La espada del destino (2 page)

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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

BOOK: La espada del destino
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—Lo olvidé. —Tres Grajos guiñó el ojo a Geralt—. Las muchachas se preocupan por guardar la línea. Jefe, carnero sólo para nosotros dos. La cerveza traedla ahora, junto con las angulas. Con el resto esperad un poco, para que no se enfríe. No hemos venido aquí a ponernos las botas, sino simplemente a hablar un rato.

—Entiendo.

El posadero se inclinó una vez más.

—La sagacidad es cosa importante en tu negocio. Tiende la mano, querido.

Tintinearon las monedas de oro. El posadero abrió el morro hasta los límites de lo posible.

—Esto no es una señal a cuenta —le comunicó Tres Grajos—. Esto es aparte. Y ahora corre a la cocina, buen hombre.

En el camaranchón hacía calor. Geralt se desabrochó el cinturón, se sacó el caftán y se remangó la camisa.

—Veo —dijo— que no te persigue la falta de liquidez. ¿Vives de las rentas del estamento de caballero?

—En parte —sonrió Tres Grajos sin entrar en detalles.

Rápidamente acabaron con las angulas y un cuarto del barrilete. Tampoco las zerrikanas le hicieron ascos a la cerveza, por lo que enseguida ambas estuvieron visiblemente más contentas. Se susurraban cosas la una a la otra. Vea, la más alta, estalló de pronto en una risa gutural.

—¿Las muchachas hablan la común? —preguntó Geralt en voz baja, mirándolas por el rabillo del ojo.

—Mal. Y no son muy habladoras. Lo que es de agradecer. ¿Qué te parece la sopa, Geralt?

—Mmmm.

—Bebamos.

—Mmmm.

—Geralt —Tres Grajos dejó la cuchara y dio un hipido con distinción—, volvamos un momento a lo que hablábamos antes. Por lo que he entendido, tú, brujo, vagabundeas de un confín del mundo al otro, y si por el camino te encuentras con algún monstruo, te lo cargas. Y así te ganas los garbanzos. ¿De esto trata la profesión de brujo?

—Más o menos.

—¿Y qué sucede si te llaman de algún lugar concreto? Para, por así decirlo, un trabajito especial. Entonces, ¿qué? ¿Vas y lo resuelves?

—Eso depende de quién llama y por qué.

—¿Y de por cuánto?

—También. —El brujo encogió los hombros—. Todo sube de precio y hay que vivir, como acostumbra decir una amiga mía, una hechicera.

—Una actitud bastante selectiva, muy práctica, me atrevería a decir. Y sin embargo en el fondo yace alguna idea básica, Geralt. El conflicto entre los Poderes del Orden y los del Caos, como acostumbra decir cierto amigo mío, un hechicero. Me imagino que cumples tu misión, defiendes a la gente ante el Mal, siempre y en todo lugar. Sin discriminar. Te sitúas a un lado claramente señalizado de la empalizada.

—Los Poderes del Orden, los Poderes del Caos. Unas palabras terriblemente grandilocuentes, Borch. Por supuesto, quieres colocarme a un lado de la empalizada en un conflicto que, por lo que se mantiene a menudo, es eterno, comenzó largo tiempo antes de nosotros y continuará cuando haga mucho tiempo que no estemos. ¿De qué lado está el herrero que pone la herradura a un caballo? ¿Y nuestro ventero, que precisamente ahora viene con una olla de carnero? ¿Qué es, según tú, lo que marca la frontera entre el Caos y el Orden?

—Algo muy sencillo. —Tres Grajos le miró directamente a los ojos—. Lo que representa el Caos es una amenaza, es el lado de la agresión. El Orden, en cambio, es el lado amenazado, que necesita de defensa. Que necesita de defensores. Ah, vamos a beber. Y ataquemos el corderillo.

—De acuerdo.

Las zerrikanas guardianas de su línea hicieron una pausa en la comida que llenaron bebiendo cerveza a una velocidad acelerada. Vea, apoyada en el hombro de su compañera, susurró algo de nuevo, al tiempo que barría la mesa con su trenza. Tea, la más baja, se rió en voz alta, meneando alegremente las mejillas tatuadas.

—Sí —dijo Borch, mordiendo un hueso—. Continuemos la conversación, si lo permites. He entendido que no tienes especial interés en situarte del lado de ninguno de los Poderes. Haces tu trabajo.

—Lo hago.

—Pero ante el conflicto entre el Caos y el Orden no puedes huir. Aunque has usado esa comparación, no eres un herrero. He visto cómo trabajas. Entras a un sótano en unas ruinas y sales de allí con un basilisco muerto. Hay, querido, una diferencia entre herrar a un caballo y matar a un basilisco. Has dicho que si la paga es adecuada, corres al otro lado del mundo y despachas al ser que te digan. Pongamos por caso que un dragón rabioso destruye...

—Mal ejemplo —le interrumpió Geralt—. ¿Ves?, enseguida se te ha ido todo al garete. Porque no mato dragones, por mucho que sin duda representen el Caos.

—¿Y cómo es eso? —Tres Grajos se chupó los dedos—. ¡Y nada menos que dragones! Pues si entre todos los monstruos es el dragón el más terrible, el más cruel y el más goloso. El reptil que da más asco. Ataca a la gente, vomita fuego y rapta, según se dice, vírgenes. ¿Has oído pocas historias sobre esto? No puede ser que tú, brujo, no tengas un par de dragones en tu cuenta.

—No cazo dragones —dijo Geralt con aspereza—. Doble-colas, por supuesto. Culebras de aire. Cometas. Pero no verdaderos dragones, verdes, negros o rojos. Acéptalo, simplemente.

—Me has dejado de una pieza —dijo Tres Grajos—. Bueno, vale, lo acepto. Basta en cualquier caso de hablar de dragones porque veo en el horizonte algo rojo, que sin duda son nuestros cangrejos. ¡Bebamos!

Con un crujido, los dientes comenzaron a quebrar los rojos caparazones, a extraer la blanca carne. El agua salada los salpicaba y les corría hasta las muñecas. Borch sirvió más cerveza, sacándola ya con un cucharón del fondo del barrilete. Las zerrikanas se tornaron aún más alegres; ambas miraban de acá para allá por la taberna, con una sonrisa perversa; el brujo estaba seguro de que buscaban una ocasión para la pelea. Tres Grajos también debió de advertirlo porque las amenazó con un cangrejo al que sujetaba por la cola. Las muchachas se rieron y Tea, poniendo los labios como para besar, cerró los ojos; con su rostro tatuado el gesto produjo una impresión bastante macabra.

—Son salvajes como gatos monteses —murmuró Tres Grajos a Geralt—. Hay que tener cuidado con ellas. Si no, querido, tris-trás y sin saber cómo, ya está todo el suelo lleno de tripas. Pero valen todo el oro del mundo. Si supieras lo que son capaces de hacer...

—Lo sé —afirmó Geralt con un ademán—. Mejor escolta no se puede encontrar. Las zerrikanas son guerreras natas, adiestradas para la lucha desde pequeñas.

—No me refiero a eso. —Borch escupió sobre la mesa una pata de cangrejo—. Me refería a cómo son en la cama.

Geralt echó un vistazo nervioso a las muchachas. Las dos sonrieron. Vea, con un rapidísimo, casi imperceptible movimiento, se lanzó sobre la cazuela. Miró al brujo con los ojos entrecerrados, mordió un caparazón con un crujido. Sus labios brillaban con el agua salada. Tres Grajos eructó con fuerza.

—Así que —dijo— tú no cazas dragones, Geralt, verdes ni de otros colores. Lo entiendo. ¿Y por qué, si se puede preguntar, sólo de esos tres colores?

—Cuatro, para ser exactos.

—Has dicho tres.

—Te interesan los dragones, Borch. ¿Por algún motivo especial?

—No. Simple curiosidad.

—Ajá. Y en lo que respecta a esos colores, así se describe normalmente a los verdaderos dragones. Aunque no son descripciones muy precisas. Los dragones verdes, los más populares, son más bien grisáceos, como culebras de aire normales y corrientes. Los rojos de verdad son rojizos o de color ladrillo. A los grandes dragones de color marrón oscuro se los ha dado en llamar negros. El más raro es el dragón blanco; nunca he visto uno de éstos. Viven en el lejano Norte. Se dice.

—Interesante. ¿Y sabes de qué otros dragones he oído hablar?

—Lo sé. —Geralt dio un sorbo de cerveza—. De los mismos que yo. De los dorados. No existen.

—¿En qué te basas para afirmarlo? ¿Porque no los has visto nunca? Parece que tampoco has visto nunca un dragón blanco.

—No se trata de eso. En ultramar, en Ofir y Zangwebar hay caballos blancos con rayas negras. Tampoco los he visto nunca, pero sé que existen. Y los dragones dorados son seres míticos. Legendarios. Como el ave fénix, por dar otro ejemplo. El ave fénix y los dragones dorados no existen.

Vea, apoyada en los codos, le miraba interesada.

—Seguro que sabes lo que dices; tú eres el brujo. —Borch extrajo un poco de cerveza del barril—. Y sin embargo pienso que cada leyenda debe de tener una raíz. Y en esa raíz hay algo de verdad.

—Lo hay —confirmó Geralt—. Por lo general, sueños, deseos, nostalgias. La fe, que no conoce límites de lo posible. Y a veces el azar.

—Precisamente, el azar. ¿No puede ser que haya habido alguna vez un dragón dorado, una mutación única, irrepetible?

—Si fue así, padeció la suerte de todo mutante. —El brujo volvió la cabeza—. Ser demasiado diferente como para perdurar.

—Já —dijo Tres Grajos—. Estás rechazando las leyes de la naturaleza. Mi amigo el hechicero solía decir que en la naturaleza todo ser tiene su continuación y que perdura de una u otra forma. El fin de uno es el principio de otro, no hay límites de lo posible, al menos la naturaleza no los conoce.

—Un gran optimista, ese amigo tuyo el hechicero. No tuvo en cuenta, sin embargo, una cosa: los errores cometidos por la naturaleza. O por aquellos que jugaron con ella. El dragón dorado y otros mutantes parecidos a él, si existieron, no podían perdurar. Lo impidió un límite de lo posible bastante natural.

—¿Qué límite?

—Mutantes... —Los músculos del rostro de Geralt temblaron violentamente—. Los mutantes son estériles, Borch. Sólo en las leyendas puede perdurar lo que en la naturaleza perdurar no puede. Solamente la leyenda y el mito ignoran los límites de lo posible.

Tres Grajos guardó silencio. Geralt miró a las muchachas, a sus rostros que se habían quedado serios de pronto. Vea, inesperadamente, se inclinó hacia él, le pasó un brazo fuerte y musculoso por el cuello. Sintió en las mejillas los labios de ella, húmedos de la cerveza.

—Les gustas —dijo despacio Tres Grajos—. Que me cuelguen, les gustas a ellas.

—¿Qué hay de extraño en ello? —sonrió el brujo con tristeza.

—Nada. Pero hay que mojarlo. ¡Jefe! ¡Otro barrilete!

—No exageres. Como mucho una jarra.

—¡Dos jarras! —gritó Tres Grajos—. Tea, tengo que salir un momento.

La zerrikana se levantó, tomó el sable del banco, pasó por la sala una aguda mirada. Aunque algún par de ojos, como el brujo había advertido, había relampagueado antes a la vista de la bolsa bien repleta, nadie hizo gesto de salir detrás de Borch, que se tambaleaba ligeramente en dirección a la puerta del corral. Tea encogió los hombros y salió detrás de su patrón.

—¿Cómo te llamas de verdad? —preguntó Geralt a la que se quedó en la mesa.

Vea mostró sus blancos dientes. Tenía la camisa desabrochada, casi hasta los límites de lo posible. El brujo no dudó de que se trataba de otra provocación a la sala.

—Alveaenerle.

—Bonito.

El brujo estaba seguro de que la zerrikana pondría los labios en o y le guiñaría un ojo. No se equivocaba.

—¿Vea?

—¿Hum?

—¿Por qué vais con Borch? ¿Vosotras, guerreras libres? ¿Puedes responder?

—Hum.

—¿Hum, qué?

—Él es... —La zerrikana, arrugando la frente, buscó palabras—. Él es... el más... hermoso.

El brujo movió la cabeza. No por primera vez los criterios con los que las mujeres valoraban el atractivo de los hombres le resultaban un enigma.

Tres Grajos irrumpió en el camaranchón tirándose de los pantalones, encargó algo en voz alta al posadero. Tea se mantenía dos pasos por detrás de él, haciéndose la aburrida; pasó la vista por la taberna y los mercaderes y los almadieros la rehuyeron esmeradamente. Vea chupaba otro cangrejo, y de vez en cuando echaba una significativa mirada al brujo.

—He pedido otra vez anguilas, por cabeza, esta vez al horno. —Tres Grajos se sentó pesadamente, el cinturón desabrochado tintineó—. Me hinché de trabajar con estos cangrejos y me he quedado como con hambre. Y ya he arreglado que te quedes aquí, Geralt. No tiene sentido que andes por ahí de noche. Todavía nos vamos a divertir un rato. ¡A vuestra salud, muchachas!

—Vessekheal —dijo Vea, saludándole con el vaso. Tea guiñó un ojo y se desperezó, lo que, contra las expectativas de Geralt, no hizo que su atractivo busto rasgara la delantera de su camisa.

—Nos vamos a divertir. —Tres Grajos se inclinó por encima de la mesa y pellizcó a Tea en el trasero—. Nos vamos a divertir, brujo. ¡Eh, jefe! ¡Ven en persona!

El posadero acudió presto, limpiándose las manos en el mandil.

—¿Se encontrará por aquí una tina? ¿De esas de lavar, sólida y grande?

—¿Cómo de grande, señor?

—Para cuatro personas.

—Para... cuatro... —El ventero se quedó con la boca abierta.

—Para cuatro —confirmó Tres Grajos, sacando del bolsillo la bolsa bien llena.

—Se encontrará.

El ventero se relamió.

—Estupendo —se rió Borch—. Manda que la suban arriba, a mi estancia, y que la llenen de agua caliente. Más ánimo, querido. Y manda subir también cerveza hasta tres botijas.

Las zerrikanas se carcajearon y al mismo tiempo guiñaron los ojos.

—¿Cuál prefieres? —preguntó Tres Grajos—. ¿Eh? ¿Geralt?

El brujo se rascó la nuca.

—Sé que es difícil elegir —dijo Tres Grajos comprensivamente—. Yo mismo tengo problemas a veces. Bueno, lo pensaremos en la tina. ¡Eh, muchachas! ¡Ayudadme a subir la escalera!

III

En el puente había una barrera. El camino estaba cerrado por una traviesa larga y sólida, puesta sobre unas estacas de madera. Delante y detrás de ella había unos alabarderos vestidos con almillas de cuero claveteadas y caperuzas de anillas de hierro. Sobre la traviesa ondeaba soñolienta una enseña púrpura con el emblema en plata de un grifo.

—¿Qué diablos? —se asombró Tres Grajos, y cabalgó al paso hasta acercarse—. ¿No se puede pasar?

—¿Salvoconducto tenéis? —preguntó el alabardero más cercano, sin sacarse de la boca el palito que mordisqueaba, no se sabía bien si por hambre o para matar el tiempo.

—¿Qué salvoconducto? ¿Qué es esto, la peste? ¿Quizás una guerra? ¿De quién son las órdenes de bloquear el camino?

—Del rey Niedamir, señor de Caingorn. —El guardia se pasó el palito a la otra comisura de la boca y señaló el estandarte—. Sin salvoconducto, para la sierra no pasa ni dios.

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