La esposa de don César / La hacienda trágica (20 page)

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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

BOOK: La esposa de don César / La hacienda trágica
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—¡Salga de ahí dentro, Mariñas! —gritó el comandante del escuadrón.

En la ventana de la cabaña apareció el descompuesto rostro de Zúñiga.

—¡No soy
El Diablo
! —gritó—. ¡No soy…!

Una descarga cerrada le cortó la voz, enviando su cuerpo contra la lámpara de petróleo que se encontraba encima de la mesa. El caliente líquido extendióse por el suelo y las llamas prendieron vivamente en las secas maderas.

El comandante del escuadrón hizo un gesto de disgusto. Le hubiera gustado llevar a Nueva Almadén el cadáver del famoso Mariñas; pero ¿quién lo hubiese visto allí? Nadie. Tal vez así fuese mejor.

Las llamas llenaban ya la cabaña, que ardía por entero.


El Diablo
ha muerto —anunció el comandante.

Luego pensó que desde el momento en que el informe recibido era anónimo, podía achacarse por completo el éxito.

Aguardó un rato más hasta que se derrumbó la techumbre de la cabaña. Entonces volvióse hacia sus hombres y ordenó que dos de ellos se quedaran allí hasta que se enfriaran los rescoldos de la cabaña y pudiesen comprobar si entre ellos estaban los restos de Juan Nepomuceno Mariñas,
El Diablo
.

En aquellos momentos, éste se encontraba camino de regreso al rancho, de nuevo en tierra prohibida a las autoridades.

—Tal vez lo ignores, Mariñas; pero acabas de morir —dijo
El Coyote
, después de explicar brevemente lo ocurrido en el rancho.

—Pero ya he resucitado —rió Mariñas. Y luego preguntó—: ¿Fue Zúñiga quien metió el falso mensaje en mi bolsillo?

—Sí, y te advierto que debes aprovechar la oportunidad de tu muerte oficial para no resucitar nunca más. Vete lejos de aquí. Toma este paquete. En él encontrarás los documentos necesarios para que puedas acreditar que eres Roberto Cifuentes. Espero que
El Diablo
haya muerto definitivamente.

—¿Qué dice a eso mi mujer? —preguntó, riendo, Mariñas.

—Creo que le darás la mayor alegría de su vida.

—Entonces lo haremos por ella —decidió Mariñas.

Cuando llegaron cerca del rancho,
El Coyote
advirtió:

—Aguarda aquí hasta que salga Irina. Entonces marchaos adonde queráis, volveos a casar y enterrad bien hondo al
Diablo
.

—Me gustaría saber cómo termina ese pleito de la herencia —dijo Mariñas—. Desde el primer momento me interesó mucho.

—¿Quién mató a Julio Coronel? —preguntó
El Coyote
.

—No lo sé —respondió Mariñas—. Él acudió a mí en busca de auxilio. Temía de todos menos de su hermano. Cualquiera de los doce herederos pudo ser su asesino.

—¿No tenía confianza en ninguno de sus compañeros?

—Sólo en Denis Riley.

—Gracias, Mariñas. Aguarda aquí hasta que llegue Irina.

El Coyote
entró de nuevo en la casa y utilizando siempre los caminos más oscuros llegó hasta la habitación de Carmen Coronel. Al empujar la puerta vio a la joven y a Irina sumidas en un profundo sueño. También Luis Vanegas dormía profundamente.

Extrañado por aquel espectáculo,
El Coyote
se acercó a las dos mujeres y las tocó suavemente en la espalda. Ninguna de las dos se movió. Sobre una mesita cercana se veían unas tazas con restos de café.

El Coyote
sonrió enigmáticamente; luego fue hacia un rincón y, desenfundando un revólver, dejóse caer en un sillón y esperó pacientemente.

Fueron pasando los minutos.
El Coyote
aguardaba sin impaciencias. De cuando en cuando dirigía una mirada al herido, que seguía descansando apaciblemente.

De súbito, cuando ya hacía media hora que estaba allí,
El Coyote
oyó que unos pasos muy quedos se acercaban a la puerta. Ésta empezó a abrirse y por la ranura que quedó, el hombre que llegaba pudo ver a las dos mujeres que dormían junto al lecho del herido. Entonces abrió más la puerta y entró en la habitación. Llevaba una larga capa y se cubría el rostro con un capuchón negro. Con la mano derecha empuñaba un cuchillo.

Dio tres pasos hacia el lecho en que yacía Luis Vanegas, antes de darse cuenta de que no todos cuantos estaban allí se encontraban durmiendo. Una fría voz le sacó de su error al ordenarle:

—Levante las manos, señor mascarón.

Pero el encapuchado no demostró ningún deseo de obedecer. Volviéndose como una centella, lanzó su cuchillo contra
El Coyote
, que se tuvo que dejar caer al suelo para evitar el acero que pasó silbando sobre su cabeza. Sin embargo, desde el suelo hizo dos disparos de revólver contra el misterioso personaje.

Éste saltó hacia atrás lanzando una imprecación y corrió en seguida hacia la puerta, ante el infinito asombro del
Coyote
, que estaba seguro de haber alcanzado con las dos balas el corazón del encapuchado. Hasta entonces nunca había fallado un blanco tan seguro como aquél.

Cuando, repuesto de su sorpresa,
El Coyote
salió de la habitación, el corredor estaba vacío.

—¿Has visto a alguien? —preguntó a Juan Lugones, que había acudido al oír los disparos.

—No. Por donde yo subí no bajó nadie. ¿Por qué tendrán tanto interés en matar a ese chico, si ya no tiene que heredar nada?

—Porque nadie es tonto hasta que comete el primer error —dijo
El Coyote
—. Eso lo dicen los chinos y es verdad. Quédate aquí vigilando a Luis Vanegas. Yo me llevo a Irina.

Levantó en brazos a Irina y salió de la habitación después de que Juan Lugones se hubo asegurado de que no había nadie en el pasillo.
El Coyote
sostenía en brazos a Irina en tanto que con la mano derecha continuaba empuñando su revólver.

Unos minutos después llegaron al lugar donde aguardaba Mariñas.

—¿Qué le ha sucedido? —preguntó el antiguo bandido.

—Sólo está dormida —respondió
El Coyote
—. Llévala a un lugar seguro y no vuelvas nunca más por estas tierras. Recuerda que eres Roberto Cifuentes.

—Pierdo un montón de dinero; pero aún me queda lo suficiente para emprender una nueva vida, señor
Coyote
—dijo Mariñas tomando el cuerpo de Irina—. Creo que esta mujer merece todos los sacrificios que se hagan por ella.

—Eso y muchísimo más —sonrió
El Coyote
—. Buena suerte, Mariñas.

El resto de la noche lo pasó
El Coyote
junto a la cabecera de la cama de Luis Vanegas. A la madrugada consiguió despertar a Carmen.

—¿Cómo he dormido tanto?… —preguntó la joven.

—No se preocupe. Yo he velado por usted.

—¿Y la princesa…?

—Se ha marchado muy lejos.

—¿Es que la han matado? —preguntó Carmen.

—No —sonrió
El Coyote
—. Ha ido lejos; pero no tanto. Espero que sea muy feliz. Se lo merece. Ahora cuide usted al herido y cierre la puerta con llave.

En vez de salir por la puerta,
El Coyote
deslizóse por la ventana, y la sombra que esperaba en el pasillo con una escopeta de dos cañones cargada de gruesos perdigones y dispuesta para ser disparada en cuanto apareciese
El Coyote
, tuvo que marchar a su habitación sin haber logrado sus deseos. No podía esperar ya más, si no quería exponerse a ser descubierto por los demás huéspedes del rancho.

Cuando a las nueve Guadalupe bajó en busca de su carruaje, encontróse con que habían desaparecido todos los caballos del rancho y era imposible marcharse.

Capítulo VIII: Una proposición del
Coyote

Marcos se excusó cuanto pudo.

—No comprendo cómo ha ocurrido eso, señora —dijo—; pero lo cierto es que ha ocurrido. No hay caballos y sin caballos su coche no puede seguir. Deberá quedarse otra noche en el rancho.

—Yo no paso otra noche aquí —declaró Guadalupe—. Ayer estuve oyendo gritos y tiros, e incluso vi un incendio.

—Tal vez fueron pesadillas —dijo Marcos Ibáñez—. Yo no oí nada.

—Bien, creeré que yo tampoco oí nada y pasaré otra noche terrible. Es lo único que puedo hacer.

A media mañana empezaron a aparecer los huéspedes de la hacienda. Lupe esperaba ansiosamente ver si Irina bajaba al comedor; pero ni ella ni Mariñas aparecieron. Pedro Ugarte dio la noticia:

—Faltan Mariñas y su mujer y Antonio Zúñiga —dijo.

—No debe de ser necesario buscarles. O han muerto o han huido. Ya sólo quedamos siete.

Guadalupe retiróse a su habitación. Temía que alguno de los Lugones la viera y comprendiese el motivo por el cual la esposa de don César de Echagüe se encontraba en un lugar donde no estaba su marido y en cambio actuaba
El Coyote
.

El no haber visto a Irina la había alegrado, especialmente después de asegurarse de que la falsa princesa no estaba en ningún sitio.
El Coyote
había dicho que iba en busca de su amor. ¿Del amor de Irina? ¿O acaso del amor de otro hombre para Irina?

¿Por qué tenía que cruzarse aquella mujer en su camino? ¿La amaba aún
El Coyote
? Pero desde el momento en que ella no estaba ya en el rancho y, además, habían desaparecido los caballos… Sólo
El Coyote
podía ser culpable de aquella desaparición.

Guadalupe decidió esperar.

Entretanto, en el salón habíanse reunido los siete herederos que aún podían aspirar a la fortuna. Denis Riley les dirigió la palabra.

—Ya sólo somos siete —dijo—. Después de la muerte de José Maldonado han desaparecido otros dos hombres, y aún faltan veinte días para que recibamos la herencia. Nos estamos exterminando mutuamente, lo cual es una estupidez.

—Hay alguien más que tiene interés en acabar con nosotros —dijo Mario Arcos.

—Desde luego —asintió una voz que llegaba desde detrás de un biombo colocado en un rincón de la estancia.

Cuando todos miraron hacia allí, vieron aparecer a un hombre vestido a la mejicana y cuyo rostro iba cubierto por un negro antifaz.

—¡
El Coyote
! —exclamó Riley.

—Veo que me recuerda, señor Riley —sonrió
El Coyote
—. Nos vimos hace tiempo y le ordené que cambiara de vida, ya sé que lo hizo y que se alegra de ello. En cuanto a los demás… ¡Quietos! No traten de sacar ningún arma. Sería una estúpida forma de suicidio.

Todos quedaron inmóviles, pendientes de las palabras del
Coyote
. Como no hablase, Riley le preguntó:

—¿Qué desea?

—He venido a hacerles un favor y a presentarles una proposición —replicó
El Coyote
—. Anda en juego una gran fortuna que al paso que siguen ustedes en el trabajo de exterminarse, acabará no siendo para nadie.

—Será para el criado —dijo Arcadio Bandini.

—En efecto. Sus odios sólo beneficiarán a ese criado, que es el único que conoce el paradero exacto del cofre del tesoro.

—¿Qué pretende? —inquirió Riley.

—Recibir lo antes posible mi parte del tesoro —contestó
El Coyote
.

—¿Su parte? ¿Cuál? —preguntó Bandini.

—La tercera parte —respondió
El Coyote
—. Unos trescientos mil dólares. Es el precio de mi ayuda…

—¿Qué clase de ayuda nos ha prestado? —preguntó Ugarte.

—Mucha más de la que ustedes se imaginan. Pero vayamos a lo que importa. Ese Marcos Ibáñez es el único que conoce el sitio donde se guarda el tesoro, ¿no?

—Claro —dlijo Riley.

—Si le dijeran ustedes que todos abandonan la lucha por miedo a correr la misma suerte que los que ya han muerto a causa de la herencia, ¿qué hará Marcos Ibáñez? Pues muy sencillo: en cuanto haya transcurrido el plazo de acuerdo con el cual los herederos pierden el derecho a recibir la herencia, sacará de su escondite el cofre y…

—¿Y qué? —preguntó Ugarte, cuyos ojos llameaban de ansiedad.

—Pues que ya no tendrán que esperar más tiempo. Podrán caer sobre él, quitarle el cofre y repartir entre todos el tesoro.

—¿Y si no lo saca de su escondite? —siguió preguntando Ugarte.

—Es seguro que lo sacará —replicó
El Coyote
.

Ugarte, Bandini y Jaime Sola se miraron y asintieron con la cabeza; otros no dijeron nada, y al cabo de un momento se levantaron en silencio y abandonaron el salón para irse a sus habitaciones.

Una hora después, Denis Riley entraba en la habitación de Carmen Coronel.

—Vengo a despedirme, señorita Coronel —dijo—. Me marcho. No quiero saber nada más de esa maldita herencia.

—Siempre tuve confianza en usted, señor Riley —replicó Carmen—. Recuerdo que cuando yo era una chiquilla usted me dejaba jugar con su enorme reloj…

Riley sonrió ante aquel recuerdo.

—Era una chiquilla deliciosa. Y sigue siendo tan bonita como entonces. Tan bonita como su madre.

—¿Por qué no me cuenta algo de mamá?

Denis Riley vaciló.

—Es muy tarde —dijo—. Otro día en que nos veamos, podré contárselo todo. Adiós, Luis. Todos abandonamos la lucha y renunciamos al tesoro.

Denis Riley salió de la habitación y al quedar solos, Luis dijo a su novia:

—Ahora recuerdo algo que te quería decir, Carmen. Esta noche alguien hizo dos disparos dentro de esta habitación. Sé que lo oí.

—Debiste de soñar.

—No. Los oí de verdad.

De nuevo se abrió la puerta y Guadalupe entro en el dormitorio. Carmen la miró, asombrada.

—Perdonen que me presente así —dijo—. Llegué ayer noche y pensaba marcharme esta mañana. No pude hacerlo porque han desaparecido todos los caballos; pero ahora me acaba de decir el señor Ibáñez que ya ha encontrado dos buenos caballos para mi coche. También me ha dicho que usted, señorita, es la dueña del rancho. Quiero darle las gracias por el alojamiento.

—No se merecen, señora —respondió Carmen—. Si hubiera sabido que estaba usted aquí, habría procurado atenderla mejor; pero en el rancho hay ahora un desorden muy grande.

—No debe disculparse —sonrió Lupe—. He preguntado por otra señora con quien hablé ayer, pero no saben decirme dónde está.

—¿Se refiere a la mujer de Mariñas? —preguntó Carmen—. Se ha marchado con su marido.

—Entonces no podrá trasladarle mis saludos. Lo lamento. Adiós, señorita. Espero que su novio se restablecerá muy pronto.

Guadalupe bajó al jardín donde la esperaba ya su coche. Dos malos caballos estaban enganchados a él. Lupe subió al carruaje y al sentarse vio ante ella prendido con un alfiler en la tapicería del vehículo, un papel con esta inscripción:

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