la más leve crítica a la academia que sucedió a la «pastoral», más organizada y disciplinada. El director había matado dos pájaros de un tiro.

Me despedí del señor Sayre de un modo algo abrupto, un poco dolido por aquel despido sumario, pero en el pasillo, pensando en lo muy profundamente herido que podía haberse sentido por las revelaciones del doctor Ames, me arrepentí y volví a desearle mucha suerte con su libro. Cuando volví a acercarme a la puerta de su estudio, vi con espanto que tenía apoyada la cabeza en el papel secante de su mesa y estaba sollozando.

Horrorizado, me fui de puntillas.

***

Leyendo hoy el librito del señor Sayre, puedo apreciar cómo reconcilió finalmente su ideal de colegio con el ideal del director, más severo éste. Aun admitiendo que un colegio de cuatrocientos chicos requería una organización más controlada y una disciplina más estricta, él mantenía, no obstante, que la disciplina del Saint Augustine había conservado buena parte de su espíritu más puro y que «hoy» resultaba «perfectamente incomprensible para aquellos que nunca habían pertenecido a él y sólo parcialmente comprensible para aquellos que habían pertenecido a él». Lo que quería decir con esto, o lo que intentaba decir, quedaba ilustrado en su descripción de lo que él consideraba un alumno característico de sexto grado en el año 1890. Era, aseguraba el autor, un joven vestido con la indumentaria típica —
blazer
y pantalones de franela blancos, y sombrero de paja ladeado—; de aire desenvuelto, su pronta inteligencia, nunca imprudentemente irreverente o cruel, delataba sin embargo pomposidad e hipocresía; podía citar a los clásicos latinos, pero sólo cuando fuese estrictamente necesario; se entregaba a la práctica del fútbol sin alardear después; se ajustaba a las más altas normas de buena educación pero no dudaba en apartarse de ellas cuando se enfrentaba a la grosería; su actitud con las mujeres era galante, pero aquella galantería estaba teñida de humor; odiaba los chistes escabrosos y no alardeaba en público de su fe serena en un dios que era Jesús. Era, en pocas palabras, un alumno de Eton. Pero, ¿no había hecho Philemon Sayre con el Hipólito de Eurípides lo mismo que Racine, a la práctica? El joven cazador ya no era el misógino seguidor de Artemisa. Era un caballero inglés. El director ya no volvería a tener más quejas.

Algunos hombres son islas

En 1915 ya era un estudiante de tercer curso en Yale y me había especializado en Literatura inglesa; era un ferviente admirador de William Lyon (Billy) Phelps y un ávido lector de Robert Browning. También era redactor de
The Yale Literary Magazine.
Ya casi había decidido que seguiría los pasos de mi padre y estudiaría Derecho, pero aún tenía el anhelo secreto de convertirme en escritor o profesor, fantasías que relegaba al fondo de mi mente, para no llegar a planteármelas nunca demasiado abiertamente, pues eran fantasías frágiles y seguramente se marchitarían ante el brillante fulgor de mi existencia formal y responsable. Escribir, en la medida que implicaba escribir historias cortas para la revista, era una actividad aceptable e incluso loable para un estudiante, algo que añadir a la nota biográfica del anuario de clase o incluso algo que recordar con agradable nostalgia desde la mesa de despacho que me aguardaba en Wall Street. Y enseñar... bueno, dos amigos míos volvieron al colegio Saint Augustine después de la graduación durante un año como licenciados y lo consideraron «una buena experiencia» pero sólo como un lapso, una pausa, un tiempo para entregarse a la reflexión intelectual antes del advenimiento de «realidades» como la abogacía o los negocios o incluso la medicina. Ni a mi madre, por supuesto, ni tampoco a mi más imaginativo padre, se les habría ocurrido jamás que tendrían que prevenir a su aparentemente conformista hijo de las sirenas que peinaban sus dorados cabellos en los traicioneros arrecifes del arte. Mis padres también eran «realidades». Y ¿en qué otro medio se esperaba que un Fairfax existiera?

La carnicería que estaba barriendo Europa me ayudó a mantener vivas tales fantasías, al menos hasta que conocí a Danny Winslow, quien aportó un epicureismo no del todo desagradable a mis años de facultad. Si uno estaba destinado a las trincheras, ¿importaba mucho que soñase íntimamente con ser poeta o juez? Pero fue Danny quien, más con el ejemplo que con su opinión, me convenció por fin de que, incluso aunque sobreviviera al Armagedón, escribir nunca sería para mí nada más que una distracción. Él me enseñó, como corredactor de
Lit,
lo que era un verdadero escritor. Para Danny, nada, ni Yale, ni el káiser, ni Wall Street, ni amistades, ni siquiera las chicas, podían compararse a su pasión por la palabra escrita.

Lo que no significaba, en absoluto, que no tuviera los pies en la tierra. Era un pobre muchacho de escuela pública que, gracias a mí, frecuentaba a las pandillas de antiguos alumnos de colegios privados. La palabra escrita tenía que tratar de algo, y Danny quería que la suya tratase sobre las juergas de los ricos y los famosos. Se deleitaba con la sofisticación, la distinción, la buena educación, el dispendio irresponsable, el mundo disoluto. Y como no contaba más que con su buena planta para poder introducirse en el «gran mundo» que esperaba poder inmortalizar algún día, apelaba descaradamente a cualquiera que pudiera abrirle las puertas. Tenía un modo extraño de conseguir que lo que hacías por él te pareciera ventajoso para ti. Sus grandes ojos azules, su semblante pálido y casi imberbe y su brillante y rizado pelo castaño reforzaban una constante pregunta muda: «¿Cómo voy a conseguir lo que más quiero, que te diviertas, si no dejas que lo intente? Y lo conseguía. Si tú comprabas las entradas, él se encargaba de escoger la mejor obra; si tú conseguías las invitaciones, él te llevaba a la mejor fiesta; podía incluso encontrarte a la chica adecuada si accedías a salir con él y su acompañante y te hacías cargo de la cuenta del club.

De esto se desprende, quizá, que no le interesaban los aburridos, los pesados, los pobres. Sólo de pensar en ellos se estremecía. Si yo se lo reprochaba, explicaba bastante melodramáticamente que no tenía tiempo para los pobres, que sus padres habían muerto jóvenes, él de cáncer y ella del corazón, y que él mismo tenía «un corazón débil». Sus orígenes eran ciertamente oscuros, y sus referencias a los mismos, algo contradictorias. Yo deduje que su padre había sido profesor en el MIT y su madre una enfermera cualificada, y él afirmaba que aquella «desacertada unión» había causado que su padre fuese desheredado por su acaudalada familia. Pero cuando le preguntaba que por qué no visitaba a cualquiera de sus parientes, que por entonces ya deberían de estar deseosos de perdonar al inocente descendiente y hacerle volver al redil, sus respuestas eran muy evasivas. Vivía, al parecer, de los menguantes beneficios de una póliza de vida de su padre.

Como he dicho, fue la revista
Lit
de Yale la que nos puso en contacto. A mí me habían sorprendido vivamente sus cautivadoras historias acerca de los personajes disolutos de Palm Beach o Newport o de cualquier otro lugar en el que él nunca había estado pero que describía con una prosa viva y brillante; aquellos relatos no se parecían en nada a las colaboraciones del resto de redactores. Y sentí una triste decepción cuando, de repente, me di cuenta de que nunca escribiría como él. Pero aún me sorprendí más cuando se lo dije y él estuvo totalmente de acuerdo.

—Pero a ti te da igual —observó alegremente cuando se dio cuenta de mi desaliento.

—¿Por qué lo dices?

—Es como tocar el piano. Algunos lo tocan para entretenerse o para entretener a los amigos. Para animar una fiesta. Para otros es un asunto de vida o muerte. El escenario o la sobredosis.

—Y esa terrible alternativa es la tuya, supongo.

Se limitó a encogerse de hombros. No tardé en descubrir que no soportaba discutir ni sobre el trabajo ni sobre la situación de escritorzuelos inferiores, Él tenía otros objetivos para mí.

—¿Por qué no me invitas a Nueva York un fin de semana? He oído que vives en una gran casa y que vas a montones de fiestas. No tengo esmoquin, pero tal vez te pueda pedir uno prestado.

¿Por qué no me ofendió cuando, sin pudor alguno, me atracó a mano armada? ¿Por qué le «presté» el dinero que necesitaba para el esmoquin? ¿Y por qué me tomé la molestia de llevarle a las fiestas que él elegía? Porque Danny no sólo te hacía sentir que, en el fondo, estabas haciendo algo interesante y beneficioso al promocionar su vida social: te ofrecía un
quid pro quo.
Hacía que todos nos lo pasáramos bien. Era descarado, insolente, alegre y siempre divertido. De hecho, mi madre lo encontró «dulce» y se preocupó por lo escaso de sus medios y por su estado de orfandad. Incluso a mi padre le divertía.

—En las cortes de antaño siempre había un lugar para el bufón. Tu amigo Winslow se gana ese privilegio.

¡Un bufón! Poco sabía mi padre de la ardiente llama de ambición que había tras esa sonrisa.

Llegó el día en el que le presenté a Constance Warren. Yo comenzaba a preguntarme si no estaría enamorado de Constance, aunque ella mostraba escasos signos de corresponder a mi admiración. Mostraba aquella firmeza y aquella indiferencia tranquila y seria que tanto atraían a mi nervioso espíritu. Tenía la frente y la barbilla casi cuadradas, pero su piel era de color perla, sus ojos, verdes, grises y serenos, y un cuerpo fuerte y bien formado. Podía ganarme tanto al tenis como al golf, deportes que se tomaba muy en serio. Se lo tomaba todo muy en serio, en realidad. La vida social le parecía trivial, aunque, ante la insistencia de su madre, iba a algunas fiestas, se estaba especializando en Historia del Arte en Barnard y trabajaba en un albergue de beneficencia. Diferíamos en casi todos los temas importantes, incluyendo la guerra.

—Es sólo una pelea entre imperios —insistía ella—. Cada uno tiene sus problemas internos. Es mejor que nos mantengamos al margen.

—¡Es una lucha en defensa de la civilización misma! —repliqué yo ardientemente—. Pero tú y tu ambiente no lo descubriréis hasta que sea demasiado tarde.

Fue Danny quien me sugirió que le presentase a Constance, y tardé poco en darme cuenta de lo que debería de haber sido obvio para mí: nada más natural que un aspirante a novelista deseoso de conocer a la hija de un editor tan famoso como Hugo Warren. Mi descubrimiento coincidió, sin duda, con el enfado que sentí al darme cuenta de que Danny había provocado lo que parecía ser una impresión favorable en la, por lo general, poco impresionable Constance. Algún tiempo después de haberles presentado descubrí que había bajado desde New Haven el siguiente sábado para llevarla a la sesión matinal de cine. A él no le pareció adecuado mencionármelo.

Saqué el tema —con bastante agresividad, me temo— en la primera ocasión en la que vi a Constance. Estaba atendiendo un puesto de cerámica de su madrastra en el mercadillo benéfico de la Cruz Roja en Madison Garden.

—Es un amigo bastante inusual para ti ¿no? —preguntó ella. Su tono era frío, pero así había sido el mío—. Quiero decir que no ha ido a Groton ni a Saint Mark ni a Saint Augustine.

—¿Das por sentado que todos mis amigos son de la misma casta?

—¿No lo son? Yo diría que casi todos.

—Y los tuyos, supongo que todos son proletarios.

—Por supuesto que no. Pero al menos sé que estoy encasillada. Así, al menos, sabré cómo salirme.

—¿Con el pelos rizados de Danny enseñándote la salida?

Me lanzó una mirada interrogante.

—¿A qué viene eso? Encuentro interesantes las ideas de Danny, eso es todo. Es tan entusiasta con todo... Se diría que no tiene ningún prejuicio.

—¿Cómo se pueden tener principios sin tener prejuicios?

—¿Si no te importa nada, quieres decir? No sé. Es una pregunta interesante. Quizá a algunos de nosotros les sobren los unos y los otros.

—Te refieres a mí, supongo. Porque dices que me preocupo mucho de la guerra y nada de tu albergue de beneficencia.

En este momento se acercó un cliente y ella tuvo que interrumpir la conversación. Yo me fui de allí, enfadado con ella, enfadado con Danny y enfadado conmigo mismo por aquella escena. Tenía que haber supuesto que mis sentimientos por Constance eran mucho más fuertes de lo que yo había sospechado. ¿O tal vez los celos habían hecho crecer tales sentimientos? Los celos, esa horrible droga que puede convertir una agradable atracción en una tediosa obsesión.

Pero no parecía que Danny hubiese causado una honda impresión solamente en Constance. También la había causado en su padre, su verdadero objetivo, e incluso en su madrastra. Hugo Warren, que había ido al mercadillo para apoyar el puesto de su esposa, me localizó y me hizo señas para que me acercase. Tuve que escuchar los encendidos elogios que le dedicó a un relato que Danny había tenido el descaro de plantar ante las narices del editor.

—Dile que te lo enseñe, Oscar. Es acerca de un viejo catedrático de Inglés en una facultad de la Ivy League. Es uno de los más notables logros de un veinteañero que haya leído nunca. ¡Créeme, tu amigo Winslow es un hombre a tener en cuenta!

Es decir, Danny no se conformaría sólo con mi chica, si es que la quería. ¡Tenía que tener también a mi mentor! Porque eso era lo que Hugo Warren había sido para mí desde que dejé atrás mis estudios en Saint Augustine y el tutelaje del señor Carnes. Como cliente de mi padre y, a diferencia de muchos otros, también amigo, venía a menudo a casa y se había tomado un interés amistoso por mis entusiasmos literarios. Había guiado mis lecturas enviándome libros desde su editorial. Incluso me permitió trabajar en su oficina durante un verano y me dijo que si terminaba descartando la abogacía, habría un hueco para mí en su empresa. Tenía unos cincuenta años, una estampa de caballero elegante, sobria y gallarda, vestía bien —casi demasiado bien—, con predilección por los tonos oscuros, permitiéndose alguna extravagancia solamente en las corbatas de seda y en los pañuelos.

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