Pablo Marín tomó la carta que le tendía el criado y la guardó en su cartera prometiendo:
—Ya la llevaré, aunque no tengo mucha confianza de que la petición surta efecto.
—También le agradeceré que haga enviar caballos para la diligencia y para mi coche —dijo don César—. Me gustaría poderme marchar lo antes posible.
—¿Se va usted? —preguntó Irina en voz baja.
—Claro —respondió, también en voz baja, don César—. A mí no se me ha perdido nada aquí.
—Tengo miedo —replicó Irina—. Muchísimo miedo. Todos esos hombres son unos asesinos de la peor especie.
—¿Incluyendo a su esposo?
—Él es el mejor de todos. Y ya sabe lo que ha sido.
—¿Por qué vinieron?
—Juan tomó el testamento como un desafío. Es incapaz de resistir la idea de que le tomen por un cobarde.
—Los que estén conformes con el testamento deben firmar la copia que recibieron y entregármela —recordó el notario.
Cada uno de los herederos sacó la copia y se la entregó al notario. Todos la habían firmado por anticipado. Sólo Francisco Redondo no lo había hecho, y mientras se vendaba la mano con un pañuelo, declaró:
—Luego la firmaré.
—Si quiere curarse la mano, vaya a la cocina —dijo Ibáñez—. Allí encontrará vendajes y todo lo necesario.
—Gracias, iré solo —replicó, rudamente, Redondo, a la vez que dirigía su furiosa mirada a Mariñas—. Esto me lo pagarás muy caro —aseguró.
Los herederos de don Fernando Coronel fueron saliendo del salón, en el cual quedaron sólo los viajeros de la diligencia, Irina, don César y Marcos Ibáñez, así como el notario, que estaba guardando las copias firmadas.
—No quisiera pasar un mes en esta casa —dijo, de pronto, el notario, cuya voz se humanizó por vez primera—. Sería como vivir en un nido de serpientes de cascabel.
Carmen entró en aquel momento. Estaba muy pálida. Dirigiéndose al notario, preguntó:
—¿Han aceptado?
—Sí, señorita —replicó Marín—. Me han entregado las copias firmadas…
El notario fue interrumpido por un grito de angustia y por una detonación que llegó del exterior. Todos los que estaban en el salón se miraron y luego varios de ellos corrieron hacia fuera. Don César permaneció sentado junto a Irina, que tampoco se movió. Los demás debieron de marchar en distintas direcciones, pues se oyeron, a la vez, carreras por el vestíbulo y por las escaleras que conducían a los dormitorios.
—Han matado a alguien —murmuró Irina.
—Pero no a su marido, princesa —sonrió don César.
—¿Cree que no lo temo?
—Si lo temiera hubiese corrido a averiguarlo.
—Mientras no vea quién ha muerto, no sabré, a ciencia cierta, si ha muerto o no.
—¿Está enamorada de él?
—Creo que no.
—¿Y teme por su vida?
—De todos los que están aquí él es mi único amigo.
—Yo también lo soy.
—No sé quién es usted, don César. ¿Por qué me engañó cuando estuve en su rancho?
—Tal vez no la engañé.
—Entonces es usted
El Coyote
.
—¡Cuidado! —previno don César—. Estas viejas paredes pueden tener oídos.
En aquel momento regresó Henry Hancock.
—Por fin han terminado con Redondo —explicó, indiferente—. Le echaron una cuerda al cuello y lo dejaron colgando de uno de los árboles que crecen junto a la cocina. Debía de llevar un Derringer en la mano izquierda y lo disparó al sentir la cuerda al cuello; pero le estrangularon antes de que pudiera afinar la puntería. Ya sólo quedan doce herederos. Ésta es una interesante y emocionante partida; pero no me gustaría tomar parte en ella. Las apuestas son demasiado altas.
—¿Quién puede ser el asesino?
—Cualquiera lo sabe. En un momento el jardín se llenó de gente. Todos los herederos estaban allí. Unos bajaron de sus habitaciones y otros pudieron llegar de cualquier rincón del jardín. La muerte de Redondo les beneficia a todos. Pero como dos asesinatos ya son más que suficientes por una noche, creo que yo me marcharé ahora mismo con usted, señor Marín. Creo que esta noche cometí un error al declarar cuáles eran mis cartas. No me gustaría terminar con una cuerda anudada al cuello.
—Lo peor es que no queda el remedio de llamar al
sheriff
: —dijo John Temple, que había entrado en el salón a tiempo de oír lo que decía Hancock—. Esto es un paraíso; pero sólo para los asesinos.
—Voy a preparar unos caballos —siguió Hancock—. ¿Nos acompañará usted, don César?
Irina miró ansiosamente al estanciero, quien con indiferente expresión contestó:
—Sí, creo que será más prudente no pasar la noche en esta casa. Al fin y al cabo, nosotros sólo exponemos la vida sin ninguna esperanza de beneficio. Los otros, en cambio, saben que cuantos menos sean al final, a más les corresponderá el premio.
—Si el señor Hancock lo desea, le acompañaré a las caballerizas —dijo Marcos Ibáñez, que regresaba del jardín—. Pueden dejar los caballos en el próximo parador de la diligencia. Así podremos recogerlos en cuanto tengamos la servidumbre que nos hace falta.
—Dígame dónde están las cuadras y qué caballos pueden cogerse —replicó el tahúr.
—¿No teme salir solo? —preguntó el criado.
—¿Por qué he de temer? Yo no soy heredero de don Fernando Coronel.
—Cualquiera lo creería por la prisa que tiene en marcharse —comentó Chapman, el comerciante en fincas.
—Cuando en una partida se han marcado las cartas para quitarle el dinero a otro, no es prudente intervenir, pues aunque la partida no vaya contra uno, sólo puede haber un ganador, y los demás, tengan o no la culpa, son perdedores obligados.
—Bien, por una vez opinaré igual que usted, Hancock —dijo don César—. Voy a decirle a mi criado que nos marchamos esta noche.
Saludando con una inclinación de cabeza a los demás, don César salió del salón, evitando tropezar con la mirada de Irina. Subió ágilmente la escalera y encaminóse a su habitación. Antes de llegar a ella se detuvo un momento. No había sido él el único en ver el cadáver de Tiburcio Cadenas. Otros dos lo habían visto. Éste era el motivo por el cual Hancock deseaba escapar de aquel rancho. Pero ¿qué había visto Romualdo Pacheco? ¿Qué pensaba hacer el grueso vendedor de vacas? Dispuesto a averiguarlo, dirigióse hacia la habitación que le había visto asignar y al ir a llamar con los nudillos advirtió que la puerta estaba abierta. Al empujarla se ofreció a sus ojos, ante todo, la cama y, sobre ella, con un cuchillo hundido en el cuello, estaba el cuerpo de Romualdo Pacheco, tan inmóvil como estuviera el de Tiburcio Cadenas.
—¡Dios mío! ¡Es horrible!
Don César se volvió. Era Irina quien había pronunciado aquellas palabras. Estaba muy pálida y se apoyaba en el quicio de la puerta.
—¿Por qué le han asesinado? —preguntó luego en voz baja.
—
El Diablo
debiera saber algo de ello —respondió don César.
—¿Sospecha de Juan? —preguntó Irina.
—No sé; pero lo que sí es indudable es que su puñal ha sido el que ha matado a Romualdo Pacheco.
Don César señaló la empuñadura del cuchillo hundido en el cuello del grueso vaquero. Era el mismo que Juan Nepomuceno Mariñas había lanzado contra Francisco Redondo.
—Sé que él no ha sido… —dijo Irina.
—Pues si hubiera ley en el condado de San Fernando, mañana por la mañana su esposo se balancearía al extremo de una cuerda. Y como tres asesinatos en una noche son ya demasiado para mí, me marcho antes de que alguien me tome como blanco de su revólver o quiera utilizar mi cuerpo para funda de su cuchillo.
—Nunca creí que
El Coyote
fuera un cobarde —dijo Irina.
—Puede que
El Coyote
no sea un cobarde; pero lo que sí es cierto es que don César es un hombre prudente. Adiós, princesa. ¿Quiere acompañarme a San Francisco?
—¿A qué va allí?
—A buscar a la esposa con quien me casó su marido. Adiós.
—¿Y ese hombre? —preguntó Irina, señalando el cadáver de Romualdo Pacheco.
—No creo que venga de un cadáver —replicó don César—. Déjelo aquí y ya se encargarán de retirarlo aquellos que se llevaron el cuerpo del conductor de la diligencia.
—¿Quiénes fueron?
—Si quiere un buen consejo, no trate de averiguarlo. Creo que el motivo por el cual han matado a Romualdo Pacheco es el de que, involuntariamente, descubrió a los que se llevaban el cadáver de Cadenas.
—¿Y por eso le mataron?
—Desde luego. Vuelva a sus habitaciones y advierta al
Diablo
que alguien está tratando de hacerle parecer mucho peor de lo que ya es.
Dejando a Irina en medio del pasillo, don César entró en su habitación y ordenó a Matías Alberes que le preparase el equipaje, pues se iban a marchar en seguida. El criado obedeció con gran presteza, sin hacer ningún comentario; luego siguió a su amo hasta el vestíbulo, donde ya se encontraban John Temple, William Chapman y el notario Marín, así como Morales.
—¿Han visto a Pacheco? —preguntó Temple.
—No —contestó don César—. Debe de estar dormido.
—Además, pesa demasiado para montar a caballo —dijo Chapman.
—¿Puede acompañamos a la cuadra? —preguntó don César a Marcos Ibáñez.
—Desde luego, señor —replicó el criado—. Lamento que no se queden esta noche.
—Creo que aquí está haciendo falta
El Coyote
—dijo de pronto John Temple—. No le faltaría trabajo.
Marcos Ibáñez se volvió bruscamente hacia Temple y pareció a punto de decir algo; luego se contuvo y acabó diciendo:
—Cuando quieran les acompañaré a la cuadra.
—Vayamos —dijo Marín—. Es muy tarde.
—Usted es de la patria del
Coyote
, ¿verdad, don César? —preguntó Temple.
—Nadie sabe con certeza de dónde es
El Coyote
—replicó Echagüe.
—Pero se insiste en que es de Los Ángeles.
—Entonces, debe de serlo.
—¿Le conoce usted?
—Le he visto un par o tres de veces; pero siempre con el antifaz puesto.
—Dicen que es muy temible, ¿verdad?
—Lo dicen.
—Yo le hice correr una vez —dijo Temple.
—¿Detrás de usted? —preguntó, irónico, don César.
—Delante, y tan de prisa que no pude alcanzarle —afirmó Temple—. Tuvo la oportunidad de luchar conmigo y la evitó.
—Debió darse cuenta de lo peligrosos que son los vendedores de bisutería. Yo nunca me hubiera atrevido a luchar con
El Coyote
.
—Ni él tampoco… —refunfuñó Chapman.
John Temple se revolvió contra el corredor de fincas; pero antes de que pudiese decir nada, se oyó un grito lanzado por el notario. Cuando los demás llegaron junto a él le vieron señalando con temblorosa mano el cuerpo de Henry Hancock que yacía de bruces en el suelo, con las pálidas y afiladas manos más blancas que nunca y la cabeza destrozada por un terrible mazazo.
—Y eso que él no era ningún heredero —tartamudeó Chapman.
—¡Dios mío! —gimió John Temple.
El único que no dijo nada ni evidenció el menor asombro, fue Marcos Ibáñez, quien se limitó a comentar:
—Un buen jugador no debe declarar nunca su juego. El señor Hancock habló demasiado alto en el comedor. Le oyeron todos.
—Señores, quien quiera salvar la piel que me siga —dijo don César—. Espero no poner nunca más los pies en un lugar donde el asesinato es algo tan corriente que no pasa una hora sin que alguien muera o desaparezca sin dejar rastro.
Ayudado por Matías Alberes, don César montó en uno de los caballos que antes de morir había ensillado Hancock y, seguido por su criado, partió al galope sin esperar a los demás, que se estaban peleando por los dos caballos ensillados que quedaban, como si fuesen náufragos luchando por alcanzar un bote salvavidas.
Carmen Coronel escondió el rostro entre las manos.
—No puedo comprender lo que ocurre —dijo.
Luis Vanegas acarició los negros cabellos de la joven como si temiese quebrarlos. Tan leve fue la caricia que Carmen tardó varios segundos en advertirla. Pero entonces tampoco demostró que se diera cuenta de ella.
—Es una herencia maldita —siguió. Y luego, mirando de pronto a Luis Vanegas, pidió—: ¿Por qué no te marchas y abandonas tu derecho?
—¿Qué pensarías de mí si lo hiciera?
—Pensaría que me amabas tanto como dices.
—No, Carmen —replicó el joven—. Pensarías que soy un cobarde que se asusta porque han muerto unos hombres…
—Y morirán otros —replicó Carmen—. Y tú serás uno de ellos.
—No seas chiquilla.
Carmen rechazó la mano que trataba de acariciar sus mejillas.
—¡Déjame! —gritó, súbitamente furiosa—. Tú eres un hombre y puedes refugiarte en la fuerza de tu hombría. Tienes que ser valiente y te costaría mucho más ser cobarde; pero yo no tengo que defender ningún prestigio. Ayer noche no dormí. A cada momento esperaba oír un grito de agonía y que aquel grito hubiera brotado de tus labios. Cinco hombres muertos en menos de doce horas. Uno en la carretera, asesinado en lugar del primero que figura en la lista de herederos. Luego, el conductor de la diligencia; después, el hombre a quien debieron matar y no mataron, y por último, dos viajeros que aún no sé por qué murieron, como no fuese porque reconocieron al asesino del pobre conductor de la diligencia.
—Debieron de ser asesinados por otro motivo —dijo Luis Vanegas—. En esta tierra no tiene ninguna importancia el que reconozcas a un asesino. No pueden hacerle nada.
—Pero a Francisco Redondo le mataron porque deseaban reducir a doce el número de herederos —insistió Carmen Coronel. Luego agregó—: Nunca creí que llegara a odiar tanto un lugar por el que tanto he suspirado. Once años encerrada en un colegio, pensando en los años que pasamos en Remedios.
—Poco puedes recordar de entonces.
—Recuerdo una noche como ésta —murmuró Carmen—. Yo tenía unos ocho años y…
—Y yo trece —dijo Luis.
—¿La recuerdas? —preguntó en voz baja Carmen.
—Sí. Nunca la he olvidado. De Remedios llegaban los gritos y canciones de los mineros que celebraban la noche del sábado. Yo los consideraba unos hombres románticos. Eran casi unos bandidos y a muchos de ellos los buscaba la Ley.
—Pero tú decías que cuando fueses hombre serías como ellos… como era tu padre.
—Aquella noche lo dije. Y dije que cuando fuese mayor y tuviera mucho dinero me casaría contigo porque eras la chica que tenía la cara más bonita de todo Remedios.