Se fue hacia El Cigarra, quien le salía al encuentro con las armas tintineando. Sin decir una palabra extendió la mano hacia su espada, a la que El Cigarra sujetaba con el dorso interno del codo. El Cigarra retrocedió.
—¿Tienes prisa, brujo?
—Tengo prisa.
—Le he echado un vistazo a tu espada.
Geralt le midió con una mirada que ni con las mejores intenciones podía ser considerada como calurosa.
—Tienes de lo que vanagloriarte —asintió—. No hay muchos que la hayan visto. Y menos todavía han podido hablar de ello.
—Jo, jo. —El Cigarra mostró los brillantes dientes—. Eso ha sonado pero que muy amenazador, hasta se me ha puesto la carne de gallina. Siempre he sentido curiosidad por saber, brujo, el porqué os tiene miedo la gente. Y creo que ya sé por qué.
—Tengo prisa, Cigarra. Dame la espada, si no te importa.
—Humo en los ojos, brujo, nada sino humo en los ojos. Asustáis a la gente como hace el colmenero con las abejas, con humo y pestilencia, con esos pétreos rostros vuestros, con esas habladurías y esos rumores que seguramente ponéis vosotros mismos en circulación. Y las abejas huyen ante el humo, las idiotas, en vez de pinchar su aguijón en el culo del brujo, que se hincha como cualquier otro. Dicen de vosotros que no sentís como los seres humanos. Tonterías. Si a cualquiera de vosotros os pincharan como es debido, lo sentiríais.
—¿Has terminado?
—Sí —dijo El Cigarra, dándole la espada—. ¿Sabes lo que me interesa, brujo?
—Lo sé. Las abejas.
—No. Pienso que, si vinieras por una calleja con tu espada en una dirección y yo en la otra, ¿cuál de nosotros dos llegaría al final de la calle? Es algo, a mi parecer, digno de una apuesta.
—¿Por qué me provocas, Cigarra? ¿Buscas pendencia? ¿Qué es lo que quieres?
—Nada. Solamente siento curiosidad por ver cuánto hay de verdad en lo que la gente dice. Que sois tan buenos en la lucha, vosotros, los brujos, porque no tenéis corazón, ni alma, ni piedad ni conciencia. ¿Y eso basta? Porque, por ejemplo, de mí dicen lo mismo. Y no sin razón. Por eso siento una curiosidad terrible por saber quién de nosotros dos saldría del callejón, saldría vivo, digo. ¿Qué? ¿Merece la pena una apuesta? ¿Qué piensas?
—Te he dicho que tengo prisa. No voy a perder el tiempo en darle vueltas a tonterías. Y no acostumbro apostar. Pero si alguna vez se te pasara por la cabeza molestarme cuando paso por una calleja, te lo aconsejo por las buenas, Cigarra: piénsalo primero.
—Humo. —El Cigarra sonrió—. Humo en los ojos, brujo. Nada más. Hasta la vista, quién sabe, ¿puede que en alguna calleja?
—Quién sabe.
—Aquí podremos hablar con libertad. Siéntate, Geralt.
Lo que más saltaba a la vista del despacho era la imponente cantidad de libros: ocupaban el mayor espacio en aquel amplio habitáculo. Los gruesos tomos llenaban las librerías pegadas a las paredes, hacían arquearse estanterías, se amontonaban en los arcones y las cómodas. Según le parecía al brujo, debían de valer una fortuna. No faltaban, por supuesto, otros elementos típicos para crear ambiente: un cocodrilo disecado, un pez erizo seco que colgaba del techo, un polvoriento esqueleto y una potente colección de frascos con alcohol que contenían con seguridad cada monstruosidad imaginable: escolopendras, arañas, ofidios, sapos y también incontables fragmentos humanos e inhumanos, principalmente tripas. También había un homúnculo o algo que recordaba a un homúnculo, pero que también podría haber sido un feto ahumado.
A Geralt esta colección no le causó impresión alguna. Había vivido medio año en casa de Yennefer en Vengerberg, y Yennefer tenía una colección todavía más curiosa, que incluía hasta un falo de proporciones nunca vistas, al parecer procedente de un troll serrano. Poseía también un unicornio excelentemente disecado sobre cuya grupa gustaba de hacer el amor. Geralt era de la opinión que si había en el mundo un lugar peor para hacer el amor, sólo podía ser la grupa de un unicornio vivo. Al contrario que él, que consideraba la cama un lujo y valoraba toda oportunidad de uso de tan maravilloso mueble, Yennefer podía llegar a ser locamente extravagante. Geralt recordaba gratos momentos pasados junto a la hechicera en un tejado muy inclinado, en el hueco de un árbol lleno de porquería, en un balcón, y que además no era el suyo, en la balaustrada de un puente, en una canoa balanceándose en una impetuosa corriente y mientras levitaban a treinta brazas del suelo. Pero el unicornio era lo peor. Un afortunado día el muñeco se rompió por debajo de ellos, se descosió y se deshizo en pedazos, dando motivo suficiente para reírse un buen rato.
—¿Qué es lo que te divierte tanto, brujo? —le preguntó Istredd, sentándose detrás de una larga mesa sobre la que descansaba una larga cifra de cráneos de morsa, huesos y oxidados cacharros de hierro.
—Cada vez que veo estas cosas —el brujo se sentó enfrente, mientras señalaba a los frascos y frasquitos—, me da por pensar si de verdad no se puede practicar la magia sin todas esas monstruosidades a la vista de las cuales el estómago se le revuelve a uno.
—Cuestión de gustos —dijo el hechicero—. Y de costumbre. Lo que uno le repugna, a otro no le afecta. Y a ti, Geralt, ¿qué es lo que te repugna? Curioso, ¿qué es lo que puede repugnar a alguien que, como he oído, es capaz de meterse entre estiércol e inmundicia por dinero? No te tomes esta pregunta como un insulto o una provocación. De verdad siento curiosidad por ver qué es capaz de provocar asco a un brujo.
—¿No contendrá por casualidad este frasquito sangre menstrual de una doncella, Istredd? ¿Sabes?, me produce asco el imaginarte a ti, un digno hechicero, con la botellita en la mano, intentando conseguir tal valioso líquido, gota a gota, bebiendo, por así decirlo, de la misma fuente.
—Tocado. —Istredd sonrió—. Hablo, por supuesto, de tu relampagueante chiste, porque en lo que concierne al contenido del frasquito no has acertado.
—Pero usas a veces esa sangre, ¿verdad? Para algunos de los encantamientos, por lo que he oído, no se puede ni empezar sin sangre de doncella, y mejor si la mató en luna llena un rayo caído de un cielo sin nubes. Sólo por curiosidad, ¿en qué es mejor tal sangre que la de una vieja ramera que yendo borracha se cayó por la empalizada?
—En nada —concedió el hechicero con una sonrisa amable en los labios—. Pero si se demostrara que ese papel en la práctica lo puede cumplir también la sangre de una cerda, dado que es más fácil de conseguir, entonces la chusma empezaría a experimentar con hechizos. Pero si la chusma tiene que recoger y usar la sangre de doncella que tanto te fascina, lágrimas de dragón, veneno de tarántulas blancas, un caldo de manos cortadas de recién nacidos o de un cadáver exhumado a medianoche, pues más de uno se lo pensará.
Se callaron. Istredd, dando la impresión de estar profundamente sumido en sus pensamientos, golpeteó con las uñas en un cráneo agrietado, ennegrecido, falto de la mandíbula inferior, que yacía delante de él. Con el dedo índice recorrió las dentadas aristas de la abertura que terminaba en el hueso temporal. Geralt le contempló con discreción. Se preguntaba cuántos años podría tener el hechicero. Sabía que los más hábiles eran capaces de detener el proceso de envejecimiento permanentemente y en la edad deseada. Los hombres, para su reputación y su prestigio, preferían la edad de una madurez avanzada, para sugerir sabiduría y experiencia. Las mujeres —como Yennefer— se cuidaban menos del prestigio y más de su atractivo. Istredd no parecía ser más que un cuarentón fuerte y maduro. Tenía unos cabellos ligeramente grises, lisos, que le llegaban a los hombros y muchas pequeñas arrugas en la frente, junto a los labios y alrededor de los ojos. Geralt no sabía si la profundidad y sabiduría de aquellos ojos grises y bondadosos era natural o producida por los hechizos. Al cabo de un rato llegó a la conclusión de que le importaba un pimiento.
—Istredd —cortó el penoso silencio—. He venido aquí porque quería ver a Yennefer. Aunque ella no estaba me has invitado a entrar. Para hablar. ¿De qué? ¿De la chusma que intenta quitaros vuestro monopolio del uso de la magia? Sé que también me cuentas a mí entre esa chusma. Esto no es nada nuevo para mí. Por un momento pensé que ibas a ser distinto de tus confráteres, que a menudo traban conversación conmigo sólo para mostrarme lo mucho que no me aprecian.
—No pienso pedir perdón por mis, como has dicho, confráteres —contestó sereno el hechicero—. Los entiendo porque, tal como ellos, para llegar a tal conocimiento de la nigromancia, he tenido que trabajar mucho. Cuando apenas era un rapaz, cuando los chavales de mi misma edad corrían por los campos con arcos y flechas, pescaban o jugaban a pídola, yo no levantaba cabeza de los manuscritos. De los suelos de piedra de las torres se me quebraban los huesos y se me rompían las articulaciones, por supuesto en verano, porque en invierno me estallaba el esmalte de los dientes. El polvo de los viejos libros y pergaminos me hacía toser hasta que se me salían las lágrimas por los ojos, y mi maestro, el viejo Roedskilde, nunca dejaba pasar ocasión de darme en la espalda con la fusta, juzgando por lo visto que sin eso no alcanzaría suficientes progresos en el estudio. No usé de las peleas, ni de las muchachas ni de la cerveza en los mejores años, cuando tales distracciones saben mejor.
—Pobrecillo. —Geralt arrugó el gesto—. Ciertamente, hasta se me saltan las lágrimas.
—¿Por qué esa ironía? Intento explicarte las causas por las que a los hechiceros no les gustan los curanderos de aldea, los aojadores, sanadores, meigas y brujos. Llámalo, si quieres, incluso simple envidia, pero justo aquí está la causa de la antipatía. Nos molesta cuando vemos que la magia, arte que se nos enseñó a tratar como saber elitista, privilegio de los mejores y misterio sacrosanto, cae en manos de profanos y autodidactas. Incluso si se trata de una magia vieja, mísera, digna de burla. Por eso mis confráteres no te aprecian. Yo, hablando claramente, tampoco.
Geralt estaba harto de discusión, harto de transigir, harto de ese desagradable sentimiento de desasosiego que, como un caracol, le iba recorriendo la nuca y la espalda. Miró directamente a los ojos de Istredd, apretó los dedos contra el borde de la mesa.
—Se trata de Yennefer, ¿verdad?
El hechicero alzó la cabeza, tocando todavía levemente con la uñas el cráneo que yacía sobre la mesa.
—Te felicito por tu perspicacia —dijo, aguantando la mirada del brujo—. Mi enhorabuena. Sí, se trata de Yennefer.
Geralt calló. Una vez, hacía muchos, muchos años, todavía era un joven brujo, esperó en un escondrijo a una mantícora. Y sintió cómo se acercaba la mantícora. No la veía, no la escuchaba. Pero la sentía. Nunca podría olvidar aquel sentimiento. Y ahora sentía exactamente lo mismo.
—Tu perspicacia —añadió el hechicero— nos ahorra mucho tiempo, todo el que nos hubiera ocupado el seguir tirando del hilo. Y sí, el asunto está claro.
Geralt no respondió.
—Mi profunda amistad con Yennefer —siguió Istredd— data de hace mucho tiempo, brujo. Durante mucho tiempo ha sido una amistad sin obligaciones, basada en períodos largos o cortos, más o menos regulares, de estar juntos. Este tipo de relación sin obligaciones es practicado a menudo entre los de nuestra profesión. Sólo que de pronto esto ya no me basta. Me he decidido a proponerle que se quede conmigo permanentemente.
—¿Qué respondió?
—Que lo pensará. Le he dado tiempo para pensarlo. Sé que no es para ella una decisión fácil.
—¿Por qué me cuentas esto, Istredd? ¿Qué es lo que te mueve a hacerlo aparte de una sinceridad, digna de elogio pero sorprendente, tan rara entre los de tu profesión? ¿Qué objetivo tiene esta sinceridad?
—Prosaico —suspiró el hechicero—. Porque, ¿sabes?, es tu persona la que dificulta a Yennefer el tomar una decisión. Por ello te pido que te vayas voluntariamente. Que desaparezcas de su vida, que dejes de estorbar. En pocas palabras: que te vayas al diablo. Lo mejor, a escondidas y sin despedirte, lo que, como ella me ha confesado, has practicado a menudo.
—Cierto. —Geralt sonrió forzadamente—. Tu extrema sinceridad me produce cada vez mayor estupefacción. Me podía haber esperado cualquier cosa, pero no tal petición. ¿No crees que en vez de pedir, tendrías que haberme arrojado una bola de rayos por la espalda? No habría entonces estorbo, sólo un poco de hollín que habría que arrancar de la pared. Un método más fácil y más seguro. Porque, ¿sabes?, una petición se puede rechazar, pero una bola de rayos no.
—No tengo en cuenta la posibilidad de un rechazo.
—¿Por qué? ¿No será acaso esta extraña petición otra cosa que una advertencia que precede a un rayo u otro alegre hechizo? ¿Acaso esta petición ha de ser apoyada por más contantes argumentos? ¿Una suma que deje asombrado al codicioso brujo? ¿Cuánto piensas pagarme para que me aparte del camino que conduce a tu felicidad?
El hechicero dejó de golpetear el cráneo, puso sobre él la mano, apretó el puño. Geralt se dio cuenta de que los nudillos se le reblanquecieron.
—No era mi intención rebajarte con semejante oferta —dijo—. Lejos de mí algo así. Pero... sí... Geralt, soy hechicero, y no de los peores. No pienso jactarme de ser todopoderoso, pero muchos de tus deseos, si quisieras decirlos, te los podría conceder. Algunos, oh, con absoluta facilidad.
Agitó las manos con descuido, como si espantara un mosquito. La superficie de la mesa se pobló de pronto de fabulosas y coloreadas mariposas de Apolo.
—Mi deseo, Istredd —gruñó el brujo, mientras se quitaba los insectos que revolotean por delante de su rostro—, es que dejes de meterte entre Yennefer y yo. Poco me afecta la proposición que le has hecho. Pudiste hacérsela mientras ella estaba contigo. Antes. Pero antes era antes y ahora es ahora. Ahora está conmigo. ¿Tengo que apartarme para facilitarte el asunto? Me niego. No sólo no te ayudaré sino que estorbaré en la medida de mis modestas fuerzas. Como ves, no me quedo atrás en sinceridad.
—No tienes derecho a rechazarme. Tú no.
—¿Por quién me tomas, Istredd?
El hechicero lo miró directamente a los ojos, echándose hacia delante.
—Por un enamoramiento fugaz. Por una fascinación pasajera, en el mejor de los casos, por un capricho, por una aventura, como las que Yenna ha tenido a centenares, porque a Yenna le gusta jugar con las emociones, es impulsiva e imprevisible en sus caprichos. Por esto te tomo, aunque, después de haber intercambiado estas palabras contigo, rechazo la posibilidad de que ella te trate exclusivamente como un instrumento. Pero créeme, esto le sucede muy a menudo.